miércoles, 31 de octubre de 2012

Penélope en el balcón. TERCERA PARTE

...viene de  la entrada "Penélope en  el balcón" SEGUNDA PARTE


Paño bordado por Mª  Ángeles Sánchez Blázquez,
mi madre, en 1958.

En la noche, la oscuridad se vertía sobre la Sierra de Fronda como de una inmensa cántara, y el bochorno de agosto hacía creer a los lugareños que estaban dentro de una pegajosa y aromática tinaja de aceite. Doña Rosario, lejos del fragor de los turistas de la Plaza, respiraba el aire que entraba por la ventana de la alcoba que daba al cortinal. De las huertas llegaba la humedad de las albercas y de las plantas como un rumor del que uno se sabe la noticia, y de las tierras de pan llevar  próximas, el olor dulzón de la mies cortada. Y ella acogía estas golosinas que  el verano arroja sobre el mundo desde sus balcones, y las degustaba como en un convite de bautizo.  

Pero la mujer olía en realidad otro aire, perfumado también por el sacrificio del heno y de la hierba: aire de su infancia que corría de nuevo por el pecho de su vejez. Se veía, en su ensoñación, muy inquieta junto a sus dos amigas apoyadas en el barandal de esa misma  casa. La llegada era inminente, como lo anunciaba  el alguacil que apareció corriendo  por  el último tramo de la Calle Mayor  y se paró al  llegar a la fuente de la plaza. Entonces el corrillo de autoridades se desovilló y se  alinió por orden de preferencia; los danzantes  configuraron sobre el empedrado los primeros amagos de su baile de bienvenida; los guardias apagaron sus pitillos y arrugaron aún más el cejo; el tamborilero ensalivó su gaita y comprobó como se andaba de soplo, y el instante se quedó preso para siempre en los ojos de  aquellas niñas con el aspecto sepia de una fotografía.

Le parecía escuchar en su alcoba el percutir de los cascos de las monturas sobre el granito, y lo seguía con igual expectación que aquella remota tarde. Cada vez se oía mas fuerte el expansivo redoble de los cascos de las caballerías, hasta que por el recodo de la calle despuntó la avanzadilla de la comitiva. Entraron como entran al atardecer los que faenaron en los huertos: lentos, porque se han dejado las fuerzas ajustadas para ese día en la tierra y bajo el sol, con el sudor requemado en sus rostros lisos que les daba el aspecto glutinoso de las jaras. Al entrar en la plaza, sólo los caños de la fuente hacían comparsa a la expedición. Los guardias de la escolta miraban recelosos desde sus jumentos los corredores granados de mudo gentío. De repente, su padre, el alcalde, abandonó su fila y corrió hasta el centro de la plaza. "¡Viva el Reyyyyy!" , gritó con su voz de esparto de viejo fumador. Entonces, quien de los llegados avanzaba sobre su montura adelantado, alzó su brazo y saludó sonriente. Sólo así supieron todos que el jinete flaco, el de la camisa blanca y tirantes por toda guarnición de su pechera, era su "Devina Majestá".

Y ya sí cayeron sobre la caravana, como pedriza, infinidad de vítores. Sonaba la gaita,retumbaba el tamboril, paleaban los danzantes, los guardias resoplaron de alívio bajo sus tricornios blancos y se aguantaban las ganas de un pito; y las tres amigas se preguntaban si aquel risueño y pálido hombre que había entrado como los jornaleros al atardecer, no sería acaso un rey encantado. 

Entrada de Alfonso  XIII, junto al Dr. Gregorio Marañón en una localidad Hurdana. Junio de 1922

Archivos de Campúa y Alfonso  / Fundación Gregorio Marañón

En aquella noche de la llegada, el pueblo de Babeca ofreció a la comitiva real una cena en los los locales de la vieja escuela. Al término de la cual, el alcalde acompañó al monarca hasta su propia casa en la Plaza, lugar donde el rey pernoctaría. Rosarito durmió aquella noche en casa de su tía. Allí esperó la llegada de su padre para que le contara, pero no pudo por mucho tiempo sujetar el sueño.

Luego, la inmemorial noche empezó a bordar su bestiario de estrellas sobre el lienzo oscuro.  Y aquella vez, vagaron hasta el alba  por las retorcidas calles serranas dos sueños buscándose: los de una niña que soñaba con ser princesa, y los de un rey  que gustoso daría su reino por volver a tener los blancos sueños de los infantes.

Pero en la velada de su presente, doña Rosario sentía que se le desbocaba la vigília. Antes de resbalar por el ancho pozo de los sueños musitó: 

    - Y al cabo todos vuelven, sí; todos tarde o temprano regresan.


El rey Alfonso XIII recibe un ramito de flores en Las Mestas.
Junio 1922
Archivos de Campúa y Alfonso  / Fundación Gregorio Marañón


Nota del autor: 

Este relato está basado en el viaje a las Hurdes de junio de 1922 del rey Alfonso XIII y su comitiva y ,sobre todo, en su última etapa, cuando al mediodía llegaron a La Alberca para estar apenas unas horas.
Bien se conoce la historia.
Pero lo que cuento sucede en Babeca, en la Sierra de Fronda, y allí las cosas son caprichosas y tienden a suceder de otras maneras que en la realidad...

