jueves, 31 de enero de 2013

Porque está ahí

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.

Poema ÍTACA.
Konstantínos Kaváfis.


Lao Tsé, dibujo propio de 1994
Los antiguos chinos decían que: “Un viaje de mil kilómetros empieza a la puerta de la casa”. Se lo había dicho Lao Tsé, si no me equivoco, que como ellos era antiguo y chino. 

Pero también les dijo que: “Sin salir de casa se conoce el mundo”.


No son frases contradictorias, aunque una la firmarían de buena gana los sedentarios, y la otra los “culos inquietos”. 

Son complementarias, en el sentido taoísta con que el físico danés Niel Bohr eligió su lema para el escudo de caballero de la Orden del Elefante. “Contraria Sunt Complementa”, puso el científico en una banda encima del conocido círculo rotarorio y blanquinegro del ying y del yang.


Lo que tienen de común las anteriores frases son su invitación al viaje. 
Y sobre los viajes va esta estrada, y no de filosofías queridas como la de Lao Tsé. Así que dejamos al viejo del Tao en la grupa de un búfalo en su viaje, viendo cómo las mariposas aleteaban para que preparar temporales a miles de kilómetros.


Hay una publicación que resolvió de manera moderna, la aparente contradicción. Se trata de “National Geographic”, que nació del sedentarismo inquieto de una pandilla de amigos el 27 de enero de 1888. Así que aquel día plantaron el primer pie en la historia, y se propusieron llevarles los misterios del mundo, por unos pocos centavos, a los que eran más de plantar sus posaderas en un mullido asiento.

Portada de la edición de enero de 1915
Fuente: Wikipedia.

Ahora se celebran los 125 años de tan emblemática publicación, cuya edición en papel no deja de aumentar su tirada. 

Desde que la descubrí en mi adolescencia, he sido bastante fiel, y pocas veces he desdeñado esperar en el andén del kiosco para embarcarme en los viajes que me proponía.


Y es que el papel u otro material editable, siempre ha sido un excelente soporte para el viaje. No sólo para los mapas, no únicamente para los portuarios medievales ni para aquel primer Mapamundi dibujado entre 1457 y 1459 por el monje Fra Mauro, y que por su increíble precisión demuestra las dos frases taoistas con las que empiezo este escrito: que desde un gabinete veneciano se puede conocer los miles de kilómetros del mundo, y que para hacerlo sólo hay que empezar una línea con el lápiz.


Y por una letra se empieza un texto, por una palabra la maravillosa odisea de Ulises y por un párrafo las mil y una noche de embeleso y salvación. Por una página comenzó Marco Polo a surcar mares, desiertos y montañas, por un capítulo, y desde una celda castellana, Cervantes comenzó a mostrarnos el alma de España.


Boceto de dibujo propio para la  Cabecera de este Blog :YO VOY SOÑANDO CAMINOS

A mí siempre me han cautivado los viajes, y me hubiera gustado formar parte de aquella pandilla que forjó el “National Geographic”, más que de la pandilla de  ”Los Cinco” de mi niñez. Pero al igual que un chiquillo se sube a un taburete para llegar a lo alto de la alacena y robar en la lata de las galletas, yo me he aupado sobre los libros y revistas para viajar más de lo que lo he hecho.  


Pero en mi juventud, allá en el pueblo, allá en Sequeros, formé parte de una pandilla exploradora.

No descubrimos las ruinas del Machu Piccchu como hizo el “National Geographic” en 1911, pero pasamos por muchas montañas todas llenas de las gradas de los bancales que, ahora sí, están en ruinas. No llegamos al Tíbet, pero subimos hasta el santuario de la Peña de Francia y lo que vimos nos pareció sagrado. Hicimos caminatas hasta el Monte del Castillo, en la Sierras de las Quilamas donde no hayamos más que un reguero de piedras de la vieja fortaleza y un viento susurrante de viejas leyendas moras. 

Exploramos las minas romanas no lejanas al pueblo, e hicimos muchas leguas  para conocer los Castillos de Monleón, de Miranda, de Granadilla. No descubrimos las fuentes del Nilo, pero sumergimos  nuestra juventud en muchos ríos: en el Francia, en el Alagón, en el Cuerpo de hombre…en muchos riachuelos, y bebimos en cada una de las fuentes de los lugares en los que entramos.


