viernes, 22 de marzo de 2013

Devuélveme la voz

¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!

PEDRO SALINAS
(La voz a ti debida, 1933)

Edición del 12 de abril de 2014


The eye. Ilustración de  Maria Papacciuoli.
Tenía el cabello largo y  rubio, del rubio  olvidadizo que dejaron las múltiples razas pasadas a la deriva por nuestra península.

Verdes sus ojos; de mirada resbaladiza, saltadora, como verdes ranas que brincaban al  estanque de mi corazón.

De piel clara y pecosa como luna hinchada, y ahora recuerdo que era delgada en exceso, y en el tacto de mis manos nudosa, quebradiza como sarmiento tierno.

Descubrí pronto la telegrafía que me llegaba desde su  alma de sultana.

Nos conocimos en una tarde de finales del verano de 1989, hecho éste, que acaso sea  el único fortuito de todo lo que llevo dicho.El que nos tuviéramos que  encontrar, sin embargo, obedecía, en la lógica desmelenada de todo enamorado, a la necesidad; a ese favoritismo de la hora que el  transcurrir del mundo suele repartir por parejas.

Debería haberse inclinado el azar a que nos encontráramos en Granada, para ponerle un poco más de embrujo al reparto de la gracia, pero no se anduvo complicando, pues la magia también trabaja de oficio, y lo nuestro vino a suceder en Segovia, la de la sobria belleza castellana, la luz perlada, la piedra azucarada y el turquesa en los cielos.

A Segovia acababa de llegar yo proveniente del Principado de Andorra,rodando en bicicleta y por trenes nocturnos, guiado por el caprichosa velocidad de la sangre de mi juventud, que como ahora me gusta recordar, ha sido ésta la mejor aventura que me ha sucedido. Había decidido estudiar en la Escuela de Hostelería de la ciudad, que por entonces era la única que existía en nuestra región.

Ella había nacido en una bella localidad de Jaén, de cuyo nombre haré por no acordarme, y allí fue espigado su cuerpo junto a la vieja alcazaba, junto a olivos retorcidos por el sempiterno vareo del viento, bajo un sol cristiano y avasallador y el guiño moro y zalamero de la luna. 

Estudiaba entonces ella en Granada, donde ya había cursado Magisterio y andaba haciendo aquello que llamaban "curso puente" a Pedagogía o Psicología, como mi memoria se aplica en archivar. 

Ahora caigo en que ella llegó del sur y yo del norte a tierras del centro, para asistir a una cita que desconocíamos. 

Será que la magia, después de todo, se esmera en sus asuntos. 

Ahora reparo en ello, qué cosas, y pienso que aunque cierto, el azar hace cosas rebuscadas a menudo, pintorescas algunas hasta para ponerlas en cualquier historia.

Llegó ella a Segovia con la disculpa de asistir a un congreso académico. Un día tomó uno de aquellos trenes quebrantahuesos que surcaban nuestra Península y se presentó con una amiga en la meseta de la que  dolían los autores de sus lecturas adolescentes. 

Acaso alguien le había hablado ya del acueducto de la ciudad a la que viajaba, acaso ya había visionado en estampas el perfil aguileño de su alcázar,tal vez supiera de la caramelizada piel de los lechones asados de Castilla; y acaso también ya sabría de mí-el que le esperaba sin saberlo- por alguno de sus sueños blancos.

Quiso el azar  que yo hubiera alquilado un cuarto en casa de un joven maestro de Cuéllar. Era éste recio, parco, obvio, como el calizo pellejo de su tierra, y además medio novio de la amiga con la que el destino la dirigía hacia mí. 

Y quiso la necesidad, como siempre en que se le dan tantas facilidades, que en aquella casa arrancara nuestra pasión.


ILUSTRACIÓN DE "EL LIBRO DE LOS LIBROS" DE QUINT  BUCHHOLZ.

Y de si los fuegos de nuestro amor se avivaron junto al Alcázar, junto a los álamos del Eresma, o compartiendo un cochinillo asado, de eso no sabría hablar.

