LA VERDAD DE LUCERA. Magda Izquierdo.
Roy Eldridge Caricatura de Alejo LOpomo, Kuto. |
Sucedió que el rumor que había circulado durante décadas se
hizo de repente noticia clara. Al principio la nueva se repartió densa entre
unos pocos, esto es: las fuerzas vivas de la ciudad. Al poco se fue haciendo popular, luego común, y al final, al
estirarse entre las gentes, la
noticia se diluyó tanto como un café con leche de hospicio.
Ocurría también, que las gentes de la muy noble ciudad se
sentían un poco menoscabadas cuando no encontraban en su callejero el edificio
de tan afamado establecimiento, como sucedía en otras poblaciones que, con
menores merecimientos, ya lo mostraban orgullosas en el suyo.
Y sin embargo, la muy leal ciudad de Lucera no lo necesitaba, lo más mínimo, para ser admirada. Unos la
envidiaban por sus catedrales, otros por
su vieja universidad, algunos por lo singular de sus calles y de sus plazas, y
otros tantos, por el buen aire y la mansa luz que las llevaba.
Y era que esta vez -se aseguraba- esa falta se iba de veras a
subsanar. Y todos comenzamos a oír hablar de ello. Oían hablar
a los políticos en la radio y a los tertulianos en la televisión local. Los
maridos escuchaban es sus casas el “¡Pues mira qué bien!” de sus esposas, en
los bares se decía “¡Manda narices lo que han tardado!”, el “¡Vaya usted a
saber sí…!” de los taxistas iba por las rutas, venía y se arremolinaba en las paradas; y
pocos, acaso sólo ellos mismos en lo recóndito de sus trastiendas,
escucharon el “¡Hay que fastidiarse!” de
los propietarios del pequeño comercio tradicional.
Y al poco nadie pudo evitar que se le pegara la canción.
La cantaban los
usuarios en los autobuses urbanos, en el supermercado las vecinas apenas pedían
la vez, en las oficinas los administrativos en la hora benéfica de dos a tres;
en las camiserías los dependientes en corrillo confabulador, y en las librerías, y en las
tiendas de souvenirs, y en los restaurantes, y en las ferreterías no se oxidaban las nuevas que se iban conociendo y, aunque para ello no
hiciera falta nada extraordinario, también se oía en las peluquerías su
versión.
Sí, eso fue lo que sucedió: que el rumor se hizo un día
cierto y se supo que los grandes y
afamados almacenes comerciales “La
Golondrina” se establecían al fin en la ciudad.
Y esa nueva comenzó
a sonar en el aire como una melodía, la
misma siempre y siempre distinta; como si cada cual interpretara igual
partitura pero hiciera con su vivencia,
con sus emociones y esperanzas y con su particular estilo, su improvisación única como un solista de jazz.
Muchos estribillos se escucharon de aquella canción que iba en el
viento. Había días -me han dicho- en que se escuchaban retazos de ella allá donde se fuera, como si la ciudad fuese en realidad un gran transistor y una gran mano se entretuviera girando a capricho el dial.
Pero igual que un día apareció, aquella música se fue.
Algunas de aquellas improvisaciones se han podido recoger, otras acaso se las llevaran las aves migratorias que soñaron los cielos de aquellos veranos...
LA HARINA DE LOS DÍAS
Cuando se difundió aquello de que los almacenes “La Golondrina” iban a construir un llamativo edificio en Lucera, unos dijeron esto, otros
lo de más allá, pero Juan Centeno supo desde el principio que el lugar escogido
para esa edificación, no era el convento del centro, ni el destartalado cuartel
de las afueras; sino los ruinosos
edificios que, sujetados apenas por sus largas y gruesas sombras ocupaban gran
parte de la avenida. Así que el día en que Centeno escuchó un inusual trajín de
madrugada no se alarmó. Se asomó al balcón de su vivienda y observó lo que le
pareció un ejército de obreros trasegando material, instalando casetas,
vallando la vieja fábrica de harina que estaba frente su vivienda. “Más de
veinte años esperando pero…”, pensó, no sin esfuerzo, pues la maraña de sueños
le tupían aún la cabeza. Desde el séptimo piso
de su casa se veía toda la gran avenida y la vieja harinera como desde
un palco. Vio un poco a lo lejos el perfil sonámbulo de la ciudad. Vio al fondo la orgullosa torre de la Catedral despuntando sobre el caserío y observó cómo
el sol se elevaba y, con apenas dos zancadas, la humillaba una vez más.
