Érase
un muchacho que quería ir al monte de irás y no volverás…
Inicio de cuento de
tradición oral de la Sierra de Francia
(*)
Ignoro si ésta es la sexta, séptima o décima versión que hago de la historia.
Ando manoseando lo que quiero contar desde hace al menos veinte años. Y esto me va pareciendo demasiado
para contar unos hechos que no protagonicé, que los hicieron otros, y a mí no
me queda más que albergar el eco de las palabras de los demás. Sí, sin duda son
muchas vueltas para transcribir algo, o para olvidarse del asunto y ahorrarse el
trabajo.
Pero que no; que cada cierto tiempo, sin el cómo y sin el porqué, me llega la historia: “¡Eh tú, escribidor! ¿Te acuerdas de mí…?”, parece que me dice.
Así que tengo el relato
escrito con una vieja máquina de escribir Adler, con una Olivetti Lettera
amarilla, con los caracteres matriciales
de la primera impresora que compré, y de otras tantas maneras informatizadas. Pero
carezco del cuaderno de hule rojo en cuyas hojas cuadriculadas puse los
primeros plantones de este relato.
Era un cuaderno en cuarto, de una doscientas hojas, bien
cosido, con el tacto acerado del hule y, como ya dije, con la hoja
cuadriculada. Esto, lo de la cuadrícula, era lo único malo que le encontraba,
porque los cuadros eran tacaños en su tamaño y a mí, toda aquella geometría, me
resbalaba en los ojos. Siempre me ha gustado escribir en cuadernos más grandes
-pues soy de frase caminada-, en medida de folio y con hoja rayada, de línea
difusa, bien recta, bien trazada y espaciosa, como una acera tirada a cordel o
los surcos holgados de la remolacha. Pero aquel cuaderno era como era, y fue el
primero que emborroné. Me lo regaló doña Nati, mi profesora
de lengua en cuarto de EGB. La mujer se llamaba Natividad, sí, que no traigo yo ahora su nombre por los pelos para
dignificar aquella epifanía escolar. Yo estaba interno, junto con mis hermanos,
en el Seminario de Ciudad Rodrigo. Entonces era temprano para que los curas nos
hicieran el tentadero vocacional, y aunque hacíamos vida reglada en el adusto
edificio del seminario que está junto a la Catedral, las clases eran en un colegio próximo, público y desarreglado.
A mí se me daba bien hacer aquellas redacciones de los
viernes por la tarde. Una vez gané un concurso y días después el director del
colegio bajó hasta nuestra aula: “Veamos… ¿Dónde está el nuevo Azorín?”, entró
diciendo aquel hombre rechoncho entre el tumulto que armamos los chavales al
levantarnos de los pupitres, tan acelerados y
desprevenidos. Así que con “Azorín” me quedé. Pero entonces no había
aulas mixtas todavía, y aquello me rentó poco para sujetar la mirada de las
chicas, y sólo me sirvió para que los
chicos se rieran, aún más, de aquel “Azorín” pan patoso jugando al fútbol.
Pero al menos tenía las simpatías de los profesores - menos
las del matemático-, y un desde ése día
un cuaderno estupendo para que, como me dijo la maestra cuando me lo diera,
escribiera mis redacciones, y esos poemas que ella sabía que yo escribía cuando
en clase pensaba que no me veía. Y yo me asomaba a toda aquella blancura de
hojas donadas, y me enaltecía y me asustaba. Me enaltecía como quien ve un
horizonte en -como decían los del 98- en
lontananza, como quien ya se merienda las golosinas del futuro… y me asustaba
por ver tanta tierra de labranza, por
adivinar las jornadas que habría de
fatigar para sacar algún cesto de provecho de ellas.
Si hubiera sabido entonces lo que ahora sé, allí se habría
quedado aquel regalo envenenado de la maestra,
allí también la medalla verbal
del director del colegio.
