viernes, 2 de noviembre de 2012

Penélope en el balcón. FINAL

...viene de la entrada "Penélope en el balcón" CUARTA PARTE


Figura del tradicional bordado serrano.
Yo la llamo: "La pájara que canta"

Del libro "El bordado Popular Serrano"
de Lorenzo Glez. Iglesias.

Centro de Estudios Salmantinos, 1952

Los años despabilaron la inocencia de las niñas, florearon su juventud y les dio la fructuosidad de mujeres.

De la misma madeja se tomaban sus días. Aprendían a coser con las mayores en las solanas y, por las noches, se reunían las tres en el desván de Rosario. 

Eran horas en la luz cómplice de las velas. Hablaban de los tirones de la carne, de los paseos, de los bailes con los mozos, y de todo aquello que la vida les ofrecía entonces como en un baúl abierto. 


Pero temprano las esperaba en el camino la fatal parca para cortar los hilos de lo que apenas había sido compuesto.

Candelario. El Paseo. Ruth M. Anderson. 1925. Hispanic Society of America.
Fueron días confusos los que llegaron. Y llegaron como llegan las tormentas de verano, que aunque se las barrunta, siempre pillan por sorpresa y causan espanto sus destrozos. Sí, fueron horas terribles las que llegaron, las que trajeron los hombres que se bajaban gritando de los camiones. 

Los tambores y las trompetas no sonaban para el baile; sino para el odio, y sus padres, y sus hermanos, y sus hombres, peleaban, huían, o morían en los bosques. A la juventud de las tres les cayó aquel tiempo como las heladas de marzo a las flores de los cerezos.  Y es que en marzo sólo saben  florecer los recios  almendros.

También pasó la guerra, y entonces llegaron años de resentimiento y rabia. Luego, estrepitosas décadas de silencio, y para Rosario una larga añoranza. 
Sagrario acabó su huida  en la Argentina. Dolores, obligada por el más lisonjero exilio de la necesidad, marchó a servir a Madrid, desde donde, al poco de llegar le había mandado una postal coloreada del vacío Palacio Real.

"Y lo que nos quedó entonces por zurcir fue la Paz", musitaba la anciana cuando su hija Juana llamó a la puerta de la sala. Su hija la ayudó como cada mañana a asearse y vestirse. Después, cuando desayunaban, a Juana le extrañaba el silencio de su madre, inusual en ella a esa hora, pero sobre todo, le intrigaba el brillo afilado que parecía refulgir en sus ojos.

Era el día mayor de las Fiestas de La Virgen, y abajo en la plaza, comenzaba a sonar la música del pasacalles. Como si las alegres notas la hubieran sacudido en su mutismo, doña Rosario dijo:

  -Oye hija, ¿Tú crees que Pilar, la que viene al balcón, la de La Puente, les habrá dado mi recado a Dolores y a Sagrario, pues mira que parece ya que tardan...?

Juana buscaba preocupada qué responder,  pero los gritos de los niños, que ya corrían por la casa, la salvó de hacerlo.

Asistieron a misa y al ofertorio a la Señora, y después, la numerosa familia se reunió en la casa para una comida de excepción. La anciana presidía como siempre la mesa, y desde allí miraba a todos, pero de una manera ausente, aunque sonreía cuando lo hacía a las niñas. Al terminar el postre dijo estar cansada y pidió retirarse a su cuarto. 

Una vez en su alcoba se recostó sobre su lecho. Alguna mosca, como pesada violinista, parecía querer amenizar la modorra que la mujer sentía. Pero ella enganchó a su vuelo sus pensamientos y dejó que los llevaran por las sombras.

Abrazo de dos amigas.
Cedida por Mercedes Cano Herrera.
"Todos vuelven, sí, todos...", se decía, y pensaba  en el día en que volvió Dolores, cansada, chiquita, viuda; pero con sus buenos cuartos. 
Pensaba cuando una mañana llamaron a su puerta y era sin más Sagrario, después de tanto, aunque lo había sabido  enseguida, a pesar del deje que traía, que parecía que las palabras le brincaban en la boca como castañas asadas. 
Pensaba en cómo habían vuelto a pasear las tres hasta la era, a sentarte  en el pórtico de la ermita de san Antón y, sobre todo, a coser juntas en el balcón.