Tampoco sabría decir bajo qué tutelar luna firmamos el invisible contrato de nuestra unión, acaso por lo mucho que he dedicado a olvidarlo sin conseguirlo.

Pero  sé que fue fácil, sencillo, llano. Sé que los alguaciles de la sangre no demoran sus tareas cuando están los cuerpos conjurados. Sé que bastó una mirada, sé que acaso bastó más bien negar una para tener todas las demás. Sé que bastó el silencio para oír la algarabía del pulso, sé que fue suficiente la ínfima caligrafía de un beso para humillar  a la más amplia biblioteca sobre el amor.  Sé que  su cuerpo fue el crisol del cuerpo mío, y el mío, el que dio forma a esa materia que ella siempre había sentido sin apresar. 

Supe que la carne es el mejor  molde para los suspiros y los anhelos. Supe que para cimentar las torres de la contemplación extasiada basta una caricia, una risa, el maremoto de una lágrima definitiva.

Sé, sé, supe...Cuánto hay que saber para no saber nada.

Tres fueron los años que duró la historia que estoy historiando. 

Nuestro amor subía y bajaba en trenes largos y lentos como el sollozo. Hubo las acostumbradas noches densas y frías de la añoranza. Hubo trasiego de ilusiones, hubo llamadas en teléfonos de color marfil que colgaban de las paredes, hubo llegadas orquestales en las estaciones, hubo pena en los andenes, hubo muertes entretenidas en los adioses.

Cada semana nos escribíamos largas cartas, y nos las enviábamos como palomas sedientas; iban y venían en los zurrones de los carteros para que saciáramos la sed el uno en los pozos de los ojos del otro. Yo le trascribía poemas de Octavio Paz, de Neruda, y, sobre todo, de Pedro Salinas, de su “La voz a ti debida”, de su "Seguro azar", y todavía no de su "Largo lamento":

¡Si me llamaras, sí, / si me llamaras!/ Lo dejaría todo,/ todo lo tiraría:/ los precios, los catálogos,/el azul del océano en los mapas,/ los días y sus noches,/ los telegramas viejos/ y un amor.

Ella me contestaba con versos de Lorca, y otra vez de Lorca, que era muy andaluz, y de Miguel Hernandez, y de santa Teresa.

Y yo seguía con Salinas, y ella terminó por comprarse el libro.  Me decía que lo leía con candor, pero que las letras no olían como cuando yo se las escribía, y esto es algo que yo no sé si es bueno recordarlo tanto. 

Y siempre estábamos de demanda, que es lo que trae el amor, y me llamaba, y yo sacaba el billete, y le prometí dejar mis ecos de futuro, los días de mi soledad beduina, las llanuras del trote de mi juventud. Y la llamé, y ella acudió, y queríamos que no hubiera más estaciones, ni más raíles en la noche, ni más túneles en los meses, ni más adiós.



ILUSTRACIÓN DE "EL LIBRO DE LOS LIBROS" DE QUINT  BUCHHOLZ.

Así que iba a ser ya lo nuestro una necesidad agraciada: un seguro azar.

Sin embargo,y aunque siempre parecen circular por claras y sólidas vías:
¡ cómo se extravían los trenes del amor!.

La primavera procesionaba por los chopos de la ribera,las nubes violetas parecían nazarenos con sus capirotes, y cerca de mi casa segoviana, ensayaban las cofradías la música encarnecida para la Semana Santa. Así que Todas las tardes, las tardes todas,la moliente música de los cofrades, entraba por las ventanas y me fustigaba el ánimo.

Una de aquellas tardes la llamé. Entraría por la ventana el prófugo sonido de algún clarín o del algún tambor. Ella no estaba. Acudía una y otra vez con mi mejor sonrisa a la casa de una amable señora para llamar, y nunca me había parecido tan hostil aquel teléfono de color hueso de la vecina.

Muchas veces llamé aquella tarde hasta que la señora se enfadó, muchas las cabinas callejeras en los que entré aquella noche buscando que ella descolgara el aparato allá en el sur.

Fue aquella una noche de trenes rotos. 
Horas de  azaroso viaje por sueños negros. El vagón de mi cama se llenó de pasajeros infaustos.