A lo mejor algo ya intuía entonces, pues estuve mucho tiempo
sin rayarlo, sin poner ni un triste esqueje de mis letras. Lo abría a cada poco, eso sí, y olía los lejanos
oráculos de la celulosa, y respiraba el aire no usado que al pasar las hojas
muy deprisa fabricaba aquel objeto; y lo enrollaba y desenrollaba, pues era
dócil y juguetón como un cachorro panza arriba y, sobre todo, acariciaba la
rojez suave de sus labios… digo: de sus tapas. Pero de ir trabajando en él con
el azadón del Bic naranja, que para eso era: nada, de nada.
Fue por doña Nati que me animé a trascribir allí aquella
redacción afortunada, y a bautizarlo en su primera página con un título que le
gustó mucho: “Pensamientos errantes”. Y puesto esto último, me convenzo ahora de
que sí: de que en nuestra niñez existe ya el barrunto torpe de lo que luego
será nuestra vida.
Errante se vio el pobre cuaderno durante al menos 30 años.
Siempre de allá para acá, a bordo de
maletas mal compuestas, sin que pudiera decir nunca muy de seguido este estante es mío allí donde
llegaba. Además famélico la más de la veces, sin llevarse, más que de tarde en
tarde, alguna letra a las hojas, algún bocado frugal para templar sus numerosas bocas cuadradas.
Hasta que un día guisé en él el primer estofado de este relato,
que ya veremos si arranca esta vez.
Pero antes he de repetir que de haber estado avisado, no
hubiera aceptado entonces aquel cuaderno y lo que significaba. Que no, que
hubiera jugado más al fútbol, que hubiese dado más pedradas a los pájaros, que más tapias habría saltado par dar palique a
las niñas. Y con eso me hubiera librado de la maldición de ser envestido
tempranamente como escribidor, que es vida complicada y desubicada y trabajosa,
ya que quedas condenado a andar decenios con montón de historias, sin que
aciertes a asentar ninguna en un triste
papel. Y cuando los demás ya cosechan cosas, tú andas todavía por los surcos de
aire.
Así que: ¡Y un cuerno me hubiera dejado yo pillar de saber
todo lo que luego he sabido!
Pero ahora es tarde ya , y tengo que terminar la historia
que he venido a contar.
Es una historia verdadera,
o basada en hechos reales, si se quiere, pero de lo poco que tengo bien aprendido, es
que cuando un escribidor dice esto, ha entreverado ya bastante mentira, para hacerla
más sabrosa, más tragable, como el tocinillo al magro del jamón.
Además: es una cosa familiar, es decir, mía, de primera
mano, de esas cosas que cuando te las cuentan no son nada, como nada es el hilo
del que tira el gatito al principio, pero que menudo embrollo te prepara luego
en las tripas , como un ovillo de lana del todo desmadejado por el suelo.
Alguna vez he dado a leer versiones más o menos rematadas, a
parientes, amigas, novias, a profesores y a profesoras, y todos que muy bien,
que oye, entrañable. Una vez le puse a una versión –un poco afectada, todo hay
que decirlo- un canutillo de alambre y
junto con otros relatos se lo pasé a evaluación a una tertulia literaria. Era
un grupillo que se reunía un día a la semana en un local institucional, y allí
espantaban con sus palabras el bostezo del atardecer provinciano. De vez en
cuando traían, con la alegre cantinela de los cuartos de la Caja de Ahorros, a
alguna escritora o escritor de renombre, de esos que se leen de oídas, y esa
tarde salíamos todos con un barniz lustroso que daba gusto vernos.