Recuerdo haber visto un día un lobo y sentir el ancestral miedo que el hombre le tiene. Recuerdo una tarde mística en las ruinas del abandonado convento de Gracia de San Martín, y la extraña cercanía que me aportaban las “Cabras pintás” del Valle de las Batuecas.

Chema, Antonio Ángel y yo en el Valle de las Batuecas.
Año 1988.
Éramos unos pocos inquietos que andábamos de acá para allá. 

Éramos José Carlos, alias Lucas, alias “El de la Mochila”, estudiante de Geografía e Historia en Salamanca y el que nos guiaba con los mapas cartográficos del ejército. 

Era también Chema, que tenía un caballo, pinta de vaquero yanqui,  y era exquisito fumador de Camel. 

Era Toñito, que nos traía de la ciudad lo último de ACDC, música buena para incendiar las noches en las Cabezuela. Era Agustín con su insobornable optimismo, era Tote, era Juan Luis, y Fernando y Antonio Ángel con su buena predisposición para todo,  y  otros que se me han perdido en los senderos  de los años.

Era la vida, era nuestra juventud, eran nuestras andadas para descubrir lo recóndito que la vida esconde en cada generación.

Sharbat Gula, muchacha afgana.
Fotografía de 
Steve McCurry 'spara National Geographic.
1985.

Acaso ninguno encontró nunca chica con los ojos de Sharbat Gula - la muchacha afgana que un día fotografiara Steve McCurry 's para la portada del “National Geographic”- pero todos supimos de la belleza y del  espanto que provoca la mirada del amor.


A menudo nuestras madres, o los otros muchachos del pueblo, cuando les hablábamos de nuestras próximas rutas, no decían que para qué, que para qué tantas fatigas para entretener los días. 

No conocíamos la frase con la que respondió Mallory cuando también le preguntaron que para qué subir al Everest. El dijo: “Porque está ahí”, y acaso nosotros sin decirlo y sin saberlo, nos respondíamos lo mismo.


Luego cada uno hubo de seguir en solitario el camino de verdad. Algunos dimos el primer paso que nos alejó de casa para siempre, otros se quedaron en el pueblo mirando el mismo horizonte, oyendo el rumor de la misma fuente, y se hicieron irónicos y sabios como viejos taoístas.

Algún verano nos volvimos a sentar en los poyos de la plaza, y acaso hablamos de nuevas excursiones, de seguir viendo humildes maravillas de nuestra tierra, del mundo que, como  siempre estaban ahí.


Pero nunca más, pues los que ya no estábamos éramos nosotros, los que fuimos.


Entonces hablábamos, y en nuestros silencios, descubríamos cada uno en el otro los sueños sumergidos, allá, en el océano de lo vivido, como un día descubrieron  las ruinas del Titanic. Y es que los sueños que metemos en las mochilas de la juventud son como aquel buque: exagerados y descuidados con lo imprevisto.


Mallory pereció en su intento de ser el primer hombre que coronase el Everest. Falleció en 1924 a  metros de la cumbre y tal vez no la coronase nunca. Hay quien le concede esa gloria; algunos pocos que se la niegan. Si subió la montaña, nunca la bajó, pues entre las nieves se quedó 75 años, y en cuestión de montañismo, es un detalle importante.


Que diga que el viaje es una alegoría muy adecuada para la vida, no dejará de sonar a trillado.


Hace poco me he enterado de la muerte de uno de aquellos compañeros de caminatas serranas. Puede que haga más de un año cuando vi a Chema por última vez. Fue en la ciudad, donde comenzó a venir a menudo por asuntos médicos. Le habían diagnosticado cáncer. Un par de meses antes había estado con él en la plaza de Sequeros fumándome con parsimonia rural uno de sus camel, hablando y callando también de nuestras cosas.

Es la muerte, ésa que echa el primer paso de su viaje con nosotros con nuestra primera bocanada en el mundo, e incluso antes, ya en el vientre de nuestra madre. 

Es esa que habremos de conocer sin salir de casa, pues como relata uno de los cuentos más antiguos que se conocen, nos viene siempre a buscar. 
El cuento es cuestión dice más o menos así:

<< Un criado comenzó a volver al palacio de sus compras en el mercado de la ciudad con mucho temor. Su señora se lo notó y le pregunto la causa. "Cada día veo a la muerte que me mira fijamente entre los puestos", respondió el hombre. La señora, para tranquilizar a su criado, le mandó a otra de sus casas en Bagdad. El criado tomó un caballo y hacia allí cabalgó. La señora se fue ese mismo día al mercado y al hallar a la muerte le inquirió por ese acoso a su sirviente. “No era acoso-dijo la muerte- sino asombro, pues me era raro verlo aquí cuando tengo una cita con él en Bagdad esta noche…”


Ahora que voy descendiendo la montaña de este escrito, pienso en Chema y en otros que me acompañaron un trecho en el camino, y en la efemérides de los grandes caminantes del “National Geographic”, y en Lao Tsé, y en el recuerdo que es ese mapa maltrecho con que  uno intenta seguir la ruta.


