domingo, 25 de noviembre de 2012

CUANDO SOPLA EL CIERZO. Primera parte.

Érase un muchacho que quería ir al monte de irás y no volverás…

Inicio de cuento de
tradición oral de la Sierra de Francia (*)




Ignoro si ésta es la sexta, séptima o décima versión que hago de la historia.

Ando manoseando lo que quiero contar  desde hace al menos  veinte años. Y esto me va pareciendo demasiado para contar unos hechos que no protagonicé, que los hicieron otros, y a mí no me queda más que albergar el eco de las palabras de los demás. Sí, sin duda son muchas vueltas para transcribir algo, o para olvidarse del asunto y ahorrarse el trabajo.


Pero que no; que cada cierto tiempo, sin el cómo y sin el porqué,  me llega la historia: “¡Eh tú, escribidor! ¿Te acuerdas de mí…?”, parece que me dice. 

Así que tengo el relato escrito con una vieja máquina de escribir Adler, con una Olivetti Lettera amarilla, con  los caracteres matriciales de la primera impresora que compré, y de otras tantas maneras informatizadas. Pero carezco del cuaderno de hule rojo en cuyas hojas cuadriculadas puse los primeros plantones de este relato.

Era un cuaderno en cuarto, de una doscientas hojas, bien cosido, con el tacto acerado del hule y, como ya dije, con la hoja cuadriculada. Esto, lo de la cuadrícula, era lo único malo que le encontraba, porque los cuadros eran tacaños en su tamaño y a mí, toda aquella geometría, me resbalaba en los ojos. Siempre me ha gustado escribir en cuadernos más grandes -pues soy de frase caminada-, en medida de folio y con hoja rayada, de línea difusa, bien recta, bien trazada y espaciosa, como una acera tirada a cordel o los surcos holgados de la remolacha. Pero aquel cuaderno era como era, y fue el primero que emborroné. Me lo regaló doña Nati, mi profesora de lengua en cuarto de EGB. La mujer se llamaba Natividad, sí, que no  traigo yo ahora su nombre por los pelos para dignificar aquella epifanía escolar. Yo estaba interno, junto con mis hermanos, en el Seminario de Ciudad Rodrigo. Entonces era temprano para que los curas nos hicieran el tentadero vocacional, y aunque hacíamos vida reglada en el adusto edificio del seminario que está junto a la Catedral, las clases eran en un colegio próximo, público y desarreglado.

A mí se me daba bien hacer aquellas redacciones de los viernes por la tarde. Una vez gané un concurso y días después el director del colegio bajó hasta nuestra aula: “Veamos… ¿Dónde está el nuevo Azorín?”, entró diciendo aquel hombre rechoncho entre el tumulto que armamos los chavales al levantarnos de los pupitres, tan acelerados y  desprevenidos. Así que con “Azorín” me quedé. Pero entonces no había aulas mixtas todavía, y aquello me rentó poco para sujetar la mirada de las chicas, y  sólo me sirvió para que los chicos se rieran, aún más, de aquel “Azorín” pan patoso jugando al fútbol.

Pero al menos tenía las simpatías de los profesores - menos las  del matemático-, y un desde ése día un cuaderno estupendo para que, como me dijo la maestra cuando me lo diera, escribiera mis redacciones, y esos poemas que ella sabía que yo escribía cuando en clase pensaba que no me veía. Y yo me asomaba a toda aquella blancura de hojas donadas, y me enaltecía y me asustaba. Me enaltecía como quien ve un horizonte en -como decían los del 98-  en lontananza, como quien ya se merienda las golosinas del futuro… y me asustaba por ver  tanta tierra de labranza, por adivinar  las jornadas que habría de fatigar para sacar algún cesto de provecho de ellas.

Si hubiera sabido entonces lo que ahora sé, allí se habría quedado aquel regalo envenenado de la maestra,  allí también  la medalla verbal del director del colegio.

A lo mejor algo ya intuía entonces, pues estuve mucho tiempo sin rayarlo, sin poner ni un triste esqueje de mis letras.  Lo abría a cada poco, eso sí, y olía los lejanos oráculos de la celulosa, y respiraba el aire no usado que al pasar las hojas muy deprisa fabricaba aquel objeto; y lo enrollaba y desenrollaba, pues era dócil y juguetón como un cachorro panza arriba y, sobre todo, acariciaba la rojez suave de sus labios… digo: de sus tapas. Pero de ir trabajando en él con el azadón del Bic naranja, que para eso era: nada, de nada.