Me pidieron los mandamases de la tertulia el manuscrito para
la posible publicación en su colección, que ya iba frondosa, y yo tuve que atrasar dos agujeros en mi cinturón,
pues esas cosas a los noveles les
hinchan mucho. Recuerdo que me advirtieron que
se lo diera mecanografiado, que lo de “manuscrito” era un decir. No sé
cómo se enterarían de que un dependiente
de librería andaba por ahí haciendo cuentos sin su permiso. Me lo devolvieron al
mes y pico. Vino el más nombrado de la tertulia, y digo vino porque andaba yo
despachando en la librería y me dejó mi manuscrito mecanografiado sobre el viejo mostrador de nogal. Y allí hizo
ese sonido fofo, pocho, por el que se conoce a las nueces gusanadas. Que tenía
cosas, que el cuento del ruso había gustado, que el de la viejecita de
“Penélope en el balcón” que bien, y la
historia del abuelo que bonita pero,
pero, pero…
Y yo allí, procurando ignorar que los clientes, y sobre todo
las dependientas de las tiendas vecinas, se estaban enterando de que era un
“juntaletras” de tres al cuarto, (es que
hoy en día se pone a escribir cualquiera, pensarían acaso). Y yo allí, viendo
aquel rostro orlado, con su barbita pretenciosa de escritor tertuliano y requetepublicado, escuchando las
palabras que le salían resbalosas de la boca…
Y no sigo… Un día de estos me tengo que poner a sanearme y
desaguar la manía que le tengo a ese tipo.
Tiempo después compré
un libro suyo y allí leí retazos de mis historias. Y es que nadie puede evitar
que las hojas secas se cuelen por debajo de la puerta cuando las azuza el
viento. Un poco de tiempo más y uno de aquellos relatos, “El de la viejecita”,
que había cogido el coche de línea de la inmigración, ganó un concurso en una
provincia vecina. “¡Ah!, si lo dice Salamanca”, debieron de ser las palabras tertuliadas alguna tarde gris.
José María Sánchez, conocido como "Juan y Medio" en su juventud. |
“Cuando sopla el cierzo”, es aquel “cuento bonito” del
abuelo. Y aunque él, mi abuelo, tuvo su parte correspondiente en lo que
sucedió, no tuvo tanta como la que yo le encomiendo en cada versión y, supongo,
la que le voy a demandar también en ésta que quiere echarse a rodar de nuevo ahora.
Mi abuelo moriría en 1973, o sería en el 74, que para el caso
es lo mismo. Desde entonces andará faenando por los bancales del cielo. La
primera vez que lo llamé para que saliera en mi cuento, lo hizo encantado, algo
menos las otras veces, y ahora, que le estoy llamando, le noto reticente. Lo
imagino sentado, con un sarmiento en la mano en cuyo extremo ha pinchado una
rebanada de pan candeal, asentado, del día que ya se tiene en la despensa de la
memoria. En sus labios el pitillo de picadura.
Tuesta en las brasas del fogón de algún atardecer un pedazo de pan. Gira
el palo, le da vueltas lentas, para que la miga dore por igual. Luego sé que le restregará un diente de ajo a lo
tostado, un chorrito de la sangre de la oliva, y desdeñará con suficiencia el manjar de los ángeles. Y lo sé porque, digo
yo, que en el cielo, aunque anden sobrados de glorias, no despreciarán, y les
dejarán a los que allí van, las pocas que los hombres se encontraron en esta
tierra.
Así que pienso que en eso andará
el hombre como tantas veces anduvo por aquí haciéndonos tostas a los nietos. Yo
le llamó y él ni caso. Y no me extraño; pues de las veces
que ya hemos salido por esta historia, se ha vuelto un “sanchopanza” escarmentado.
Así que echo mano de la abuela, que para estas cosas son muy socorridas: “Anda,
José María, sal, que te está llamando el nieto…”. Entonces el viejo aparece de
mala gana: “Pero hijo, a ti que te va en eso de inventar historias. A mí déjame
con lo mío, con lo que fue… Mira que no conviene espantar la era con tanto
meneo de la parva. Así que pardal, quédate con lo que hay de una vez por todas.