Continuará...

martes, 30 de octubre de 2012

Penélope en el balcón. SEGUNDA PARTE

... Viene de la entrada  "Pénelope en el balcón" PRIMERA PARTE


El alcalde albercano.
 Ilustración del libro "Carmencita de viaje"
de Antonio J. Onieva. 

Edición de "Hijos de Santiago Rodríguez"
Burgos, 1958.
Con el arcón bajado del sobrado ya en su habitación, aún le costó a doña Rosario unos días recordar dónde había dejado la llave para abrirlo. Cuando  la encontró en su modesto joyero, lo abrió y de su interior huyó el olor a naftalina como ánima redimida. 

Sentada en el borde de su cama y a través de escasa claridad que tamizada por los visillos entraba por las ventanas, la anciana barruntó su figura sobre el tapiz de penumbra de la luna del armario. Se abismó en su reflejo, absorta en otro tiempo; en recuerdos de una vida que no sin esfuerzo e indulgencia de datos, comenzó a escenificar sobre el azogue del espejo...

Se le impuso la evocación de una mañana estival. Se ubicó en un día de junio del año mil novecientos y ...No lograba aquí precisar, con disgusto, el año exasto que se le atascaba. Lo achacó al desuso de la memoria, pues sabía que llega un momento en que  a esas cosas, del no removerlas, se le van formando grandes cuajarones. 

Pero aquello hubo de ser -se decía- cuando el siglo aún moceaba, puesto que ella era aún una cría. Su padre, don Gregorio, era por entonces el alcalde del pueblo, y fue el encargado de comunicar la noticia a la población. Sería al finalizar la misa mayor del domingo, o  desde el balcón del Concejo, o antes de empezar en el salón el baile de la tarde; pero fuera como fuese todos supieron que en pocos días llegaría a su municipio, Babeca, el Rey, en su última etapa de un viaje que estaba realizando por las tierras del sur. 

Ella, Rosarito entonces, y sus dos mejores amigas, también supieron la nueva y  durante  toda la tarde le dieron vueltas y vueltas a su extrañeza; pues cómo podía ser que los reyes salieran de las hojas de los cuentos y anduvieran tan campantes por aquellos parajes. Pero de tanto que se lo aseguraron,  las tres niñas lo creyeron, y  entonces empezaron a imaginar el tamaño de su carroza, del número de los corceles que la arrastrarían tan elegantemente, si serían éstos alazanes, bayos, o negros tal vez, y convinieron que habrían de ser blancos; de si vendría la reina guapa, y las princesas, y hasta pudiera ser que un principito de cara pálida llegara  también. 

La cara de la anciana esbozó una sonrisa difusa en el espejo, al recordar la  fantasía palaciega con que entretuvieron los chiquillos las vísperas de aquella llegada. Recordaba, con rara nitidez, los minutos anteriores a que el Rey arribara aquella tarde. Veía las balconadas de la Calle Mayor y de la plaza de Babeca repletas, como frondosas parras repletas de su fruto. Un grupo de autoridades formaba un corrillo debajo del  Concejo. En el centro de la  Plaza Mayor, los danzantes sujetaban sus palos e intentaban silenciar las castañuelas en sus manos. Los guardias fumaban su picadura con el cejo arrugado, unos a pie, otros sobre el caballo, y ellas miraban desde el balcón hacia el recodo de la calle, por dónde ya no tardaría en aparecer con su alegre orquestilla de cascabeles, las graciles carrozas tiradas por albos corceles.


21 de junio de 1922, se espera al Rey Alfonso XIII en Casar  de Palomero.
Foto: Viaje  a las Hurdes. Archivo de Campúa y Alfonso.


Cuando pasada una horas doña Rosario despertó recostada sobre su lecho, cayo en la cuenta de que salía de un sueño denso y untuoso como el betún de Judea. En su atolondramiento, le parecíó ver  correr  sobre  la penumbra de la estancia al que fuese alguacil agitando nervioso sus brazos. Se refrescó la cara en la palangana, y en el agua se ahogaron las  ensoñaciones agazapadas en sus ojos. Salió, y se dirigió lenta hacia el balcón. Eran las medianías del verano y unas cuantas mujeres realizaban sus labores en la mansa sombra de la larga balconada.  Hacía tiempo que la anciana no bordaba, ni hacía bolillos, pero le gustaba pasar la tarde en el balcón escuchando a las mujeres, o intentando, a duras penas, deshilar los párrafos de algún libro. Todas le pedían consejo, y le mostraban los avances de sus agujas sobre los lienzos, y ella, olvidando antiguas severidades, sonreía benéficamente. 

Los minutos se convertían en las manos de aquellas bordadoras en puntadas, y la liquidez de las horas se cuajaba sobre los paños de lino. De tanto en tanto alguna comentaba algún sucedido, pero la mayor parte del tiempo cada una permanecía callada; en concentrado diálogo con las hebras, con los colores, con los dibujos que iban cobrando vida en los trapos. 

Doña Rosario apenas habló aquella tarde, pero cuando las mujeres ya recogían sus cestillas para marcharse, dijo a una de ellas: 

  -  Oye, Pílar: tú que vives por La Puente: ¿Podrías dar Aviso a Dolores y ,si no    te es molestia, también a Sagrario, que vengan las dos por casa, que he de hablarlas...?". 

Pilar quedó unos segundos muda, luego buscó los ojos del resto de las bordadoras buscando una mirada salvadora. 