Y en fin, poco me queda que añadir.

Que me quiten lo andado y lo  pedaleado. Que sigo la excursión de este blog. ¿Por qué, y para qué?, me dicen algunos. Porque –respondo- como ha de decir todo escribidor que quiera seguir siéndolo, tú, lector, estás ahí.



Tengo para mí que el viajero
busca siempre la maravilla lejos de casa,
cosa que acaso sea una quimera,
como acaso le ocurra a todo artista,

o acaso no...

Ilustración propia,
con recortes publicitarios de revista.


lunes, 21 de enero de 2013

Qué verde era mi nómina



Cartel de la película
"Qué verde era mi valle",
 de Jonh Ford, 1941.
Hace unos días me dio por tomar de mis estantes un libro que tenía ya olvidado.

Era una de esas tardes de tiempo variable, de esas en el que el sol hace striptease entre las nubes: ahora te enseño un poco de pantorilla, ahora no; ahora me quito el batín nuboso  y  muestro la tableta de chocolate de mis chichas, ahora no…

Yo, como el tiempo, no sabía qué hacer, qué música escuchar o siquiera si quería oír algo. Ninguno de los libros empezados me sujetaba la lectura, y, como se decía antaño: no sabía si quería echarme criada o ponerme a servir.

En fin, que tenía la tarde tonta, o, tal vez, que estaba tontamente en la tarde.

El libro olvidado desde hacía años en la estantería, era una recopilación de artículos de Fernando Savater, editado en 1995, y que recogía lo más significativo de su producción hasta esa fecha – según el criterio de Héctor Subirats, que es quien los ha reunido-  desde el año 1970.

A Savater lo leía mucho en aquellos años noventa, sobre todo sus artículos dominicales en EL PAÍS, y el hacerlo, era para mí  como una prescripción facultativa. Luego, no sé por qué, dejé de leerle, y poco me interesaron sus incursiones literarias en la maquinaria del premio Planeta. Ahora creo que fue porque empecé a leer a José Antonio Marina y su “Elogio y refutación del ingenio” y los libros que le siguieron, y será porque como en cuestión de amantes, los filósofos, me gustan disfrutarlos de uno en uno.

De Fernando Savater  me atraen muchas cosas: su ironía, su frescura, su vitalidad, su pasión equina… Sí, muchas cosas me siguen gustando de él, muchas, menos sus camisas estampadas.
Así que esa tarde que se me presentaba bobalicona, la disfruté picoteando aquí y allá los textos del filósofo despechado. Y  disfruté mucho con el irregular destape de pensamientos que el autor hace en sus obras: ahora un poco de humor, ahora no; una profundidad de Spinoza, ahora no…

El último de los artículos se titula “Lo que queda de mí”, y resulta una encantadora y lúcida cuenta que el de las gafas nada discretas hace de sí. Él mismo se define con una frase de Hölderlin: “Quien ha pensado lo más profundo, ama lo más vivo”.   Frase esta última en cuya ventanilla llevo años haciendo cola para asentarme, como un forofo para su equipo, o una joven su grupo de música.

Luego, Savater,  sigue contando:

Libro de Fernando Savater,
Espasa Calpe, 1995.

<<  En una película bellísima de John Ford ,“Qué verde era mi valle”, el padre de familia ha regañado en la mesa con los hijos mayores y todos se han levantado airados y se han ido; queda el hijo menor, de nueve años, que no ha participado en la disputa. El pequeño carraspea y hace algo de ruido para atraer la atención de su padre, que le dice: “Sí, hijo, ya sé que tú sigues ahí”. Es lo que me digo a veces a mí mismo, al despertarme con resaca, en la alarma o el dolor, cuando ella se va, en la cólera, en la impotencia, en el ridículo: miro hacia el rincón en donde aún sigo dentro de mí, siempre niño, y digo “Gracias por estar ahí”. >>

Y como lo ha dicho el “doctor” Savater, pues nada- me digo- a la farmacia…perdón, digo al videoclub por la película que desconocía.