Fue por doña Nati que me animé a trascribir allí aquella redacción afortunada, y a bautizarlo en su primera página con un título que le gustó mucho: “Pensamientos errantes”. Y puesto esto último, me convenzo ahora de que sí: de que en nuestra niñez existe ya el barrunto torpe de lo que luego será nuestra vida.

Errante se vio el pobre cuaderno durante al menos 30 años. Siempre de allá para acá,  a bordo de maletas mal compuestas, sin que pudiera decir nunca  muy de seguido este estante es mío allí donde llegaba. Además famélico la más de la veces, sin llevarse, más que de tarde en tarde, alguna letra a las hojas, algún bocado frugal para templar  sus numerosas bocas cuadradas.
Hasta que un día  guisé en él el primer estofado de este relato, que ya veremos si arranca esta vez.

Pero antes he de repetir que de haber estado avisado, no hubiera aceptado entonces aquel cuaderno y lo que significaba. Que no, que hubiera jugado más al fútbol, que hubiese dado más pedradas a los pájaros,  que  más tapias habría saltado par dar palique a las niñas. Y con eso me hubiera librado de la maldición de ser envestido tempranamente como escribidor, que es vida complicada y desubicada y trabajosa, ya que quedas condenado a andar decenios con montón de historias, sin que aciertes a asentar  ninguna en un triste papel. Y cuando los demás ya cosechan cosas, tú andas todavía por los surcos de aire.

Así que: ¡Y un cuerno me hubiera dejado yo pillar de saber todo lo que luego he sabido!

Pero ahora es tarde ya , y tengo que terminar la historia que he venido a contar.

 Es una historia verdadera, o basada en hechos reales, si se quiere,  pero de lo poco que tengo bien aprendido, es que cuando un escribidor dice esto, ha entreverado ya bastante mentira, para hacerla más sabrosa, más tragable, como el tocinillo al magro del jamón.

Además: es una cosa familiar, es decir, mía, de primera mano, de esas cosas que cuando te las cuentan no son nada, como nada es el hilo del que tira el gatito al principio, pero que menudo embrollo te prepara luego en las tripas , como un ovillo de lana del todo desmadejado por el suelo.

Alguna vez he dado a leer versiones más o menos rematadas, a parientes, amigas, novias, a profesores y a profesoras, y todos que muy bien, que oye, entrañable. Una vez le puse a una versión –un poco afectada, todo hay que decirlo-  un canutillo de alambre y junto con otros relatos se lo pasé a evaluación a una tertulia literaria. Era un grupillo que se reunía un día a la semana en un local institucional, y allí espantaban con sus palabras el bostezo del atardecer provinciano. De vez en cuando traían, con la alegre cantinela de los cuartos de la Caja de Ahorros, a alguna escritora o escritor de renombre, de esos que se leen de oídas, y esa tarde salíamos todos con un barniz lustroso que daba gusto vernos.

Me pidieron los mandamases de la tertulia el manuscrito para la posible publicación en su colección, que ya iba frondosa, y yo  tuve que atrasar dos agujeros en mi cinturón, pues esas cosas a los  noveles les hinchan mucho. Recuerdo que me advirtieron que  se lo diera mecanografiado, que lo de “manuscrito” era un decir. No sé cómo  se enterarían de que un dependiente de librería andaba por ahí haciendo cuentos sin su permiso. Me lo devolvieron al mes y pico. Vino el más nombrado de la tertulia, y digo vino porque andaba yo despachando en la librería y me dejó mi manuscrito mecanografiado  sobre el viejo mostrador de nogal. Y allí hizo ese sonido fofo, pocho, por el que se conoce a las nueces gusanadas. Que tenía cosas, que el cuento del ruso había gustado, que el de la viejecita de “Penélope en el balcón” que bien, y  la historia del  abuelo que bonita pero, pero, pero…

Y yo allí, procurando ignorar que los clientes, y sobre todo las dependientas de las tiendas vecinas, se estaban enterando de que era un “juntaletras”  de tres al cuarto, (es que hoy en día se pone a escribir cualquiera, pensarían acaso). Y yo allí, viendo aquel rostro orlado, con su barbita pretenciosa de escritor tertuliano y requetepublicado, escuchando las palabras que le salían resbalosas de la boca…

Y no sigo… Un día de estos me tengo que poner a sanearme y desaguar la manía que le tengo a ese tipo.

Tiempo después  compré un libro suyo y allí leí retazos de mis historias. Y es que nadie puede evitar que las hojas secas se cuelen por debajo de la puerta cuando las azuza el viento. Un poco de tiempo más y uno de aquellos relatos, “El de la viejecita”, que había cogido el coche de línea de la inmigración, ganó un concurso en una provincia vecina. “¡Ah!, si lo dice Salamanca”, debieron de ser las palabras  tertuliadas alguna tarde gris.