  -  Pero madre, acuérdese...- Comenzó a decir la hija  como saliendo al quite, mas no prosiguió, como si admitiese resignada la idea que le rondaba desde hacía algún tiempo. 

¿Cómo entender si no que viniera ahora a llamar a sus mejores amigas, si sabía que habían fallecido hacía tan poco, con apenas dos días de diferencia, como si sus almas hubieran sido convocadas por la misma campana? 

Además: ella misma las había amortajado, ella había estado en cada segundo de su velatorio, de sus funerales, y la mujer las había llorado con tanta viveza  y con tanto llanto, que a todos les habían parecido sus ojillos fuentes montanas.

Y fue en aquella tarde cuando  la hija dio por sentado que a su madre se le descosía, cada noche un poquito, la memoria. 


 Albercanas:Francisca, Victoria y Carmen Becerro
Foto: de María Serrano Becerro

Continúa...

lunes, 29 de octubre de 2012

Penélope en el balcón. PRIMERA PARTE



El día 29 de noviembre de 2001, un jurado integrado por
 Eugenio Martín Zarza, Pilar de la Puente Samaniego, Antonio Sánchez Zamarreño,
 Juan Francisco Blanco, José Antonio Bonilla y Santiago Juanes, otorgó, 
entre las 450 relatos presentados,
 el VI Premio Fundación La Gaceta Regional de Salamanca, 
en su modalidad de relato salmantino, 
a la obra 
 "Penélope en el balcón" 
del autor  
Ángel de Arriba Sánchez



La señora Ángela, albercana, a sus 90 años.
Foto cedida por Mercedes Cano Herrera.
Desde que doña Rosario conoció la noticia, comenzó a manifestar actitudes que hicieron que en la casa se temiese seriamente por su salud mental. 


Era una de las más ancianas del lugar, y ésto ya es decir bastante, en una comarca en la cual la vida no acostumbra a achicárseles a las mujeres hasta pasados los noventa. 

El rumor surgió en el transcurso de una comida familiar de domingo. Uno de sus nietos, a la sazón guardia civil, sacó un tanto de soslayo la cuestión. Comentó, sin dar tregua a su asado, que para las fiestas de la Virgen de agosto se recibiría en el pueblo la visita de una muy importante personalidad que, por razones de seguridad, no podía aún revelar. Sin embargo, bien sabía él que su secreto poco podía mantenerse en el mantel de aquella familia.  

La anciana parecía seguir ávidamente con sus ojillos la disputa entre las mujeres y el guardia, por el que resultaría el bocado más sabroso del almuerzo. Pero como todos sabían, la mujer apenas nada estaba entendiendo, ya que desde hacía años no oía sino murmullos. Por eso hubo de ser la más pequeña de la reunión, su biznieta, cuando la abuela preguntó por el alboroto formado a raíz de que su nieto soltara su prenda, quien le gritase en su oído: "Yaya, !Qué viene el rey, reey, reeey...¡". Y entonces sí, entonces, por su expresión, nadie dudó que la mujer había entendido. Todos esperaban que la noticia la alegrará, como ellos mismos  la celebraban, pero no que le produjese los temblores y sofocos que de manera fulminante sacudieron su frágil y pequeño cuerpo.

En los días que siguieron, la anciana se mostró muy inquieta. No paraba de recorrer cada una de las estancias de la casa; abría y revolvía los los cajones de las cómodas,  dejaba los de los  vetustos armarios como corral que ha visitado la zorra, y azuzaba el interior de los amodorrados baúles de los rincones. Su hija se desvivía para que permaneciera en la camilla leyendo, como era su costumbre, pero no consiguió- por mucho que insistió- que la anciana le dijera qué era aquello que buscaba con tan desquiciado afán.

Y al fin, una mañana después del desayuno, doña Rosario lo recordó. Entonces pidió la llave de la puerta que franqueaba la subida al desván. Amparó su petición añadiendo que debía orear algunas labores de costura que allí se guardaban en grandes arcones de roble. "Pero, madre, si acaban de ser subidas después del día del Corpus, y aún queda para ponerlas en la balconada de nuevo el día de la Virgen...Además: acuérdese del susto que nos dio la última vez que subió al caerse por esas escaleras ..." , objetó la hija.

Niña albercana.
Foto cedida por Lola López Gil.
Mantuvo su empeño por desanimarla  esperando que se le olvidará la petición, pero la madre permaneció en todo momento insobornable. Viendo que se le negaban sus deseos, doña Rosario se encerró en su alcoba una tarde, de donde dijo no volver a salir hasta que no se la llevase al "sobrao". Y así lo hizo, y ni la súplica de sus familiares, ni de sus amigas, ni las de las vecinas que cada tarde llegaban para coser juntas en el balcón, le ablandaron la decisión.

Tal vez porque sabían que la tozudez es el arma  más afilada que esgrime la vejez- y más en el caso de la abuela- claudicaron en la casa y consintieron en subirla para que viera, al parecer, sus paños. 

Subir aquellas estrechas y empinadas escaleras de castaño fue arduo. Doña Rosario no aflojó su intención a pesar de la torpeza de sus pies, y de los últimos desánimos de su hija. "¡Anda, anda, calla...! ¿No habré de subir yo, que he subido estos escalones a brincos...?", repetía desafiante la anciana. 