Recuerdo que en los años ochenta se emitió por la televisión una serie de dos o tres capítulos en la emisión de las diez de la noche, hora desacostumbrada para los chicos de la Educación General Básica. Lo recuerdo porque estaba entonces en 5º de EGB y el maestro  nos la mandó ver para que le presentásemos una redacción de la serie. Pero yo no lo hice, por, cómo decirlo: razones técnicas transitorias. No sé qué trastada habría preparado aquella vez, pero mi receta era no ver la televisión en una temporada, y en casa se dijo que ni verdeces ni valles ni tu tía. Pero yo, aunque era una pieza de cuidado, las cosas del cole me las tomaba muy a pecho, así que hube de improvisar para presentar aquella redacción. Ya no recuerdo cuántas canicas, o cromos, o chocolatinas de la merienda hube de apoquinar para que un compañero me contara cada capítulo y poder hacer la redacción, o me pasara la suya.

Aquella ha sido la única vez que he plagiado, lo juro.

Estuve tiempo intentando asentar el galimatías que me contaba mi amigo de lo que había visto, una narración del tipo: entonces fue y dijo…y luego va e hizo… y así todo el rato, y no había manera de hacerse una idea de la trama.
Así que le pedí a una compañera, Susana, la más bella de la clase, me dejara su escrito. Diré que no me acuerdo de lo que hube de hacer a cambio, y lo digo para no tener que contarlo.
Recompuse, para que no se notara, lo que la niña de mis ojos ponía con su floral caligrafía, con sus circulitos lindos sobre las “ies”. El maestro me dio un cinco raspado y de mala gana, acaso por las rentas que le tenía ganadas de anteriores trabajos,  y me miraba con extrañeza y para mí que se lo olió; sobre todo cuando interceptaba las mariposas de la mirada entre Susana y un servidor.

Así que visto lo visto, no he vuelto a plagiar, pues para lo que me cundió.

Fotograma de la película "Qué verde era mi valle", de Jonh Ford, 1941.


Ayer vi el filme de John Ford. Saqué el disco de la biblioteca si mucho interés, lo confieso, pues pensaba que sería de esas películas en blanco y negro, de los años ahumados de los cuarenta, con doblaje chirriante,  pesadas, lacrimosas y en consecuencia barrosas de los anales de Hollywood.

No se me entienda mal: que a mí, como buen tipo raro, me gustan películas antiguas como “Ciudadano Kane”, “Casablanca” , “Qué bello es vivir” y otras.  Pero sobre ésa, a pesar de la recomendación se Savater, me había creado malas expectativas, acaso porque la memoria es desdeñosa con los plagios; por aquello que ha de almacenar a regañas por no ser  propio. 

Y sin embargo, es de las películas que ya desde los títulos de créditos me encandiló. Acaso sea una exageración de escribidor, pero no muy extensa, pues ya desde la primer escena, en el que aparece el protagonista envolviendo sus cosas en un paño que, nos dice la voz en off, era con el que su madre iba al mercado, me ganó la cinta. Además, enseguida aprecié que la película, del año 1941, no era en blanco y negro, y tampoco en color, sino en un elegante gris perla de traje diplomático y bien cortado.

El filme dura unas dos horas, pero tardé cuatro en visionarlo, pues a cada poco había de retroceder para volver a oír de nuevo una frase, ver una escena, o investigar el embrujo que me estaba produciendo; un poco como cuando de niño le destripaba a mi madre los relojes despertadores para apresar la magia de su interior.

Luego, los pequeños duendes de internet me han ido contando los secretos técnicos de John Ford. Entre ellos, me dicen, la causa de que la mirada quede prendida de las imágenes, y es que el director nunca utilizó la cámara tan baja, a ras del suelo, como en esta obra. La cinta ganó 5 Oscar, y le ganó, quitándoselos aquel año, nada menos a "Ciudaddano Kane" del mágnífico  Orson .

Pero vayamos a contar la trama de la película en cuestión, que si no, me da, esto va a tener poca chicha. Empiezo y espero no decir aquello de entonces fue y dijo…

Resumiendo: la trama se centra en la vida de una familia numerosa, mineros ellos, mineros en el Gales del carbón en el siglo diecinueve. La historia la cuenta el hijo pequeño, rememorando los tiempos idílicos de su niñez en el valle minero. Vida dura, pero vida bella como hacemos de  toda vida que se nos fue. Un padre autoritario pero magnánimo, una madre sacrificada y solícita. La voz nos dice: “Si mi padre era en la casa el cabeza de familia, mi madre era su corazón”. Y es que así devienen todas las familias en el recuerdo.