”
Pero intuyo que de nuevo condescenderá. Luego me pregunta,
más para estar en aviso que por curiosidad, que en qué zaleos le voy a meter esta vez.
También me dice que hasta aquí el "¡Arre!" de mi
invención. Que me baste- me repite- la verdad, sin más. Yo le replico que los humanos no nos arreglamos con lo cierto,
con la simple tajada de lo que fue, que a todo le hemos de poner su guarnición.
Que para ejemplo el suyo, que anduvo toda su vida en la mentira. “¿Cómo dices
pardal…?”, me pregunta. “Que tú fuiste el Juan
y Medio de Babeca, y que ni te llamaste Juan ni mediste los palmos para
merecer ese nombre prolongado”, le respondo. “Pero eso me tocó de mí padre -ya lo sabes- ,
que tuvo siempre, hasta cuando los años le encorvaron, talla sobrada para
llenar el traje de su apodo.” “Pues eso mismo abuelo, es que no ve usted que
siempre andamos tomando los atajos de la fabula para caminar por los eriales de
la realidad…”, le digo, y con ello sé que me lo he ganado otra vez.
Y esta vez va a ocurrir en estas páginas, que llega mi padre desde las tierras de pan
llevar a Babeca. Es el año de 1941. Es
muy joven; los años que ha desgranado no llegarían ni a cumplir el raspón del
racimo más pequeño de la parra que sombrea la casa de donde llega.
Conviene que sea febrero de 1941, porque en aquel año pasó
un vendaval que dejó destrozos desconocidos. Se cuenta de aquel hecho que por abajo,
por la Extremadura, levantó aquel airón desaforado un millón de encinas. Dicen
que las desarraigó de cuajo y las dejó por las dehesas desmelenadas, esparcidas
como cabezas sin ojos de muñecas.
Cuando leí la noticia, no sabría decir qué es lo que más me
sorprendió: si la rabieta sin por qué de aquel aire del norte, si la pena por
el degüelle de árboles tan pacíficos y tan sujetos, o la paciencia del que se
entretuvo en contar tantas encinas.
El caso es que en la
Sierra de Fronda, donde ocurre lo que aquí se pone, también la armó tremenda. Y menos mal que fue
en el tiempo en que los castaños, los robles, los nogales y demás frutales, ya
habían soltado la calderilla cobriza de su hojas. Aun así y todo, quedaron los
montes, al parecer, bien trasquilados.
Pero lo más señalado que hizo en el caserío de Babeca fue lo
de la iglesia. Allí quedó la techumbre
de la iglesia destejada -por descontado- y además el temporal levantó el
armazón de la nave como quien levanta la tapa de un puchero para oler el guiso.
Aun así, todavía se mantiene la opinión de que la cosa no fue a mayores por lo que el templo guardaba: La
Virgen, los Cristos, las custodias que apresan la luna llena de la Hostia, la
casulla que sufragó el rey Juan II de los de Castilla, los santos principales,
y los menores, que son los que dejan más plegarias atendidas, y en fin, los demás que allí se guardaba y que siempre
han resultado alimentos de mucho reparo.
Albercanos a la puerta de la iglesia. DIbujo acuarelado de Julio Quesada, de 1936. Propiedad de la Cámara de Comercio de Salamanca |
No he sabido todavía la causa de que don Saturio, el párroco
de entonces, hiciera venir de fuera a Manuel, mi otro abuelo, a mis tíos y a mí
padre, para arreglar aquel estropicio del aire. Ellos eran carpinteros sí, pero
digo yo que del oficio habría también de sobra en el pueblo. En fin: quede la
cosa así.