Cuando llegaron, la encaminó a un ángulo luminoso donde había dos grandes arcones, sobrios prismas de madera y herrajes, donde se guardaban, por falta de espacio en las alcobas, las piezas más grandes que durante generaciones habían bordado las mujeres de la familia. Pero no era aquello lo que tan tercamente había estado demandando la madre. Doña Rosario tiraba del brazo de su hija hacia el lado opuesto del desván, y allí, próxima a  la vieja panera de adobe, la anciana señaló con su dedo hacia la tarima de la buharda. La hija se agachó, limpió el suelo y descubrió un agujero en las tablas. Su madre le indicó que tirara de él. Cuando lo hizo, levantó una trampilla y encontró, en una especie de nicho que veía sorprendida por primera vez, un solitario cofre, más bien mediano que pequeño. Lo tomó por sus asas y no sin fatiga, pues pesaba un tanto, se dispuso a sacarlo. Mientras,  su madre le decía que aquello había sido el cobijo donde algunos hombres habían salvado -encogidos como conejos- su vida, en aquellos tiempos  tan bárbaros de sus años mozos. 


Ilustración propia para la publicación de este relato
en las ediciones del Taller de Teatro del Ayuntamiento de Segovia ,
año 2001
                               
Continúa el relato, en cuatro partes, en este blog...














domingo, 28 de octubre de 2012

Palabras, sólo palabras con don Camilo

Caricatura de Camilo José Cela,
 de MIguel Herranz


Ayer me acerqué hasta la Plaza Mayor y visité la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión que estos días, y hasta el 4 de noviembre, ocupará el ágora salmantino

Llovía, y aunque la lectura y la lluvia son buenos amigos, para los asuntos del comercio, es mala cosa: "Calle mojadas: cajón seco", se dice con resignación en el gremio; y así era que la plaza estaba vacía. 

Muchas Ferias del Libro tengo hechas, tanto del libro nuevo, que decíamos para la de mayo y el Día del Libro en abril, y de viejo, la de estos días del otoño medianero. 

Ayer entretuve el rato en las casetas, hablando con libreros amigos y conocidos de la atracción que se tienen el agua y las letras. Después de años de observar y vivir el puntual fenómeno, llegué a la conclusión de que no hay nada mejor para que llueva que montar una Feria del Libro. Lejos estamos de aquellas sequías pertinaces de los años sesenta, pero en el caso de haber estado allí, y estando saber lo que ahora sé, hubiera aconsejado que en vez de santos y vírgenes paseados por calles y campos, montaran  unas casetas, las llenaran de libros, y a esperar, no mucho, pues el cielo no habría de tardar en vaciar sus cántaras.

Pienso ahora que a lo mejor no llovía en aquellos años por -aunque mantuvieran lo contrario- ya para entonces andaba la fe muy menguada, pues en todas las fotografías de aquellas profesiones rogatorias, no he visto a nadie con paraguas. Por ello sería que hicieron tantos pantanos. 



Cartel Feria del Libro de Bogotá,2009.
Dicho esto, a modo de introducción, diré que me gusta rebuscar y comprar libros usados, como sí tuvieran el valor añadido de  un trocito de vida de sus lectores entre sus ahumadas hojas: sus dedicatorias, fechas, notas, subrayados, algún billete de tren, una entrada de cine, algún pétalo de rosa...

Ayer compré, entre otros, un librito de cuentos de Camilo José Cela del año 1974. Es un conjunto de relatos que podrían llamar del tipo castizo,esto es: de comidillas de gentes de Casino en alguna adormilada ciudad de provincia. Pero, eso sí, narrado con la sobrada maestría del Nobel gallego. 


Lo compré sobre todo  por su título: "Cuentos para leer después del baño",  y es que me entró la risa; pues hace apenas dos  días comenté en una entrada de este blog, hablando de chascarrillos del oficio de librero, que un joven me había pedido para su padre un libro para leer en el "water".

Y como los  libros viejos nos traen trocitos de vida de sus lectores, a menudo, al tirar de una anécdota, salen otras enganchadas como si fuesen cerezas. 



Así me acuerdo ahora de aquella vez en que conocí a don Camilo. Sería en el año 1990, o acaso era ya el 91. No hacía mucho que yo trabajaba de camarero en el Parador Nacional de Benavente. Entré aquella tarde por la puerta de la cocina, serían las siete y me dirigí como siempre al comedor de los empleados para cenar. Me gustaba esa hora, pues nos sentábamos en una gran mesa todos los que estábamos de turno y comíamos y hablábamos en franca camaradería. Pero esa tarde no me dejaron sentarme, pues llegó el jefe de Recepción y me indicó que buscara un paquete de galletas, de las sencillas, de la redondas de toda la vida, insistió. Así que me acerqué al pueblo y en una tiendecita compré una caja, pues en la Alta Gastronomía del Parador no tenían morada las humildes marías. Al llegar me puse rápido el uniforme, calenté un tazón de leche sola, preparé la bandeja de servicio, y la  llevé a la suite del cliente VIP que las había demandado. Llegué e hice el toc,toc,toc en la adusta puerta de la habitación buscando la mejor cadencia de la madera, con el cuerpo muy estirado, la cabeza alta y procurando con los nudillos un ritmo sincopado: que se notara que era de escuela de hostelería. Esperé a oir el "¡Pase...!" cavernoso del otro lado, o el soterrado "¡Adelante...!", pero nada se oía. Lo intenté de nuevo, y otra vez más, acentuando mis golpes, pero sin perder el estilo. Mucho me estaba extrañando  que la perfecta ejecución de mi reclamo no tuviera contestación, cuando, sin haber filtrado palabra alguna, la puerta de la suite se abrió. Salió de ella una niebla huidiza, un vaho oloroso y tibio. En medio del vapor que salía de la inmediata puerta del cuarto de aseo, había una mujer. Era menuda, eso lo pude ver, de pelo largo y bien castaño, los ojos indeterminados de una mirada fugaz, la piel rojiza, casi escaldada por el agua. Tenía los cabellos empapados,estaba descalza y tan sólo una toalla blanca cubría su delgado cuerpo.
Yo no sé como recuerdo tantos detalles de aquel recibimiento, pues no duró  más que unos segundos. La mujer nada me dijo entonces ,  ya que apenas me abrió,  dio un etéreo giro y regresó a la niebla de donde había salido.  Va ha ser que cada vez que lo rememoro, el asunto se me va alargando.