Todo va bien a pesar de tener que entrar cada día en las fauces de la tierra a buscar el pan. Mineros cantarines, bebedores, un poco brutotes y bonachones. Vida, en fin, sencilla y nutricia como miga de pan candeal.  

Pero en una escena, la dirección de la mina pone un cartel anunciando recortes de sueldos. Aquí llega la división generacional en la familia de los Morgan. El padre transige, quita hierro, como consienten los que no quieren que la  apacible realidad que tanto les ha costado labrar se tuerza. Los hijos porfían, se rebelan, combaten, como los que  forjan aún el suelo donde reposar. De ahí sale la escena de la que habla Fernando Savater, la discusión en la mesa, cuyos planos son realmente soberbios.

Fotograma de la película "Qué verde era mi valle",
de Jonh Ford, 1941.
Anuncio de recortes de sueldos.
¿Qué ha ocurrido? Pues que en otras partes han cerrado fábricas y al verde valle llegan obreros que rebajan sus sueldos. Nada vuelve a ser igual.
Siguen los cantos corales de los hombres, siguen las jarras de cerveza en las manos, siguen los quehaceres cotidianos, pero cada vez hay que rascarles más las entrañas para que aporten el antiguo y alimenticio sentido.
Semanas de huelgas, 
días huecos de paro, la derrota y el regreso a la mina con menos sueldo. Al final los despidos, al final, como siempre, la emigración a la prometedora América.

No sé si os haréis una idea de la película con lo que cuento, para que hagáis vuestra redacción, pero en todo caso, os perdono las canicas y los cromos.

La película es un canto al pasado, que nunca fue tan idílico como lo recordamos.

Yo soy ahora uno de los casi seis millones de parados de este país, y miro a los años cercanos y sé que tampoco fueron tan buenos como se nos han quedado en la memoria, y sin embargo, vistos desde aquí…

Entro en las administraciones y veo a los funcionarios dolidos, un poco displicentes, porque les quitaron la paga extra de Navidad. Entro en los comercios y noto un poco de rabia a los dependientes por tener que correr más por faltarles compañeros. Entro en los bares y el camarero me mira mal porque ya no rebotan las rondas, y en los restaurantes, si he de ir, porque no les pido postre y vino de la casa. Entro en la consulta y la mirada de mi médica me pone malo porque he cogido un vulgar resfriado, así que me curo en salud y me voy a adolecer a casa. Entro, en fin, en la biblioteca a pedir una vieja película de Jonh Ford, y me parece que la otras veces tan amable mujer, ya no me sonríe cuando me la da.

Y esto no tiene pinta de cambiar.

Y mirar hacia atrás tampoco me consuela, pues yo fui el que dejó  los valles y las montañas, el que vio a su madre desanudar el pañuelo en la madrugada y darle un billete  de quinientas pesetas azules de Zuloaga, y  aún la veo a veces deseándome suerte a los pies del coche de línea de la inmigración.

Y nunca me he visto volver a aquella casa, de familia numerosa, en donde los días no fueron tan buenos como las recuerdo. Y yo fui aquel que hubo de olvidar la perfumada caligrafía de Susana, y dejarla allí, para siempre en la niñez, mandándome mariposas moribundas con sus ojos.

Y ahora soy el que mira atrás, con un monólogo en off, el que escucha desde lo último de la mesa como el gobierno regaña con los sindicatos, y los sindicatos con los empresarios, y los empresarios se llevan sus millones a Suiza, y los Suizos hacen relojes baratos,  y los duques crean institutos poco nobles, y el señor Rodríguez Rato, aunque ahora está en Telefónica, no me llama nunca para decirme qué está aún por venir, aunque quizás es mejor que no lo haga...

Y hago ruido y carraspeo, y pienso en las Américas para bajar a las fauces de la lejanía a buscar el pan.

Pero no espero de nadie que me diga, ya sabéis: “Sí, hijo, ya sé que estás ahí”.

Ilustración de Soizick Meister.

Nunca había tenido yo la cámara de mis  expectativas tan a ras del suelo, para filmar las escenas de la película que nos toca vivir.