Y los carpinteros
forasteros se agazapan enseguida a lo alto del templo, pues no faltaba mucho
para que llegaran las nieves. Desde allí arriba, a horcajadas, como cabalgando
sobre las vigas del armazón de la nave, mi padre obedece a su juventud. Se
entretiene demasiado en el claveteo de los andares de las mozas. Sigue con los
ojos el tic,toc,tuc, de los tacones sobre el empedrado de las calles. Los
replica con los ojos porque desde allí arriba poco oiría, y además, porque ya
en aquel tiempo estaba medio sordo. Las serranas pasan por debajo: que si al caño por el agua fresca y a por la más fresca cháchara, que si al mercadillo que se tiende
en la trasera de la iglesia, que si a la novena al atardecer y, aunque no lo
digan, a conocer con disimulo a esos
forasteros de lo alto. Mi padre las mira, las remira con suficiencia alada, más
o menos cómo deben mirarnos las cigüeñas desde los campanarios. Le atrae a su
sangre joven el cebo de las mozas, y rebota entre punta y punta, la recia mirada de mi abuelo Manuel, pero no
puede esquivar su vozarrón y el mandado de estar a lo que hay que estar.
Las tardes del domingo sí que hacía caso a su padre, sin que
hubiera que vocearlo, y se ponía a lo
que había que ponerse, que era a pedir baile a las mozas. A una, a la que le
tenía mejor sacado los andares, era a la que más se lo pedía. Cuando termina el
arreglo de la techumbre le la Iglesia, se queda algún tiempo cumpliendo
encargos, pues tiene afición de ebanista, y se ha entretenido en ir tallando en las tabernas la difícil, retorcida
y a veces dura madera de la amistad. Y los serranos le dan faena: que si una
puerta, que si una ventana…
Pero ha de regresar a su tierra: la del llano horizonte, la mesetaria
confidencia interminable, el ancho patio de encinas que no se meten con nadie, que no
encrespan los vientos.
Será la primavera, y se sienta al caer la tarde bajo la parra,
y en la tierna sombra le silban en los oídos los pasodobles que bailó, más que siguiendo la
beta de la música, imitando como muñeco articulado los gestos de los demás. Sería
él, en esos ratos espigados, el único
hombre que rezara para que llegase otro vendaval a destapar iglesias serranas.
Después, la vida; que ésa sí que sopla y destapa bien las
ollas de la ilusión. Tomará uno de los
muchos trenes y se irá a Bilbao, luego
a Francia y finalmente a Cataluña. Unos cuantos años, los mejores del
cuerpo, los de la juventud, por ahí dejados, pero que para eso son, se diría,
como lo fueron los de los que le precedieron. Errantes de allá para acá,
moviendo sombra bajo el sol, encontrando
en todas partes el mismo caldo escueto de trabajo, añoranza, soledad y
frustración.
Aquí el abuelo, el de esta historia, el que viene conmigo, me
dice que ya se sabe todo eso, y que sabe también la mala leche que le salió
aquella tarde en Babeca.
Se refiere a cuando regresó mí madre al pueblo. Hacía años
que se había marchado a servir como era costumbre. Así lo habían hecho también
mis tías, sus dos hermanas, por lo que los
nidales del palomar de la casa de mis abuelos se habían quedado vacíos. Pero
cada año, en los calores crecidos de agosto, cuando venían del locutorio del
teléfono con el recado de que volvían
las hijas, los viejos se alegraban como
los almendros en el invierno.
El año que me interesa, y del que no voy a echar cuentas
para traerlo, en aquella tarde de llegada,
subían José María y Margarita a la parada, y la encontraron, como cada
tarde de agosto, llena de gente. Allí entretuvieron su espera con las noticias
de lo que les llegaba a las casas vecinas, que sería lo mismo o parecido, y
ellos, seguro que participaron felices también de lo que les venía.