Crucé el recibidor con la bandeja bien alta y me adentré en la cámara principal de la suite. Sobre la gran cama, sentado en uno de sus bordes, había un hombre, a toda vista anciano, con la cabeza gacha, las piernas abiertas, los brazos caídos y a toda vista también, cansado. "¡Coño, don Camilo!", exclamé al reconocerlo. No sé si me miró siquiera, si le pareció bien, o si acaso sonrió,  pues yo me dirigía  a posar la bandeja en la mesa de un rincón, y de paso a ver si allí me podía resguardar de mi desenfado. Desde allí miré al famoso escritor y éste seguía tan abatido como al entrar. Esperé unos segundos y pregunté si se le ofrecía alguna cosa más. Nada dijo. Me dispuse a marchar, y cuando pasaba por delante de él, levantó el brazo y con su mano me indicó que me acercara. Cuando lo hice, me dio una moneda de doscientas pesetas,  que como propina por tan nimio servicio, no estaba nada mal. "¡Muchas gracias, don Camilo!", dije muy tieso, con voz sonora, muy sentido: que se apreciara que tenía estudios de esas cosas.

Bar de la Torre, Parador de Benavente.
Dibujo propio,1991.

Supe por Izaskun  que los huéspedes de la suite marcharían a la mañana siguiente. Así que me propuse estar en la Recepción a primera hora, aunque mi turno no empezaba hasta la tarde, con todos los libros que de Cela tuviera para que me los firmara,  fotografiarme con él y si era posible, tener unas palabras con él: que me gustaba mucho, que yo escribía versos, y esas cosas. 

Bien sabía que eso no se le  puede hacer a un huésped, y menos VIP, y menos si se es de escuela de hostelería. Pero como la ocasión me parecía irrepetible y sabía que la directora estaba en Madrid, pues que me daba igual.

Pero a la mañana siguiente me fue imposible despegarme de los brazos de la nueva recepcionista de Donosti, y allí me quedé, sujeto por el engrudo de sus besos hasta el mediodía, con la tristeza de la ocasión fallida,  y con la resignada entrega que tendrán las moscas  presas en la telaraña, esperando la visita voraz de su anfitriona.

Mi turno empezaba aquel día a las cuatro de la tarde. Los clientes apuraban el almuerzo cuando pasé por el comedor camino del bar. Reparé que en una solitaria mesa, mirando por los ventanales hacia la ribera del río como en un estudiada pose, estaba la mujer de niebla de la suite. 

Supe que don Camilo estaba indispuesto, que no había salido de la habitación y que ambos huéspedes se quedarían un día más. Aquella tarde me tocaba estar de barman, en el bar de la Torre, por ocupar todo el amplio hueco de la llamada Torre del Caracol,  vestigio de la antigua fortaleza del siglo XII, en torno a la cual se había instalado el moderno hospedaje. 

Pensaba en cómo conseguir mis libros para que me los firmara, y si era conveniente, cuando la vi entrar en el bar. La serví en una de aquellas pequeñas mesas, con sus incómodas sillas, que por parecer de época, tanto gustaban a los decoradores de la Red. No sé si empecé yo o preguntó ella, pero nos arrancamos a hablar y nuestra charla duró. Aún me pregunto a quien debo la suerte de que en aquellas horas no entrará nadie en el bar, y de que de las habitaciones no me llegaran encargos. 

A don Camilo no lo volví a ver, pues aquella noche no fui yo quien subiera las galletas, y a la mujer de niebla y solícita palabra, tampoco.

Así que esta historia puede saber a poco.

Se han dado muchos consejos para eso de contar historias, y lo primero que dan en los talleres de escritura es alguno de los decálogos de consejos para cuentistas de algún afamado autor. No sé para qué diez, pues a mi con uno solo me bastaría para arreglar esto. 

No es un prontuario, pero  Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1923), que es sin duda uno de los mejores cuentistas españoles, tiene un pequeño relato,-que yo aquí acortaré más- que tomaré por consejo. Se titula su relato "Sesenta y cuatro caballos" y  hablando de un davidoso ancestro suyo, Pereira dice:

" Lo escribió Pedro de Bracelos: Que teniendo el don Gonzalo (Pereira) treinta y dos caballos, en un sólo día los regaló todos a distintas personas. La cosa huele a invención y adorno.
Pero sigue la crónica con que en ese mismo día los volvió a comprar don Gonzalo, aquellos treinta y dos caballos, para así poder regalarlos a otras tantas personas de su estima, y entonces el caso se hace creíble, porque a los escuchadores de historias nos resulta más fácil aceptar lo enorme que lo mediano."