A Juan
Centeno le gustaba mirar el
horizonte desde su atalaya, y registrar con su vieja Leica los humores
que el clima le ponía al día, a su avenida, a su barrio, a su ciudad. Pero
desde el día en que comenzaron las obras de demolición de la fábrica, apenas salía de su balcón. “¡Pareces una
seta, ahí todo el día plantado…!”, le recriminaba su mujer y le decían de guasa
sus vecinos. Él nunca contestaba. Murmuraba para sus adentros, eso sí, y seguía
disfrutando de lo que, como decía, le
había dejado la vida. Y lo que la vida le había dejado a sus setenta y cinco
años, después de dejarse casi cincuenta de ellos trabajando allí abajo, en la
Harinera Comarcal tragando el polvo huidizo del cereal molido, era esa mirada
alta, conciliadora, en perspectiva, que posibilita el arte, las buenas
intenciones y otorga paz.
Así que ya le podían decir lo que quisieran, que su
intención era permanecer en su mirador fotografiando todo lo que aconteciera. Y
así lo hizo Juan Centeno desde el primer golpe que se dio a aquellas ruinas
hasta que, casi un año después, se procedió a la inauguración del nuevo y
flamante edificio de “La Golondrina”. Y así lo hizo el hombre día a día sin
importarle que lloviese o nevara, que bufara el cierzo o lijara el rostro el
seco viento africano.
Centeno asistió a
todo lo que acontecía allí abajo, y nunca hubiera creído que le afectara tanto
aquel derribo, que aunque era bueno, significaba la extinción de su
memoria.
Hasta el
día de la apertura al público en que Juan se
posicionó de los primeros ante las puertas del nuevo centro
comercial. Y entró en la torrentera de
gente que cruzó por primera vez el gran vestíbulo, en cuyo centro había una
escultura que no entendió. Entró luego en la planta baja, toda llena de carteles y
espejos y luces y música. Pero él no veía nada de todo aquello. Allá por dónde
iba intentaba averiguar dónde estaba todo lo que recordaba de la vieja harinera.
“Aquí estaba la sala de molienda, y por allí entraría el grano, y acá
almacenábamos los costales con la harina
para que se los llevaran…” se decía en
medio de tan ajetreada multitud.
Salamanca. Mercado de Ganado. Rith M. Anderson, 1925. Hispanic Society of America. |
Luego, al
atardecer, Centeno les contaba lo de las grandes escaleras
mecánicas, y la gran cantidad y variedad de todo, y que no bastaba un día para
recorrer como Dios manda todas sus plantas, y que él lo había dejado por
fatiga. Y su esposa le decía que por eso, que tiempo habría, y que qué hombre y
que qué ansias.
El
sol se guardó aquella tarde como
siempre: sin importarle lo que dejaba detrás. Juan Centeno vio desde su balcón
el cierre de las puertas de la “La Golondrina” donde aquel primer día habían entrado y salido treinta mil almas. Observaba el centelleante edificio que la oscuridad quería cubrir sin conseguirlo. Miraba a la avenida y no veía el río de febril río de lava nocturno por ella, sino una apacible carretera guarnecida en sus lados por acacias. Vio por ellas carretas y arrieros y pesados camiones cargados de cereal. Miraba con la vista encallada en los tiempos de su juventud cómo "La Golondrina" se quedaba en la noche esperando el
retorno del día, para tragarse a otras tantas almas, como antaño esperaban los molinos el grano para hacerlo harina contante.
Y
sintió un arrebato de nostalgia, que es el polvillo huidizo que se escapa cuando uno se
muele su vida…
Benny Goodman. Caricatura de Alejo Lopomo, Kuto. |
... La música continúa...
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