Y llegaría el coche de línea, un Barreiros boceras, o acaso un
Pegaso más callado o algún otro de los que fatigaban aquellas tortuosas
carreteras. Llegó el autocar una tarde más, y nadie se explicaría cómo es que
llegaba con tanto bulto y tanta gente como descargaba. Bajaban a tropel los
equipajes de la baca, y los viajeros
para allá y para acá, y ellos allí, que todo les impedía ver bajar a las
hijas. Pero al fin vieron a mi madre que
aparecía por la vuelta de aquel trasto que echaba humos de fritanga. La vieron,
sí, pero apenas la reconocían, pues así vestida, tan de ciudad, que no era ella
más que por los gestos del rostro que compartían. Lo primero que les dijo mi
madre fue que aquel año las hermanas no venían; que se habían echado novio en Barcelona,
y que habían marchado a cumplir en las tierras de sus hombres.
Ya mi abuelo buscaba
a dónde atar aquel jumento arribadizo que le empezó a revolotear el estomago,
cuando mi madre siguió: “Y verán ustedes, padres, que les quiero decir…”, y
no siguió, pues se le había puesto al lado, más junto de lo que se permite en
los bailes, un hombre alto, pero descompuesto como un perchero con demasiados
colgajos, un hombre con un bolso bajo un brazo y de cuyas manos colgaban panzudas maletas de cartón.
Con el Cristo del Perdón tallado del tronco de un peral. La Alberca, año 1999. |
El abuelo me repite que enseguida lo reconoció, que a la
primera se le compuso que aquel iba a ser el ebanista que había tallado el
Cristo del Peral, hacía ya, cuando lo del temporal y el destrozo de la iglesia.
Y que hecho el conocimiento, fue ya un desboque
de caballerías el de sus entrañas.
Y que
el carpintero aquel, en vez de mirarle cuando le hablaba, ladeaba la cabeza,
como mirando al suelo, como
desentendiéndose de su recaudadora mirada, de su incipiente regaño, como una
res que desprecia envite.
Y que él no sabía – me dice el abuelo-, ni tenía por qué
saberlo, que aquel hombre andaba medio sordo, y que sólo
rastreando con su cabeza el aire de sus palabras podía
oírle malamente entre aquel
barullo de la parada.
Y que tardó en remansar el pataleo de aquella recua de
sentimientos que desde aquella hora le
resonó en el vientre, eso también me lo está diciendo.
Continúa...
1 comentario:
Una vez màs decirte que me encanta leerte... Sobre todo porque me haces sentir un espectador en primera fila observando tantas cosas que no he conocido y que mis preguntas, que se quedaban en el aire, ahora se ven màs claras. No pude conocer a mis abuelos maternos, gracias por conseguir sentirlos... Y siento envidia sana de que tú sí pudieras disfrutar de ellos.. Pero no se puede tener todo... Tú has tenido cosas que yo no he tenido... Y yo he tenido cosas que a ti te arrebatò la vida... Pero todo sucede por algo, nuestras experiencias son las que dan forma a nuestro ser, aunque sea con dolor.. Pero Dios lo hace por nuestro bien y nos va tallando como hizo tu padre con el Cristo.. Tienes que sentirte orgulloso.. Era un artista. Sé que detrâs de estos relatos se esconde un alma dolida y que el papel y la tinta se convierten en las lagrimas que te sirven de desahogo... Las cosas no suceden porque sí, todo tiene un motivo, una razòn, por muy doloroso que sea. Yo nací en medio de un mar donde no podia ver tierra firme por ningún lado... Todos hemos sufrido mucho y nuestra madre siempre ha hecho todo lo posible para que estuvieramos bien y elegía el camino que pensaba que era mejor para sus hijos... Por eso no hay que juzgarla, no sabemos lo que hubieramos hecho en su lugar, y a mi me parece una gran luchadora. Por eso, escribe, desahogate, pero no permitas màs que el pasado te haga perderte el presente... Quiero que sepas que yo me siento muy orgullosa de ese pequeño Azorín que me hace curar muchas heridas que tenía, y sin saber qué las causaba. Gracias de nuevo por tus palabras, a lo mejor no todos pueden entenderlo... Pero es que los sentimientos son muy difíciles de expresar. Un abrazo grande
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