Ya se sabe que no tuve mis palabras con don Camilo, y nada he dicho de quién era aquella mujer, ni he contado lo que viví en aquella tarde.  Así que esta historia trae poco de enorme. Será porque no pasó nada en aquella torre, o tal vez sí, y todo va a ser que me lo estoy callando.




jueves, 25 de octubre de 2012

Señas, cicatrices de identidad (Breviario de estilo)

Reedición del 9 de enero de 2014


                                                  Di tus cosas más íntimas, dilas, es lo único que importa.
                                                              No te avergüences, las públicas están en el periódico.
 Elías Canetti


Lo más hondo es lo más universal.
Antonio Machado



Lo mejor de los caminos son a menudo la paradas que se hacen. 


Sentado en la Peña de Francia. Al fondo la Sierra de Béjar, y en medio La Alberca,Salamanca,
el lugar donde nací.

He pensado con frecuencia que mi afición al ciclo turismo, a las caminatas y a los viajes de todo tipo, se deben a la adicción a esos momentos inaugurales de llegar a un lugar, de conocer nuevas gentes, desconocidas u olvidadas costumbres, de sentarte sobre una piedra y sentir todo lo que ves como una extensa heredad. También por la afición a golosear paisajes, de buscarle a la vida otras maneras de desvelarse cuando no la estoy entreteniendo, y de conocer en mí mismo, cuando salgo de lo cotidiano, otras posibilidades de ser. 

Lo mismo me ocurre con el gusto por la lectura, que es ese extenso territorio de  senderos que se bifurcan (emulando al gran viajero sedentario Jorge Luis Borges), que me lleva en zig-zag a otras realidades, a tratar con gentes de todo pelaje, a surcar mares desde la embarcación de mi sillón orejero, a beber a grandes tragos aires de historias, a cambiar mi dieta convencional  y a comer sin parar las negras hormigas de las letras.

Y de igual manera acontece con el resto de las artes, pues una música es para mí un viaje en globo, y una pintura un alto risco desde el que se tira en ala delta la mirada. Y de similar modo con la afición  a la escritura, pues acaso el afán de ir colocando letra a letra, palabra tras palabra, párrafo seguido de más párrafos, no sea más que la secreta intención de hacer un mapa de  ruta, una cañada que me lleve a lugares de trashumancia donde encontrar hierba abundante, resguardo de los hostigos de mis inviernos,y frescura para lo angosto de de los días. A veces también resulta un trabajo de empedrador, tozudo, fatigoso, es verdad; como el del artesano que construye de rodillas un camino de baldosas amarillas para llegar a su reino del  Mago de Oz.

O quizás, lo que pretendamos los escribidores y demás artesanos de las artes varias, no sea más que la velada e inconfesable pretensión de hacer con nuestros obras una escala, de sujetar una cuerda en la varanda de tu atención, para entrar por la ventana en la  casa de tus pensamientos, amiga y amigo lectores.

Así que avisados quedáis al entrar en este blog.

Y es que  todos, de alguna manera, buscamos las grietas al muro de la rutina por donde huir a  la libertad de nuevas posibilidades del sentir y del pensar.

Por ello me encanta entrar los domingos de buena hora en pueblos desconocidos con mi bicicleta, procurando, como se decía, no espantar la era, esto es: sin armar jaleos ni  ruidos. Entro liviano como el humo fugaz  que expiran las chimeneas, picoteando el convite de los aromas de guisos de las casas, el olor del pan recién parido en  las tahonas, oyendo la convocatoria de las campanas a la misa de guardar... En fin: dando vueltas y vueltas a todo con el trillo lento de mis sensaciones en busca del grano limpio de las cosas. 

Pero casi nunca lo consigo del todo, pues siempre hay  perros  mal encarados que me delatan, que descolocan la parva de mis emociones. Me ha ocurrido tantas veces, que he llegado a pensar que tal vez ese perro sea siempre el mismo, que me tiene ojeriza, quién sabrá por qué, o acaso de mi otra vida (más perruna que esta), y me  tiene calado y me sigue a todas partes para morderme las primeras y mejores emociones.

Es estupendo charlar luego en las tabernas con la gente de sus grandes cosas de pueblo que ellos consideran nimias, y oír sus historias, y alguna leyenda que aconteció sin duda por allá, pero que nunca acaba de levantar el vuelo de la gloria literaria. Y a veces  palpo la devoción  de las ancianas por sus vírgenes y sus santos que,  por supuesto, juegan el la primera división de la milagrería, y los tienen muy bien mirados en los ministerios de los que, desde el  Más Allá, obran en los asuntos de este mundo.

Pero a mí lo que me concilia es su más acá, y me resulta  una gracia  el estar ahí, tomándonos un chato de vino redencional, y me gusta que estén tan ciertos en su sencillez, y que sin saberlo ni pretenderlo, con sus vidas,  tengan algo tan nutricio, y que entregan al forastero como quien ofrece una bandeja de pastas. 

