jueves, 24 de diciembre de 2015

Tiempo de adviento

¡Feliz Navidad ! os deseo desde mi modesto estudio, obrador de donde salen estas historias.

Siempre, llegados al primer domingo después del día de san Andrés, el párroco nos decía desde su púlpito que entrábamos en “Tiempo de Adviento”.

A mi esta palabra me ganó desde  la primera vez que escuché su suene de clarín, acaso por el aire de expectación que se le oye entre las letras, o por el olor a promisión que tiene su grafía; como el que traen los instantes anteriores a que empiece a nevar.

A mí, eso de ponerse a esperar, como nos decían, me gustaba, pues solo se espera a lo bueno, a eso que nos va a traer alegría. Que lo malo, ya nos lo sabíamos, tiene la mala costumbre de llegar a destiempo, a deshoras de juerguista, con la impertinencia del caprichoso. Así se espera a la flor del almendro en los blancos sabanales de marzo como si fuera un telegrama de la próxima primavera, y a la del cerezo como al timbre del recreo escolar para salir a jugar al mundo, y al racimo salivando azúcar en las vides del estío, y a la nogal que libere de su puño el pequeño arcón de la nuez.

Pero nadie le da aguardo en su pecho al hielo que muerde la flor, ni al pedrisco que apalea la uva, ni al rayo que fulmina ganados por los prados, ni al fuego desaforado que  hace con los castaños y sus buenos frutos un extenso e indeseado “calbotero”. No, nadie convoca ni espera éstas ni otras fatalidades, pero tampoco nadie las sabe parar.

Los niños son expertos en esperas, y los niños de los pueblos acaso lo éramos más. Esperábamos cosas sencillas como que salieran los polluelos en los nidos, que abundaran las cerezas, que maduraran los madroños, que las zarzas dieran sus perlas negras; que llegaran las vacaciones del verano para rodar  bicicletas,  que subieran los del pueblo vecino para volverles a ganar al fútbol, que fuera siempre domingo por los cinco duros de paga, estrenar alguna ropa que no hubiera sido de tu hermano,  un par de zapatillas…, y, claro está, que llegara la Navidad, pues siempre es tiempo de dádivas.


En Sequeros, cuando llegaban estos tiempos, yo me asomaba como raposa de gallinero por los cristales de la tienda del señor Gil y la señora Eva, o por la de la señora Avelina y el señor Ramón, por ver si a esos espacios siempre bien surtidos de parcas cosas nutricias como las bacaladas, los toneletes de escabeche, el café en grano de Portugal, las latas de conserva…, y demás cosas que se requieren en una vida de diario, habían llegado la orquestación festiva y luminosa de los polvorones, las peladillas gordas, los mazapanes, los higos secos, las pasas de Málaga, los turrones, las frutas de Aragón. Y cuando esto sucedía entraba muy serio y demandaba de todo un poco. “Y que dice mi madre que lo apunte…”, y me iba al monte con mis presas. Y hecho en una tienda, hecho en la otra, y la alegría me duraba hasta que mi madre bajaba a pagar su hoja del cuaderno del fiado, y se encontraba con el recado de mi trampa.

Me veo ahora en todas aquellas catequesis de mis años tiernos escuchando lo que el fin de año nos traía. Nos habla el cura de turno, que acaso sería don Marino de la Alberca, o don Ángel o don Francisco de Sequeros, o don Saturnino del hospicio salmantino, o don Santiago del seminario de Ciudad Rodrigo. Mientras, otras cosas iban llegando. Llegaban cartas de los amigos lejanos, de la familia, y el cartero con paquetes de las tías que estaban en Alemania, en Barcelona, en Irún, en Francia…, o en algún lugar así en donde vivían los reyes Magos. Y esperabas también aviso del locutorio telefónico de devolución de llamada de aquella que besaste en verano y se fue a su Mondragón, o su Madrid, y esperabas también sin decírselo a nadie, cada Noche Buena, a que del coche de línea se bajara alguien que nunca se apeó.