Al amanecer ella al fin descolgó el aparato que yo sabía que era negro.

Nunca comprendió cómo lo supe; como le di tantos detalles de aquella su noche de pasión.

Luego, con aquel otro hombre estuvo un año, hasta que la dejó.

Quiso volver, pero yo no salí a  recibirla al andén aquella vez.

Quise volver después yo, pero ya no había billete para mí.

Luego, algunas cartas sin poesía, los cambios de raíles a que nos obligó la vida, y el sinuoso olvido sobre las estaciones  que nos separaban en los días.  

Desde entonces he viajado muchas veces en la azarosa necesidad del amor, pero, acaso, nunca como aquella vez.

No hace mucho la encontré en Facebook,y en ello no medió ni el azar ni la necesidad, fue tan sólo la nostalgia.

Me alegré. Los mismos ojos verdes, la misma palidez...

Quise mandarle un mensaje, uno solo:  “Quédate con los precios, con los catálogos, con el azul de los océanos, con el olor del arrayán de la Alhambra, con la luz perlada de Segovia ,  y con el recuerdo y con lo que ya no fue, pero devuélveme la voz…”

Pero nada hice, aun sabiendo que si existiera la imposible gracia de que se me devolviera, podría volver a llamar al  amor como aquella vez.

Dejemos a la nazarena procesión del recuerdo pasear nuestras imágenes de pasión, que suenen los tristes tambores por las calles de la memoria, que siga el tiempo escenificando el calvario del desamor, que siga la memoria reclamando la redención.

Todo va a ser que la pasión amorosa tiene también algo de éxtasis y de calvario.  



Dibujo propio de Pedro Salinas,
año 1990.
















lunes, 4 de marzo de 2013

La tierra concernida



Todo es nuevo quizá para nosotros.
El sol claroluciente, el sol de puesta
muere; el que sale es más brillante y alto
cada vez, es distinto, es otra nueva 
forma de luz, de creación sentida.

"Sigue marzo"
Claudio Rodríguez




Primavera , del pintor norteamericano
 Grant DeVolson Wood, (1891 – 1942)
Reedición del 2 de marzo de 2014












Las gentes del campo saben que marzo es el mes de la liebre. 

Éste es el mes en que a estos animales huidizos parece que les bulle una fiebre; que se les rompen los resortes que las tuvieron encogidas bajo la tierra invernal, y sintieran que es el tiempo de brincar por el mundo sin consenso.

Los norteamericanos tienen una perezosa marmota para acotar el invierno, pero los ibéricos, haciendo honor al nombre, pues  como es sabido "Iberia" significa "Tierra de conejos", nos fijamos en los orejudos saltadores para saber que la primavera esta cercana.

Ayer me salieron al camino varias liebres, crías pequeñas, enaltecidas, y esto me gustó; me agradó que la naturaleza no desmienta todavía la sabiduría del terruño. Y digo “todavía”, porque con esto del cambio climático, los viejos refranes ya no predicen tan bien lo que los hombres habían aprendido del tiempo y sus azares estacionales.

Ahora nos los dicen, y se siente apocada la sabiduría de las viejas sentencias, como quien ve a alguien vestido con las ropas que no son las suyas,prestadas de otros corpus, como de ropería de beneficencia.

Por los demás, desde siempre, también, entre los humanos, la llegada de la primavera se advertía en unos seres no menos orejudos y saltadores: los poetas y escribidores como el que ahora te sale dando botes en tu camino, apacible lector.

He sabido que a Rimbaud le inquietaba el invierno. Y le asustaba no por sus rigores, parquedades y días estancos, que es lo suyo; sino, como dijo en “Una temporada en el infierno”: por su comodidad. 

Eso mismo le debe de pasar a la vida, cuando cada año viene a sacudir nuestros ánimos hibernados, como avisada por la bocina que soplara  el alguacil de los astros.