Ahora soy el que me tengo que decir a mí mismo, como me enseñó Savater en una tarde destemplada, que sigo aquí, que soy el que murmura con nostalgia, como tantos: “Qué verde era mi nómina”, el que tiene que callar ya y, a pesar de todo, seguir andando.









jueves, 3 de enero de 2013

El azaroso reparto de los sueños ( Carta de Reyes Magos)




                                     La madurez significa haber recuperado aquella
                                     seriedad que de niños teníamos al jugar.
F. Nietzsche.



El año nuevo, VI.
Ilustración de QUINT  BUCHHOLZ.
Cada año, al llegar el mes de agosto, mi madre nos montaba en un destartalado coche de línea y nos llevaba  de vacaciones. 

El día de la partida era un día de alborozo porque  nos sacaban del colegio de las monjas para pasar un mes en el pueblo de los abuelos. 

Antes de seguir diré que escribo: “Colegio de monjas”, para no contar que era un orfanato, y que, en consecuencia, yo era un hospiciano. Pero como sé que no se lo dirán a nadie, lo dejaré escrito.

Sí, de regocijo era aquel en que nos íbamos, por todo el gozo que yo conjuraba para ese periodo estival, pero también de pánico, por el mareo del viaje, que ya conocía de otras veces; por el trayecto insufrible de ochenta kilómetros que nos separaban del lugar excitante que nos esperaba. 

Y es que yo no lo sabía entonces, pero el absceso al Paraíso, siempre ha tenido sus pruebas y sus ritos de paso. Y que la cabeza te diera vueltas y vueltas como una peonza, y que las curvas serranas te retorcieran el estómago como a un trapo de fregadero, era, ahora lo sé, el precio que había que pagar cada vez que quería entrar en aquella Arcadia de la niñez.

Agosto era entonces más agosto, como que el sol lucía más en sus días, como que las aguas de las fuentes estaban más frescas, como que las meriendas resultaban más sabrosas...Vamos: como les ocurre siempre a las cosas que están de permanente veraneo en la memoria.

Por lo demás, los agostos eran meses demediados. Esto porque pasábamos quince días en cada uno de los pueblos de los distintos abuelos. La última quincena solía ser en la de los paternos, en la parca llanura charra, muy diferente a la salvaje exuberancia serrana de La Alberca, donde habitaban los abuelos maternos.

Pero llegar al llano para pasar los últimos quince días traía sus ventajas, pues aquí tenía un montón de primos, y los primos un montón de cosas, y entre esas cosas estaban las bicicletas. Así que apenas se me asentaba la pena por el cambio, y las tripas se me habían encajado después del viaje, me cogía una bici de los primos condencesdientes, y como si me pegaran con la más fuerte cola al sillín, no me bajaba de ella en días.

Cartel de la estupenda película de
 "realismo social" EL LADRÓN DE BICICLETAS,
de Vittorio de Sica.
Y tan realismos; y tan social...
Pero cada año sucedía la misma fatalidad, y ésta que por los senderos llanos, anchos y largos de aquellas tierras, tenían por costumbre caminar malas gentes. Así que uno de mis tíos me decía cualquier mañana con cara acontecida, que unos chamarileros, o vagabundos, o gentes de mal paso e intención torcida, habían llegado desde en la noche, entrado en la casa y robado todas las bicicletas.

¡Mira que es mala suerte!, me decía yo cada año como queriendo engordar mi fastidio de por sí bien obeso, que sólo se  lleven las bicicletas de la casa, y ni una sola de los demás niños del pueblo…


Y volviendo ahora del verano y de la infancia de la evocación,  a estos días inaugurales del año, diré que hace tiempo que siento que alguien me ha robado las Navidades, como si poniéndose  la noche por antifaz, entrara en mis días y se las llevara bajo el brazo como si se tratasen de brillantes y deseadas bicicletas.

Así que al igual que antaño me quedaba el resto del verano viendo a los demás chavales dar lascivas vueltas con sus velociclos al viejo frontón, veo dar hoy vueltas a las horas,buscando sin conseguirla, la alegría que parece invadir la ciudad.

Estos años es fácil identificar a los ladrones en  la crisis, en la gente de mal paso y largos bolsillos de la economía, en las grandes tijeras de los sastres de la política y en los desastrados andrajos que nos están cortando...

Sí, esta vez tengo fácil encontrar culpables del robo de mi descolorida ilusión navideña, aunque sé que es un disculpa fácil, pues aunque ellos trapichean con todos los bienes, es condescendiente achacarles mis errores y dejar que se apropien de lo mejor de mí: la capacidad de evocación, como me dicen, si duda de manera bondadosa, algunos de los lectores de esta bitácora.