Pero en realidad, al que esperaba en aquellos tiempos de azulona Navidad, poniendo en sordina las palabras del párroco, y volando sobre los villancicos, era a mi mismo: al hombre que iba a ser, a los maravillosos años que vendrían, a la emocionante vida que llevaría en esa permanente natividad que es todo futuro cuando se le mira desde el pesebre de la inocencia, de la ilusión, del trabajo y de la voluntad.

Y esto es lo que os deseo en estos días, amigos lectores, que os advenga mucho, y todo bueno.

Relato publicado en el número de diciembre de 2015 de "El Periódico de la Sierra", rotativo mensual de la Sierra de Francia, en Salamanca.





domingo, 20 de diciembre de 2015

A cuentas con la Navidad




A mí, como hombre de letras (cinco o seis de nuestro alfabeto castellano, nada más, y puestas aquí y allá, no te creas), soy aficionado, advenido este tiempo, a escribir un cuento de navideño.

Pero este año me lo he encontrado hecho en la sección de “Obituarios” del diario EL MUNDO, del pasado domingo 13 de diciembre. Me gusta siempre mirar esta sección de los rotativos, y no por morbo, ni por, cómo me dijo un anciano por ver si aparecía su nombre por esos despistes periodísticos, ni siquiera por la mala bilis de ver, como hacen otros, si las barbas de los queridos enemigos han sido rapadas por la guadaña, no: por nada de todo esto, sino porque en las crónicas póstumas de los periódicos suelo encontrar mucha vida. Ahí me entero del adiós de tal científico, o literato, o gran dama, o personaje de vida ejemplar del que nada sabía.

Este ha sido el caso de Evan Laversage, niño de apenas 7 años que después de cinco luchando contra el Cáncer, ése maldito componedor de necrológicas, falleció.

Vivía el niño en St. George, ciudad de 3.000 habitantes al sur de Ontario, Canadá, e hizo que este año en su localidad la Navidad se precipitara casi 2 meses. Ocurrió que el parte médico de Evan no daba esperanzas al pequeño, y sus vecinos decidieron llamar a Papa Noel, echar sobre los 18 grados del ambiente nieve artificial, ponen ya las luces titilantes por las calles, despertar a los árboles sus frutos navideños, hacer una cabalgata con siete mil personas, cantar villancicos, y no digo que a empezar a comer turrón pues eso es hispánico…, pero qué leches, tal vez también.
Y el niño tuvo su Navidad en octubre, la recordó todo noviembre, y el pasado 6 de diciembre se marchó a un lugar aún más remoto que el Polo Norte.

La Navidad de Evan Laversage. Octubre de 2015. St. George, Canadá.
Y ahora que Evan nos ha regalado tan preciosa historia, espero no fastidiarla yo cono con las letrillas que siguen.
Y esto es que se me ocurre que en esta Iberia nuestra llevamos también meses anticipando Pascuas. Hemos tenido largos días de cabalgatas anticipadas de Reyes Magos, barbosos Noeles, duendes traviesos de larga coleta, algún que otro paje de impoluto traje y corbata, e infinidad de cantarines coros por nuestras casas pidiendo el aguinaldo electoral.

Unos nos contaban cuentos, otros que se dejaran de fábulas y se ciñeran a las cuentas, ignorando acaso que ambas palabras vienen etimológicamente del mismo vocablo: cómputo; esa recolección de cosas, números, hechos, sueños, promesas, ay, desengaños…

Éstos nos sacaban su turrón más duro, el que rompe los dientes de la esperanza social; los otros un jijona blando y dulzón de los que dejan unas caries tremendas; aquellos nos empalagaban con sus mazapanes, y los otros ofrecían unos polvorones que se desmigaban que no veas.

Y nosotros ahí, cogiendo de la bandeja familiar esto o lo otro, o mirando el blanco ovalado de las peladillas.

Y he aquí que hoy, domingo 20 de diciembre, todos vamos a dejar la carta pedigüeña de nuestro voto en el gran calcetín de  las urnas que nos han puesto en la chimenea patria, por ver que nos echan esta vez los magos de la política.

Yo he vuelto a pedir una bicicleta nueva, pero no tengo muchas esperanzas de que me la traigan, pero quien sabe.

¡Feliz Navidad Evan! ,y si andas por ese país de los sueños, mira a ver si me echas una mano, como me la has echado en estos párrafos.