Rimbaud fue un poeta primaveral; mucho, tanto que podríamos decir que fue la gran liebre en los marzos de la literatura. Desde muy temprano, el terrible de Arthur anduvo por su tiempo haciendo lo que otro poeta, T.S. Eliot, dejó escrito en “La Tierra Baldía”, sobre lo que viene a hacer el mes de abril por nuestros pagos occidentales:

                                             “Abril es el mes más cruel, criando
                                              lilas de la tierra muerta, mezclando 
                                              memoria y deseo, removiendo 
                                              turbias raíces con lluvia de primavera. 

                                             El invierno nos mantenía calientes,cubriendo 
                                             con nieve olvidadiza, nutriendo 
                                             un poco de vida con tubérculos secos” 

Eliot escribió lo anterior en los tiempos de su fiebre inicial de poeta. Luego se puso sombrero de bombín, se hizo banquero y acaso le tocó hacer lo que hoy sabemos mejor que nunca que hacen los banqueros: remover turbios bienes raíces con primaveral lluvia financiera.

Pero estamos aún en marzo, el ventoso, que ya nos recordará la sangre la cuota de vida que le debemos al lluvioso abril, y la tasa  de nueva floración que le adeudamos al computo de mayo y al de la existencia.

Estamos todavía con Rimbaud, que con la afilada reja de su palabra, roturó la invernal poesía del siglo diecinueve. Luego, a los veinte de su edad, abandonó sus brincos, la literatura y se dedicó a traficar con los días. Murió a sus treinta y siete años, o, más bien, para seguir el hilo, se refugió en la temible comodidad de la muerte.Y desde entonces ha vuelto con cada adolescente, que es la manera en que la evolución pone injertos en el tronco de la vida; y en el baile de san Vito de las emociones de cada incipiente poeta; y en cada ser febril que no sabe trazar los surcos de sus sensaciones para repetir, como la primavera, el sempiterno parto de lo que quiere seguir existiendo. 

Así que cuando uno sale al campo en estos días, haciendo lo propio de un “soñador de caminos”, se encuentra a los campos haciendo un ensayo general, con vestuario,con todo el reparto, del que será el próximo estreno escénico de lo que acontece.

Ensayo general de la primavera en tierras de Aldeatejada, (Salamanca).
3 de marzo de 2013, foto propia. 

Y llegados hasta allí, se encuentra uno al mundo aún mohíno, como triste, un poco perezoso de tener que parir de nuevo lo mil veces parido, como receloso de abandonar el confort acolchado del invierno.El cielo esconde un poco su esplendor, luce en grises tímidos de mocita que no se cree su color, su tersura y su gracia. Las nubes, cuando el sol les falta, son borrones de tiza en el encerado de un horizonte de instituto de secundaria; el verde es un verde párvulo que se derrama en una sucesión de bocetos y garabatos de artista indeciso, novato.

No brotan todavía del paisaje los violines estacionales de Vivaldi, ni la florida sonata de Beethoven que suele recibir, más adelantado el tiempo, al motivado viajero silvestre. 

Campos de Aldeatejada, (Salamanca).
3 de marzo de 2013, foto propia.

Los árboles lucen aún su raspón, y queda para que los veamos como los vio un adolescente ebrio de hermosura, aquella manera que tuvo Rimbaud de ser zamorano, en la España cicatrizada de la posguerra incivil, en aquella rebeldía estética que tuvieron los campos de Castilla de ser Claudio Rodríguez.

Ayer fue domingo, y los domingos conviene que al ánimo le salgan estos ramajes verbales, que ya, ya se encargará su opaca tarde y el resto de los días de la semana de podarlos.Sentado en un alto, sobre roquedales raspados por el viento, miraba yo el paisaje con pose de un Unamuno avieso y contradictorio y, como no había pedido permiso a los académicos que le guardan el pose en la Historia, va a ser mejor que no se enteren. Me contradigo,digo, pues no había viento en mi mañana contemplativa y condescendiente, y apenas nada sonaba en mi visión. Cierto que alguna abubilla barría frenética la tierra del sendero, y puede que algún mirlo dejara en el aire la sementera de su canto; pero me faltaba la música. Lo que me retuvo durante horas, sobre la cátedra agreste de la piedra, fue la sutileza que apreciaba en el paisaje.

Un paisaje castellano, salmantino, que yo veía, diferente del “Tosco sayal de campesina” del que habla Antonio Machado, cuando se refiere la humilde primavera soriana de sus días; pero acaso con similares cuítas. 