José María Sánchez, conocido como
 "Juan y Medio" en su juventud.
“Cuando sopla el cierzo”, es aquel “cuento bonito” del abuelo. Y aunque él, mi abuelo, tuvo su parte correspondiente en lo que sucedió, no tuvo tanta como la que yo le encomiendo en cada versión y, supongo, la que le voy a demandar también en ésta que quiere echarse a rodar de nuevo ahora.

Mi abuelo moriría en 1973, o sería en el 74, que para el caso es lo mismo. Desde entonces andará faenando por los bancales del cielo. La primera vez que lo llamé para que saliera en mi cuento, lo hizo encantado, algo menos las otras veces, y ahora, que le estoy llamando, le noto reticente. Lo imagino sentado, con un sarmiento en la mano en cuyo extremo ha pinchado una rebanada de pan candeal, asentado, del día que ya se tiene en la despensa de la memoria. En sus labios el pitillo de picadura.  Tuesta en las brasas del fogón de algún atardecer un pedazo de pan. Gira el palo, le da vueltas lentas, para que la miga dore por igual. Luego  sé que le restregará un diente de ajo a lo tostado, un chorrito de la sangre de la oliva, y desdeñará con suficiencia  el manjar de los ángeles. Y lo sé porque, digo yo, que en el cielo, aunque anden sobrados de glorias, no despreciarán, y les dejarán a los que allí van,  las pocas  que los hombres se encontraron en esta tierra. 

Así que pienso que en eso andará el hombre como tantas veces anduvo por aquí haciéndonos tostas a los nietos. Yo le llamó y él ni caso. Y no me extraño; pues  de las  veces que ya hemos salido por esta historia, se ha vuelto un “sanchopanza” escarmentado. 
Así que echo mano de la abuela, que para estas cosas son muy socorridas: “Anda, José María, sal, que te está llamando el nieto…”. Entonces el viejo aparece de mala gana: “Pero hijo, a ti que te va en eso de inventar historias. A mí déjame con lo mío, con lo que fue… Mira que no conviene espantar la era con tanto meneo de la parva. Así que pardal, quédate con lo que hay de una vez por todas. ”

Pero intuyo que de nuevo condescenderá. Luego me pregunta, más para estar en aviso que por curiosidad,  que en qué zaleos le voy a meter esta vez. También me dice que hasta aquí el "¡Arre!" de mi invención. Que me baste- me repite- la verdad, sin más.  Yo le replico que  los humanos no nos arreglamos con lo cierto, con la simple tajada de lo que fue, que a todo le hemos de poner su guarnición. Que para ejemplo el suyo, que anduvo toda su vida en la mentira. “¿Cómo dices pardal…?”, me pregunta. “Que tú fuiste el Juan y Medio de Babeca, y que ni te llamaste Juan ni mediste los palmos para merecer ese nombre prolongado”, le respondo.  “Pero eso me tocó de mí padre -ya lo sabes- , que tuvo siempre, hasta cuando los años le encorvaron, talla sobrada para llenar el traje de su apodo.” “Pues eso mismo abuelo, es que no ve usted que siempre andamos tomando los atajos de la fabula para caminar por los eriales de la realidad…”, le digo, y con ello sé que me lo he ganado otra vez.

Y esta vez va a ocurrir en estas páginas,  que llega mi padre desde las tierras de pan llevar a Babeca. Es el año de  1941. Es muy joven; los años que ha desgranado no llegarían ni a cumplir el raspón del racimo más pequeño de la parra que sombrea la casa de donde llega.

Conviene que sea  febrero de 1941, porque en aquel año pasó un vendaval que dejó destrozos desconocidos. Se cuenta de aquel hecho que por abajo, por la Extremadura, levantó aquel airón desaforado un millón de encinas. Dicen que las desarraigó de cuajo y las dejó por las dehesas desmelenadas, esparcidas como cabezas sin ojos de muñecas.

Cuando leí la noticia, no sabría decir qué es lo que más me sorprendió: si la rabieta sin por qué de aquel aire del norte, si la pena por el degüelle de árboles tan pacíficos y tan sujetos, o la paciencia del que se entretuvo en contar tantas encinas.

El caso es que  en la Sierra de Fronda, donde ocurre lo que aquí se pone,  también la armó tremenda. Y menos mal que fue en el tiempo en que los castaños, los robles, los nogales y demás frutales, ya habían soltado la calderilla cobriza de su hojas. Aun así y todo, quedaron los montes, al parecer, bien trasquilados.