Y a pesar de todo, no puedo por menos que sentir el renovado brío del inicio del año, de conjurar nuevas epifanías, de prometerme días de maravilla como en la noche de vísperas de un verano infantil. 

Recuerdo las cartas dadas a las monjas de mi infancia para la noche de Reyes Magos. En ellas, cada uno de los cinco años que allí estuve interno, solicité lo mismo: Una bicicleta, con barra,-añadía- que no sea de niña como la de la prima, y sobre todo, sin ruedines, que ya voy grande...


Una tarde de piscina de los "Chicos de la Resi".
Pocas veces he sentido tanta alegría,
como en aquellas aguas esmeraldas de la niñez.
En Salamanca, en "La Resi", como llamaban a aquella residencia, la noche de Reyes era, tal vez junto a la víspera de la apertura de las piscinas, la mejor del año. 

La recuerdo mágica, luminosa, ruidosa: como una inusitada pirotecnia de sueños.

Entraba en el colegio una fastuosa cabalgata de Magos cada año. Hacía el recorrido por los patios, ante la mirada alucinada de los niños, y entraban en el gran gimnasio donde las monjas nos recogían a todos, con gran energía. 

Allí, sobre una gran tarima central, sus majestades leían uno a uno, los más de quinientos lotes de regalos de otros tantos huérfanos.

Y escuchar tu nombre de boca de uno de aquellos seres tan deseados, era -lo diré aunque resulte cursi y repetitivo- mágico, y cuando uno oía el suyo, esperaba hasta escucharlo varias  veces,aunque los compañeros te molieran a empujones, pues la emoción y la incredulidad vuelve sordo al más pintado.



Con una de las monjas de mi
infancia, sor Isabel.
Subía luego uno ya, luminiscente como las bombillas de sus carrozas, ascendía las escaleras, recibía su paquete y se volvía a bajar aturdido.Pero antes sor Margarita, la Madre Superiora, como si fuese la cuarta Maga en aquel ancho trono, te arremolinara el pelo y te sonría, y acaso te guiñaba el ojo, y como era guapa y joven, y aunque uno no tenía que saber  de aquello, lo sabía, era también otro regalo.



Pero no llegó la bicicleta en ninguna de aquellas noches especiales. 

A lo peor era que los ladrones de los caminos se daban mucha maña y andaban por todas partes, y las robaban todas, pues jamás llegó trasto con ruedas para ninguno de los muchachos.

Así que ése era un enfado fácil de amansar y de quitárselo de encima, pero no lo era que al abrir el paquete de tus regalos, los Reyes no hubieran dado ni una. 

Y lo mismo nos pasaba cada año.

Se nos decía con antelación sobrada, que pidiéramos tres cosas por orden de preferencia, por si lo uno no podía ser, que fuera lo otro. Pero ni así, casi nunca a uno le acertaban el pedido. 

Así que no nos quedaba otra  que al día siguiente andar de trueque por los patios. Cada cual buscaba lo que le faltaba, y cada uno se desprendía de lo que le sobraba, hasta más o menos colmar los deseos expuestos en las notas entregadas, escritos con la escritura más esmerada que nunca.

Nos cambiábamos entre nosotros los juguetes recibidos: te doy mi escopeta por el balón de reglamento, o el “Exin Castillos” por los “Juegos reunidos Jeyper”, o la muñeca por las cocinitas…


Este invierno, casi cuarenta años después, he sabido la causa de la dislexia juguetera que cada cinco de enero cometían los Reyes Magos.


Consultando actas, Archivo de la Diputación Provincial de Salamanca.
Invierno de 2012.
Durante semanas he acudido a la biblioteca de la Diputación Provincial de mi ciudad,institución de quien dependía la extinta Residencia Provincial de niños de San José. 

Cada día solicitaba a las amables bibliotecarias, ver las actas de un año determinado. En esos grandes libros se recogen todos los asuntos gestionados por la institución durante sus 60 años de existencia.

En sus hojas están detallados todos las incidencias sobre la Resi: La acogida de niños en el centro, la salida cuando eran adoptados o los requerían los familiares, el presupuesto para ropa de los internos, el peso de la ración diaria del pan, los expedientes disciplinarios a algunos celadores por su brutalidad, o las innumerables fugas de los muchachos…

También, en los primeros folios de cada volumen, se detalla el presupuesto para la cabalgata de Reyes del año en cuestión,con sus correspondientes partidas de vestuario, actores, locomoción... El montante de cada cabalgata solía rondar las cuatro mil pesetas. 
Le siguen varias hojas manuscritas con docta caligrafía, relacionando los juguetes donados por comercios, instituciones y particulares para regalar en esa noche a los huérfanos. 