Y todo lo que veo en mis viajes pequeños, y todo lo que siento, lo degusto como si fuera sacramental. Y es que para mí esos ínfimos momentos -a ver cómo lo digo sin resultar cursi ni trascendido- tienen hálito, y una adecuada ración de ellos en un fin de semana, me dan fuerza para el resto de la semana.

También me ocurre algo similar cuando termino de leer un buen libro, o de ver una película que me ha dado parada y fonda por unas horas, o cuando salgo de una buena Exposición, o del teatro, o cada vez que escucho a Mozart o a Beethoven o a... O cuando voy por la calle  y como un riachuelo me llega un poco de música callejera, o cuando una noche se ilumina con una buena conversación entre amigos, o termina un silencioso paseo por el bosque con la amada, u otros momentos, los cuáles ahora es mejor guardar en el blanco de la sábana... ¡Ejénm, ejénm!, perdón, quiero decir de la  página...

Lo mejor de cada día -todos lo sabemos- a veces resultan ser los instantes de parada, cuando nos sentamos sobre los minutos, como en un un  poyo de pueblo, a la fresca, y recobramos el resuello que siempre se cobra la jornada. 

Eso son también las efemérides, no tanto las oficiales del calendario, como las que cada cual se sabe y guarda en la  nacarada cajita de su memoria. Son mojones de señal, lindes de territorios de lo significativo, balizas para frenar al olvido.

Hoy, 25 de octubre, saco de mi cajita que es san Crispín y san Crispiniano. Éstos fueron dos hermanos que  decapitó el emperador Maximiano en el siglo tercero por repartir por aquellos mundos la miga de su fe. Ambos son en el santoral los patrones de los peleteros y, sobre todo, de los zapateros por haberse dedicado a aquellos menesteres. Y aunque mi bisabuelo fue zapatero, en Tamames, y se se trasladó a La Alberca, donde  mi abuelo  continuó  el oficio a tiempo parcial, no quiero llevar hoy  por la  vereda familiar este texto, sino por el de las inspiradas palabras que Shakespeare pone en boca  de un rey, que después de todo no era más que un hombre con sus apuros excelsos.

Es en su obra "Enrique V", cuando ante la inminencia de una desproporcionada batalla y la lógica flojera de sus hombres, al  rey inglés no le queda otra que sacudir verbalmente a sus huestes. Y no era para menos, pues nueve mil ingleses tenían aquel día la infausta tarea de enfrentarse a veinte mil  franceses (según algunas fuentes, según otras: tres veces más de galos). La arenga es célebre y pasa por ser, si no la mejor, sí al menos de las más motivadoras de la literatura. 


Desde que la leyera, siempre, tal día como hoy, vuelvo mi vista hacia aquella  batalla de Agincourt del día de san Críspín de 1415, en el que un puñado de hombres, acaso ebrios de palabras de fuego, vencieron de manera épica una de las innumerables batallas que a los hombres les ha dado por armar, en esta interminable sucesión de batallas que es el tiempo.

Y siguiendo el consejo de Shakespeare, en este día hago recuento de las heridas que me han producido las batallas que me ha tocado librar en el año en curso, y en los demás.





     

Arenga. Película "Enrique V"  dirigida e interpretada 
por Kenneth Branagh, año 1989


Hace tiempo que aprendí que como a Ulyses en su regreso al palacio de Ítaca, después de tan larga odisea, a las personas sólo las conocen en lo más profundo los que saben de sus pesares, de sus dolores, de las heridas que les ha dejado la vida y que ellos disimulan con los disfraces de los días, aunque, como en la Odisea, nunca logran engañar a su propio perro, porque estos nos huelen hasta el alma.
                                                                      
Por ello, cada vez que coincidamos en este cruce de nuestros caminos, te contaré -si es que quieres sentarte un rato conmigo- que cada día es una lucha desproporcionada, y que, como tú, salgo a batallar contra mis propias limitaciones, para eliminar mis errores de buena voluntad, y las recurrentes estupideces que cometo, que resisto las fuerzas brutas del mercado, las miopes de la política, las despiadadas de  los mangantes - y no magnates- de Wall Strell,  u otras bolsas de meter lo robado para llevarlo a Suiza. 

Que no estoy con los que olvidan que la aguja que une y suma es tan noble y necesaria como la tijera que recorta y separa, y que sin el adecuado uso de las dos herramientas, vamos a andar mucho tiempo desvestidos.


Contra la enfermedad, como todo el mundo, contra la incultura que desertiza, contra el derroche de los recursos, sobre todo de los humanos, contra la muerte mal asumida, aunque no quisiera que se muriera nada ni nadie, pues así tendríamos tiempo de aprender. También contra las caries que produce el desamor, contra el olvido que es una desforestación, contra la soledad no deseada, contra la mala arquitectura de los sueños... 

Y también te contaré,tal vez, que entro a veces como tú en la casa por las noches, apabullado por tantas cosas que me superan, por una impotencia tan grande, como cuando en el colegio te rompía la nariz un abusón. 

Así que de nuevo te aviso, que esto es lo que encontrarás de mi, si quieres pararte un rato por el descansadero de estas páginas.

Y si lo haces, quien sabe; a lo mejor también pueda yo conocer algunas  de las que te hacen tan singular.

Si te paras a menudo, me irás conociendo, sabrás de mi y de mi sombra, y con el tiempo irás descubriendo algunas de mis  heridas, las que me hacen también particular, las que no muestro , pero que tampoco sé esconder. 