Pero lo más señalado que hizo en el caserío de Babeca fue lo de la iglesia.  Allí quedó la techumbre de la iglesia destejada -por descontado- y además el temporal levantó el armazón de la nave como quien levanta la tapa de un puchero para oler el guiso. Aun así,  todavía se mantiene  la opinión de que la cosa no fue  a mayores por lo que el templo guardaba: La Virgen, los Cristos, las custodias que apresan la luna llena de la Hostia, la casulla que sufragó el rey Juan II de los de Castilla, los santos principales, y los menores, que son los que dejan más plegarias atendidas, y en fin,  los demás que allí se guardaba y que siempre han resultado alimentos de mucho reparo.

Albercanos a la puerta de la iglesia.
DIbujo acuarelado de
Julio Quesada, de 1936.

Propiedad de la Cámara de Comercio de Salamanca

No he sabido todavía la causa de que don Saturio, el párroco de entonces, hiciera venir de fuera a Manuel, mi otro abuelo, a mis tíos y a mí padre, para arreglar aquel estropicio del aire. Ellos eran carpinteros sí, pero digo yo que del oficio habría también de sobra en el pueblo. En fin: quede la cosa  así.

Y los carpinteros forasteros se agazapan enseguida a lo alto del templo, pues no faltaba mucho para que llegaran las nieves. Desde allí arriba, a horcajadas, como cabalgando sobre las vigas del armazón de la nave, mi padre obedece a su juventud. Se entretiene demasiado en el claveteo de los andares de las mozas. Sigue con los ojos el tic,toc,tuc, de los tacones sobre el empedrado de las calles. Los replica con los ojos porque desde allí arriba poco oiría, y además, porque ya en aquel tiempo estaba medio sordo. Las serranas pasan por debajo: que si  al caño por el agua fresca y  a por la más fresca  cháchara, que si al mercadillo que se tiende en la trasera de la iglesia, que si a la novena al atardecer y, aunque no lo digan,  a conocer con disimulo a esos forasteros de lo alto. Mi padre las mira, las remira con suficiencia alada, más o menos cómo deben mirarnos las cigüeñas desde los campanarios. Le atrae a su sangre joven el cebo de las mozas, y rebota entre punta y punta,  la recia mirada de mi abuelo Manuel, pero no puede esquivar su vozarrón y el mandado de estar a lo que hay que estar.

Las tardes del domingo sí que hacía caso a su padre, sin que hubiera que vocearlo, y  se ponía a lo que había que ponerse, que era a pedir baile a las mozas. A una, a la que le tenía mejor sacado los andares, era a la que más se lo pedía. Cuando termina el arreglo de la techumbre le la Iglesia, se queda algún tiempo cumpliendo encargos, pues tiene afición de ebanista, y se ha entretenido en ir  tallando en las tabernas la difícil, retorcida y a veces dura madera de la amistad. Y los serranos le dan faena: que si una puerta, que si una ventana…

Pero ha de regresar a su tierra: la del llano horizonte, la mesetaria confidencia interminable, el ancho patio  de  encinas que no se meten con nadie, que no encrespan los vientos.  

Será la primavera, y se sienta al caer la tarde bajo la parra, y en la tierna sombra le silban en los oídos  los pasodobles que bailó, más que siguiendo la beta de la música, imitando como muñeco articulado los gestos de los demás. Sería  él, en esos ratos espigados, el único hombre que rezara para que llegase otro vendaval a destapar iglesias serranas.

Después, la vida; que ésa sí que sopla y destapa bien las ollas de la ilusión.  Tomará uno de los muchos trenes y se irá  a Bilbao, luego a  Francia y finalmente a  Cataluña. Unos cuantos años, los mejores del cuerpo, los de la juventud, por ahí dejados, pero que para eso son, se diría, como lo fueron los de los que le precedieron. Errantes de allá para acá, moviendo sombra bajo el sol,  encontrando en todas partes el mismo caldo escueto de trabajo, añoranza, soledad y frustración.

Aquí el abuelo, el de esta historia, el que viene conmigo, me dice que ya se sabe todo eso, y que sabe también la mala leche que le salió aquella tarde en Babeca.

Se refiere a cuando regresó mí madre al pueblo. Hacía años que se había marchado a servir como era costumbre. Así lo habían hecho también mis tías, sus dos hermanas, por lo  que los nidales del palomar de la casa de mis abuelos se habían quedado vacíos. Pero cada año, en los calores crecidos de agosto, cuando venían del locutorio del teléfono con el recado de que  volvían las hijas, los viejos se alegraban  como los almendros en el invierno.