Y también pensaba -aunque no quería pensarlo-, en el silencio que, a veces y sin saber por qué, se sentaba entre ellas como el cuarto en la compañía. Sobre todo entre ella y Sagrario por aquello de la guerra. Y en cómo cuando esto sucedía enseguida lo esquivaban; si hacía sol, del sol hablaban, si viento, con el viento daban aire a sus palabras, y si había fallecido alguien, del bueno del difunto , aunque no todos lo fueran en su día. 

Doña Rosario se estaba adormilando cuando se sobresaltó por un ruido que le pareció de portazo, y por la posterior y ruda vuelta del mecanismo de cierre de una puerta. Comprendió que era la del pasillo, la que separaba las habitaciones del resto de la casa. Se incorporó con dificultad y nerviosa salió de la sala a la  compacta oscuridad del corredor. Encendió la luz y avanzó hasta la gruesa puerta de madera, que, efectivamente, estaba candada. Del otro lado le llegaban un rumor de lo que parecía un gran barullo; como de pasos apresurados por las tablas del piso, como de voces foráneas, como de gentes que subían o bajaban sin son las escaleras. Era un gran jaleo sin duda el que se zampaba sin masticar sus livianos golpes sobre la puerta, el que se bebía de un sorbo su minúsculo reclamo de voz. 

Sería la media tarde. Sonaban los clarines en la plaza convertida en un improvisado foso taurino. En la balconada granada de personalidades, un joven alto, rubio, en zapatillas, con pantalón corto y polo, sacaba una fotografía al primer toro del festejo. Era Felipe, Príncipe de Asturias. 

Juana se desvivía buscando por aquel jaleo de casa a su hijo, el guardia civil. Había sido éste quien, por seguridad, había cerrado aquella puerta y aislado el ala de la vivienda. Pero apenas lo hizo, hubo de marchar a extinguir un fuego en un cercano bosque. Cuando pudo regresar con la llave, el clamor de aquel día se había evaporado en la solana. De los venidos nadie quedaba, y corrieron hacia aquella puerta para entrar acelerados en la habitación de la anciana. Ésta estaba en su alcoba, tendida en su cama, cubierta por un gran mantón oscuro. Su nieto lo cogió y al extenderlo entre sus manos se apreció que era una capa.Era una capa demasiado larga,incluso para él, como si quien la hubiera confeccionado hubiese exagerado las hechuras humanas. La mostraba por el forro, y al girarla todos vieron sobre el raso oscuro del capote, un vergel de flora y fauna multicolor que cubría la capa por entero. El pasmo era unánime entre los que allí estaban: sus otros hijos, sus nietas, alguna amiga, una niña con restos en sus ojos de inconsolable llanto por la ausencia de la yaya. Todas las manos querían palpar las figuras bordadas de encendido color: palomas que zureaban flores, águilas bicéfalas con cuerpos de corazón, leones juguetones como cachorros, peces joviales nadando en la espesura vegetal, y un solitario botón de latón con una flor de lis grabada, que hacía de broche de la prenda. 

Juana reparó en el arcón que bajara que, abierto, estaba junto a la cama. Vio que dentro había una hoja escrita de papel. La tomó. Era una cuartilla pautada de mala calidad; papel de cáñamo ajado y quebradizo. Leyó para sí lo escrito con aplicada cursiva de escolar. Después les leyó a los demás:

   -Tome usted, "señol" rey, el botón que perdió cuando vino. Y perdone su "Devina Majestá" porque nos lo quedáramos nosotras tres, y por ponerle a tan preciada insignia, esta capa serrana bordada con todo lo hay en esta tierra "

Todos salieron después, dejando a la abuela dormir, pues no había manera de despertarla; como si quisiera seguir en sus enjundiosos sueños.

Hasta la luz que  se colaba por los postigos entreabiertos parecía querer dormir. La sala volvió a quedar silenciosa. No se oía nada; no se oían ni las moscas. 



PEÑA DE FRANCIA, Cosiendo ante el Balcón de Santiago. Ruth M. Anderson. 1925.
 Fondos de la Hispanic Society of America.

Fin


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