Pero no me importa, pues he aprendido que  en toda persona, constituyen sus más remarcadas señas, sus cicatrices y sus más sólidos rasgos identidad.

Hoy, tiempo después de haber escrito esta entrada, vuelvo a pasar por aquí, pues uno nunca acaba de ser peregrino por sus propios caminos. Hoy, como tú, también me siento un rato en estas letras en busca de solaz.

Aquí dejo puesta una silla para ti. 
Siéntate un rato, ya que has venido, dejemos que charlen nuestros silencios, y vuelen un rato los pensamientos.

ILustración de Quinnt Buchholz.





miércoles, 24 de octubre de 2012

Apuntes de lectura

Obra de Pawła Kuczyńskiego.

...fortalecido  por una sensación halagüeña de levedad, por una flojera
tan galante que otra vez la vida y el mundo le parecían muy poca cosa:
una serenata con sordina, un poco de pan untado en algo, unos títeres,
 un agua suelta entre unos juncos.

"El mágico aprendiz"
LUIS LANDERO


¿Os acordáis de la excitación de la noche antes de que llegara algo extraordinario...? Podría ser la noche de Reyes, o la víspera de la Primera Comunión, o el inicio de las vacaciones y la partida hacia el pueblo, o que al día siguiente llegaría tu novia en un tren soñoliento, o la incertidumbre de los resultados de aquellas oposiciones o, vaya usted saber, cualquiera de las múltiples esperas que nos han cimbreado la emoción... 

No quiero ser exagerado, pero algo de aquella sensación -como ascuas de un extinto fuego- siento cada vez que me preparo para un viaje especial: el que me adentrará por el territorio de un libro. Tampoco pretendo ser tremendo al decir que dado el esfuerzo, la dedicación y, sobre todo, la osadía que hay que invertir en leerse un tocho de 340 páginas, leer podría ser considerado como uno de los deportes de riesgo.

Y es que a mí el anodino ejercicio de ir siguiendo las filas de hormigas de los párrafos, me sube la adrenalina. ¡Qué cosas!, pensarán los que se arrojan por barrancos y puentes.  

El libro que quiero empezar es: "Absolución" , el nuevo de Luis Landero

Al regreso de nuestros viajes, siempre relatamos a nuestros amigos de todo aquello que nos ha gustado, y yo, que he vuelto de sus siete anteriores obras, diré que es uno de mis escritores más queridos. 

En los quince años en que trabajé de librero, cuando me pedían consejo, siempre terminaba diciendo que acaso había dos tipos de libros: en los que pasan muchas cosas maravilladas y nos da lo mismo como nos las cuenten, y en los que no pasa nada pero nos quedamos maravillados por  lo bien que las relatan. Las obras de Landero entran en la segunda de mi casera clasificación. 

Me gustaba mucho ser librero, y algún día espero contar chascarrillos del oficio. Lo que más me gustaba era cuando recomendaba un libro y la / el cliente  volvía agradecido o agradecida, aunque había veces también que volvían de un humor de perros. "Pero joven, ¿Qué me ha dado usted, buen hombre...?" , espetó en medio de la librería segoviana y de mi jefe una señora muy señoreada arrojándome la prueba del delito. Siempre lo hacía con gusto y dedicación, pero a veces perdía el tino, sobre todo en navidades, cuando por el atropello de trabajo nos veíamos  obligados a recomendar de oficio: que si para el suegro, que si la para la cuñada, que si para, para, para... Así que aconsejé aquella vez un libro del que sólo tenía buenas referencias, y en el que había  textos tan, como decía la señora, encendidos, que yo mismo me acaloré al leerlos, y además no era más que una pirotecnia mercantil. En otra ocasión, y ya no sigo, un joven me pidió un libro para regalar por el Día del Padre, pero, me advirtió, su progenitor sólo leía, y al parecer durante horas, los diarios deportivos en el "water". Afición muy respetable, por supuesto, pero allí estaba yo con el apuro. Hasta que se me ocurrió darle una recopilación de los mejores chistes, acaso porque me parecieron para eso de risa. Tiempo después volvió el padre, encantado, todo hay que decirlo, y en los años siguientes se fue llevando todos los monólogos de "El Club de la Comedia".


Quizá el libro que más haya recomendado, por cientos, sea el primero de Luis Landero: "Juegos de la edad tardía", de 1989 y que asombró a todos y ganó casi todos los premios sin presentarse a ninguno. 
Pero como todo en la vida, no todo sirve para todos, y en cuestión de gustos tan valiosa es una elección como otra, y el tino de las recomendaciones está en intuir, ya que no siempre se puede conocer, el gusto, las preferencias, el estilo de lo que le va al otro. 

Nunca se me ocurriría invitar a alguien sedentario a una marcha senderista por Los Arribes, por muy excelsos que sean allí los parajes y lo mucho que me guste a mí comerme los kilómetros.

Así, la obra de Landero es para trotadores de páginas, para largas caminatas por una prosa sobria,calma, clásica, pero tan zalamera y embaucadora como los ojos de una zíngara.

Cuando vuelva del viaje que inicio por este nuevo libro, espero contar cómo me ha ido. Y empiezo, que ya me estoy tardando en sujetarme los arneses para lanzarme por los escarpados mallos de las letras.