El año que me interesa, y del que no voy a echar cuentas para traerlo, en aquella tarde de llegada,  subían José María y Margarita a la parada, y la encontraron, como cada tarde de agosto, llena de gente. Allí entretuvieron su espera con las noticias de lo que les llegaba a las casas vecinas, que sería lo mismo o parecido, y ellos, seguro que participaron felices también de lo que les venía.  

Y llegaría el coche de línea, un Barreiros boceras, o acaso un Pegaso más callado o algún otro de los que fatigaban aquellas tortuosas carreteras. Llegó el autocar una tarde más, y nadie se explicaría cómo es que llegaba con tanto bulto y tanta gente como descargaba. Bajaban a tropel los equipajes de la baca, y los viajeros  para allá y para acá, y ellos allí, que todo les impedía ver bajar a las hijas. Pero al fin vieron a mi madre  que aparecía por la vuelta de aquel trasto que echaba humos de fritanga. La vieron, sí, pero apenas la reconocían, pues así vestida, tan de ciudad, que no era ella más que por los gestos del rostro que compartían. Lo primero que les dijo mi madre fue que aquel año las hermanas no venían; que se habían echado novio en Barcelona, y que habían marchado a cumplir en las tierras de sus  hombres.

Ya mi abuelo buscaba a dónde atar aquel jumento arribadizo que le empezó a revolotear el estomago, cuando mi madre siguió: “Y verán ustedes, padres, que les quiero decir…”, y no siguió, pues se le había puesto al lado, más junto de lo que se permite en los bailes, un hombre alto, pero descompuesto como un perchero con demasiados colgajos, un hombre con un bolso bajo un brazo y de cuyas manos colgaban panzudas maletas de cartón.


Con el Cristo del Perdón
tallado del tronco de un peral.

La Alberca, año 1999.



El abuelo me repite que enseguida lo reconoció, que a la primera se le compuso que aquel iba a ser el ebanista que había tallado el Cristo del Peral, hacía ya, cuando lo del temporal y el destrozo de la iglesia. Y que hecho el conocimiento, fue ya un  desboque de caballerías el  de sus entrañas. 

Y que el carpintero aquel, en vez de mirarle cuando le hablaba, ladeaba la cabeza, como mirando al suelo,  como desentendiéndose de su recaudadora mirada, de su incipiente regaño, como una res que desprecia envite.

Y que él no sabía – me dice el abuelo-, ni tenía por qué saberlo,  que  aquel hombre andaba medio sordo, y que sólo rastreando con su cabeza el aire de sus palabras podía  oírle malamente entre  aquel barullo de la parada.

Y que tardó en remansar el pataleo de aquella recua de sentimientos que desde aquella hora  le resonó en el vientre, eso también me lo está diciendo.




 Continúa...


1 comentario:

Vicky Rodríguez dijo...

Una vez màs decirte que me encanta leerte... Sobre todo porque me haces sentir un espectador en primera fila observando tantas cosas que no he conocido y que mis preguntas, que se quedaban en el aire, ahora se ven màs claras. No pude conocer a mis abuelos maternos, gracias por conseguir sentirlos... Y siento envidia sana de que tú sí pudieras disfrutar de ellos.. Pero no se puede tener todo... Tú has tenido cosas que yo no he tenido... Y yo he tenido cosas que a ti te arrebatò la vida... Pero todo sucede por algo, nuestras experiencias son las que dan forma a nuestro ser, aunque sea con dolor.. Pero Dios lo hace por nuestro bien y nos va tallando como hizo tu padre con el Cristo.. Tienes que sentirte orgulloso.. Era un artista. Sé que detrâs de estos relatos se esconde un alma dolida y que el papel y la tinta se convierten en las lagrimas que te sirven de desahogo... Las cosas no suceden porque sí, todo tiene un motivo, una razòn, por muy doloroso que sea. Yo nací en medio de un mar donde no podia ver tierra firme por ningún lado... Todos hemos sufrido mucho y nuestra madre siempre ha hecho todo lo posible para que estuvieramos bien y elegía el camino que pensaba que era mejor para sus hijos... Por eso no hay que juzgarla, no sabemos lo que hubieramos hecho en su lugar, y a mi me parece una gran luchadora. Por eso, escribe, desahogate, pero no permitas màs que el pasado te haga perderte el presente... Quiero que sepas que yo me siento muy orgullosa de ese pequeño Azorín que me hace curar muchas heridas que tenía, y sin saber qué las causaba. Gracias de nuevo por tus palabras, a lo mejor no todos pueden entenderlo... Pero es que los sentimientos son muy difíciles de expresar. Un abrazo grande