sábado, 4 de mayo de 2013

Tanta luz en los ojos



No te precipites.
Si existe la luz
ella misma dará
contigo.

Charles Bukowski


LA PIEDRA LUNAR. Ilustración de Quint Buchholz.
A menudo recibo carta de mi madre. 

Mi madre es ya anciana, y como todas las madres, tiene tendencia a desnaturalizarse como persona, como mujer de carne, hueso y suspiros, e irse transformando en un símbolo, y los símbolos - nadie lo ignora- habitan todos en la nebulosa del pasado.

Pero mi madre es aún presente y, decía, me pone cada quince días un puñado de letras, como cuando de pequeño me llenaba el plato de porcelana de lentejas con arroz. 

Y su caligrafía es abigarrada, humilde y sustanciosa como un buen guiso de legumbres. El sobre que me llega resulta del todo anticuado en estos tiempos digitales. Es un sobre que decían de tela,  casi cuadrado, con ese papel de seda por forro que hace un ruidillo avieso al abrirlo, y al hacerlo uno encuentra dentro una cuartilla doblada con celo, resguardada y dormida como si hubiese hecho el trayecto tapada con un edredón. 

Tiene la mujer el “Horror vacui” típico de las generaciones  de la escasez, así que cubre con su grafía ambas caras del sobre con la dirección de destino y el remite, y la cuartilla la llena con surcos de letras grandes como hechas con un azadón; hasta el límite de su extensión, como si no hubiera más papel en el mundo. 

Lo primero que pone es una cruz, y lo último lo escribe haciendo una espiral por los bordes de la hoja, así que hay  dar vueltas al papel para terminar de leer lo que pone tan apurada como quien termina de correr un maratón. Es frecuente que su última palabra acabe, después de subir por los bordes hasta el encabezamiento, junto a los dos palitos de la cruz. Frecuentemente también, esas palabras postreras suele ser: <<hijo, sé “Onesto”>>, y esto es lo que me propongo hacer  hoy, como siempre, vamos…

Cuando hablo por teléfono con mi madre, la mujer, si no me ando con tiento para terminar, me pregunta: “¿Pero no te casas, hijo?”. Otras veces me lo dice cuando la visito, acaso por Navidad, y en una hora arquetípica de la tarde en la que ella cose y hay en la chimenea un fuego incombustible, yo hago como que leo mientras miro su estampa de reojo. “¿Estás con alguien...? Con las novias que has tenido…”, dice ella. Es que a mí, madre -digo yo- me gustan las mujeres inteligentes…

Yo no sé cuantas novias me tiene contadas ella, aunque, modestamente, he tenido mi correspondiente ración de las legumbres de Cupido.

Los hay, como un tal George Clooney, que cuentan haber estado con miles de mujeres. ¡Hala buffet libre del amor! Me cae bien este Jorge, al que todas creen y todos envidiamos, pero me gustaría decirle que hacer el amor con 2000 mujeres no tiene mérito, que si te pones, pues que a lo mejor…Que lo que tiene mérito es hacer dos mil veces el amor a la misma mujer con idéntico asombro y entrega cada vez, y arrebañarle una y otra vez los besos de su boca como jornalero hambriento un plato de huevos fritos.

Y volviendo a la escena con mi madre, donde ella sigue cosiendo,  continúo la frase que dejé arriba en puntos suspensivos: “Es que a mí, madre, me gustas las mujeres inteligentes, y hasta ahora todas con las que he estado lo han sido, y mucho, pues en cuanto me conocieron un poco, salieron corriendo…” Y ella se ríe con alboroto de cacerolas por los suelos, y yo sé que ha hecho por olvidar esta  respuesta, la que siempre le doy, porque sabe que me gusta oír el crepitar de su risa.

Y si todavía queda alguna mujer por estas cuartillas, le diré que sí, que las considero agraciadas, generalizando, por poseer la excelsa inteligencia de la sensibilidad.

Retrato de Carson McCullers

Y como me parece oír un aviso taurino, pues que cambio de tercio.

Hay un cuento precioso de Carson McCullers titulado “Un árbol, una roca, una nube”, en el que  esta autora tan interesante desvela un poco el misterio del amor. 

La idea, casi calcada, se puede oír también de boca del personaje del viejo juez en la incipiente novela “El harpa de hierba” de Truman Capote. 

Un día de estos me pondré a investigar quién copió a quien, aunque me inclino a pensar que fue el avieso y versátil hombrecillo de cabeza prominente.

En el cuento de ella, en un amanecer lluvioso, en un bar de carretera, un viejo bebedor cuenta a un chico repartidor de prensa, que el error de los hombres es empezar la casa por el tejado, esto es: amar a las mujeres enseguida, al principio de todo, sin saber y si haberse ejercitado antes en amar las cosas sencillas del mundo: un árbol, una roca, una nube, por ejemplo.