El sayal charro que yo tenía ante mi era liviano , sutil y generoso: mis ojos saltaban como liebres de matiz en matiz, de lejanía a cercanía, del malva al siena, del verde crecido al verde desvaído, del deseo a la celebración, y mi ánimo se apropiaba de lo que sólo era aire prematuro y tierra ajena.

Y me sentía un poco ladrón, un poco mirón; pues el escribidor se sienta a ver lo que aró el agricultor esquivando la aguja del frío, lo que abonaron las lunas en sus gestaciones mensuales, lo que cebaron las lluvias que caen a menudo a destiempo y que siempre son foráneas, a gozar sin más lo que el largo desvelo de las estrellas tantas noches acunó.

Y si embargo, algo sé de arañar la tierra de parte a parte, de estercolar con el tridente de los deseos las cosechas propias, de pastar rebaños de sueños por los campos, de la labranza callada y taciturna que llena los silos comarcales.

Aunque, también, en estos tiempos yertos, baldíos hasta para la más optimista poesía declarada de políticos y banqueros, sé que no es de recibo llegar con estéticas paisajistas; con lo que está cayendo, con lo que queda por caer..

Sí, llego yo ahora, o cualquiera, como un dominguero de las letras, como un “Labrador de más aire”, del poeta grande y humilde Miguel Hernández, que fue gran perito en contarnos las primaveras de las letras.

Pero si estaba allí, es porque a mi alma (esto va a quedar un poco hinchado), lo que veía y sentía le concernía, como a cada palmo de tierra que observaba le concernía lo suyo, y allí donde asomaba el trigo, todo contribuía al crecimineto del trigo; donde la cebada descabezaba, a la cebada le daba sustento; donde la advenediza colza de nuevas siembras se adivinaba, allí prometía la tierra que será amarilla la visión; donde el pasto aún raso, ajustaba alto heno, donde barbecho decía reposo, donde la tierra enseñaba su desnudez hablaba de futuros girasoles que llegarían a regular el tráfico solar...

Y esta es la tierra que cada uno ve: la que le concierne; la de sus posibilidades, la de las esperanzas de sus siembras; el espacio donde cada cual alienta su simiente, lo propio, lo abonado con sus días, lo que fructificará, o no, para alimento de hoy y semilla de mañana; la siempre ajena tierra de los sueños.

Pero todo eso fue ayer.

Hoy, de aquello: poco, y donde la emoción y la esperanza dijo “Digo”, ahora parece decir “Diego”.

Hace frío ahora, viento desaforado viene, nubes atragantadas cruzan el cielo ajeno; es el cielo escrutado de los metereólogos, es la nubosidad variable y de los augures de la bolsa. Es, en fin, un lunes calámbrico, rencoroso, y como todos los lunes, con un eco de música que suena en otra parte. 

Me asomo a la ventana, y de lo que ayer me avivó, no veo apenas nada. Será que fue otra ilusión de escribidor; será que este gobierno nuestro está difiriendo el finiquito de este invierno, pensando acaso en suprimir la primavera - propensa a crecidas sociales- como nos suprimió el ánimo de la Navidad.

No se ve todavía a las golondrinas, y aún así, pues aunque las viéramos, hay un refrán (y éste si está en vigor) que nos recuerda: “Una golondrina no hace verano”...

Tal vez sólo sea que aún es invierno en el calendario; o que el “Invierno de nuestra juventud”, del que escribiera Shakespeare, es el que está instalado sin componendas en nuestro país; ese invierno de números, gráficos e informes baldíos u duros como lastras.

Y sin embargo, todo el hálito de lo vivo sobre la tierra ajena comienza ya a pedir más vuelo.

Y siempre, por estas fechas, lo siento, y yo lo veo, como si me concerniera; como si la función primaveral fuera conmigo.

Uno de los caminos, junto con el de Santiago - con el que se termina uniendo- 
más emblemáticos de España: el de "La Ruta de la Plata".
Tierras de Adeatejada (Salamanca) 3 de marzo de 2013, foto propia.