A menudo hay una nota junto al artículo donado describiendo el estado en que se recibe: 

“50 balones de cuero y 20 pelotas de goma, donadas por... Usadas, pero en buen estado para el juego”.

Ahora, al conocer esto, me imagino a las monjas nuestras, allá, en sus cuartos clausurados, corriendo de un lado para otro en la semana anterior de la gran noche. Allí acuden después de sus labores para con Dios y para con los hombres, y pasan las horas de la noche afanosas, con un inmenso montón de notas sobre una mesa, de donde cada cuál va tomando una y comienza a preparar ,hasta que llamen a maitines, lote tras lote, con lo que habían recogido aquel año,con lo cosechado acá y allá para sus niños. 

Imagino a las mujeres haciendo los paquetes de regalos que cada uno recibíamos en la noche más especial del año, y por entonces, de nuestras vidas. Intentan, despues de todo, colmar en lo posible los sueños de las criaturas.

También he sabido la causa de las misteriosas sustracciones de las bicicletas de mis primos, aquellas que cada verano se llevaban los maleantes de los caminos.

Siendo ya un mozo, en una de mis visitas a la abuela, ésta me enseñó un recóndito cubil de la casa donde las escondían hasta que regresáramos a la ciudad, pues era tanto en brío que mis hermanos y yo poníamos sobre los trastos que terminábamos por destrozarlas. 

Y que en uno de aquellos veranos le maté en una rabieta a su mejor gallina, la que era la alegría de su corral, la más ponedora, la envidia de la población, también me lo dijo la mujer. 

Y que alguien que llegó a vivir más de noventa años te lo repita cada vez que la ves,y fueron muchas,eso sí que puede resultar una benévola pedrada...

Pero así supe por primera vez, que esos retortijones de las tripas de la conciencia, y ese mareo que te produce el recordatorio de los demás, es el precio que hay que pagar por matar la ilusión a los otros.


Juego de los Niños de La Resi. Circa 1960.
Fotografía de los fondos de la Diputación Provincial de Salamanca.

En la Resi poco nos duraban los juguetes de la noche de Reyes, pues a las pocas semanas quedaban más rotos que una gallina apedreada. 

Pero era igual, pues nunca faltó por sus patios el bullicio de nuestros juegos, pues teníamos, sin haber escrito carta a mago alguno, el mejor juguete: nuestra insobornable ilusión.  

Y con ésta,con la ilusión poco ilusa que muestran los niños, cualquier cosa, hasta un trapo enrollado al que dar patadas, cuando ya no nos quedaba balón que romper, servía para nuestras nobles y serias ganas de jugar.

Cartel publicitario
Ink & Feather Zeiss & Co, Berlin (1896)
Y ahora, en esta especie de carta, este escribidor solicita de los Magos que no le falte imaginación, ni tinta, ni papel, ni osadía traviesa para jugar por el patio de este blog.


Y para todos los que esto leyeran, pide que la vida acierte a concederos los deseos que les halláis pedido para este año, y para la próxima Noche de Reyes. 

Aunque ya sabéis que no siempre los dadores aciertan, que se embarullan, sin mala intención, concediendo lo que unos pidieron a los otros que los reciben contrariados, o, por escasez, dejando muchas peticiones sin satisfacer.

Ocurre también, que  a menudo a los regalos que la vida reparte afanosa, pero apresurada, conviene ponerles la nota: “Usados, pero en buen estado para seguir jugando”…


Juegos en la Plaza de la Alberca. Foto de Luis Cortés. Circa 1960.

Sin embargo, en la  interrelación, en los múltiples trueques de lo que a cada uno nos ha dejado la experiencia, en los intercambios afanosos por los patios de juegos del día a día, está la solución: pues seguro que en nuestros momentos de juego serio logramos enmendar el azaroso reparto de los sueños que vemos por todas partes…


Para cada uno de los cerca de 43.000 lectores que este blog ha tenido desde su inicio, el 11 de octubre de 2012, y para ti,por supuesto, que vienes por primera vez...


Después de todo, si se persiste en la ilusión,uno termina por encontrar su bicicleta...
Con la mía,inseparable compañera, sobre el "Arapil Chico", Arapiles (Salamanca).