Qué bien escribía Carson, y cómo acabó. “Arrebujada en su manta / en una hamaca / en un barco de / vapor…” Nos dice de ese final Charles Bukowski, en el poema que le dedica. ¿He dicho: “Qué bien escribía esa mujer”? No, me corrijo: qué bien reescribe McCullers su “Balada del café triste” o su “El corazón es un cazador solitario” en nosotros, en cada lector que deglutimos con admiración sus ambientes de niebla y fuego fatuo…

Y ahora se nos mete Bukowski por medio.

Cuando trabajaba de librero, muchos ejemplares vendí de este autor, pero casi siempre a estudiantes de primer año en Salamanca; jóvenes embelesados en abrir todos los cerrojos de la vida. Tal vez porque yo  nunca he llegado a ser tan joven, no le presté mucha atención a Charles. O puede que títulos suyos como: “La máquina de follar”, “Escritos de un viejo indecente” o “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, entre otros, me echaran para atrás. 

Retrato de Charles Bukowski.
Sin embargo, llevo dos semanas leyendo “Los placeres del condenado”, la antología definitiva de su poesía en la editorial “Visor”, y no salgo de la maravilla del descubrimiento. 

Y es que a mí, que gusto de poetas más angélicos como Rilke, T.S. Eliot, nuestro Valente, y compañía,  las diabluras de la prosa de Bukowski me están resultando reveladoras.

Hace poco, hablando con alguien, vinimos a concluir que sí, que en estos tiempos estamos todos un poco condenados. Por el Banco Mundial y el europeo y el de la esquina de nuestro barrio, y hasta por el banco del parque al que nunca hemos sentido tan duro, tan frío y tan triste, como sacado de una novela de McCullers. Estamos condenados por nuestra desesperanza, y andamos por los días con la rabia de Bukowski y con nada de su lucidez.


Sin embargo, es un tiempo ideal para despojarse de lo superfluo, para darse cuenta que se puede vivir con muy pocas cosas, con muy poco dinero a la semana y con casi ninguno de los engaños de las masas. Es tiempo de saber que se puede poseer el mundo entero sin acudir a un cajero, que se puede pasar sin esa tarjeta de plástico a la que, los muy jodidos, le ponen pegamento y no hay manera  de soltarla…

Sí, es tiempo de empezar correctamente: de saber habitar el hueco entre las paredes antes de embargarse en un Chalet, de saber beberse el viento sin necesidad de un Mercedes, de poseer tu tiempo sin enlatarlo en un Rolex, de un poco de música callejera sin necesidad de Filarmónicas, de saber dotarse de proyectos sin necesidad de panfletos electorales, de saber adquirir placeres genuinos y no subsidiarios de los demás.

Tiempos otra vez de silencio como los de Luis Martín Santos, tiempos, y ya basta, de condena por haber osado coger del árbol prohibido y bífido de la EconoSUYA.

Sí, hay que ser “Onesto” con uno mismo: mea culpa.

Sólo conservo una carta de mi abuela María. La mujer pasó de los noventa. A veces la llamó “La maga del puchero”, pues nunca me supe cómo, con aquel puchero tan pequeño en el que guisaba en la lumbre, conseguía dar de comer a tantos como nos sentábamos en la mesa. También era la guardiana del fuego, pues un tronco de encina le duraba semanas, y siempre andaba la mujer matando la viveza de la brasa con ceniza. Acaso hizo eso mismo con su vida, para durar y no consumirse en vanas llamaradas.

Esa carta es igual  a las que escribe mi madre, y en ella, también haciendo remolinos por el borde y terminando junto a la cruz de inicio, me pide perdón por las faltas de ortografía. Qué cosas, si supiera la mujer que son precisamente ésas, las palabras mal escritas, las que más quiero…

Y bien, espero haber sido “Honesto”, pues ahora, después de haber puesto tantas letras, he encontrado la “H” que perdió mi madre. Y es que acaso esto es la vida: repetir y repetir las faltas de ortografía de los genes de los ancestros hasta que, si tienes suerte, un día los enmiendas apenas.

Autorretrato de este escribidor.

Y ¿qué es lo que  yo he querido decir con la mudez de esta “H”? 

Acaso que busco una mujer para amarla bien, ahora que sé amar las piedras, las nubes y los árboles; que me equivoqué, que sé que estoy condenado y que no me rindo; que conozco una  salida, acaso sólo la mía, pero  es simple suficiente y buena.

Y supongo que saberlo, que masticar estos pobres bocados, es lo que a veces me pone, modestamente, tanta luz en los ojos…




Y ahora os dejo, que tengo que ponerme a escribir a mi madre de estas cosas.