…Viene de “El buen material” 1ª parte”.
Segundo:
Tiempos del barro
Monalisa. Óleo de Fernando Botero,1978. |
Después ya todo fue biografía, historia chica, modesto
inventario.
En el lugar a donde nos
llevaron, a ese colegio de la capital, estuvimos cinco años. Ahora,
y cada vez que pienso en aquel tiempo, me viene una imagen como rebozada en
barro. Sé que durante aquel periodo de internamiento llovería como ha
llovido siempre, unas veces más, otras menos, pero en mi recuerdo se han quedado
aquellos años encharcados, como si
hubiera sido un difuminado periodo de diluvio universal.
El orfanato a donde habíamos llegado sin querer llegar, pues ninguna de
nuestras conjuras fraguó, era un lugar inmenso. A decir verdad no lo era tanto, y así me pareció cuando lo
visité bastantes años más tarde. Pero ya sabemos de la visión inflacionaria de
la infancia.
Había un gran edificio central de tres alturas que
veía muy altas desde la extrañeza. En la planta baja: los comedores, las
grandes aulas para aprender orondas materias, un enorme salón
donde jugábamos los días de lluvia y veíamos
como en misa la televisión vespertina, y en
donde los domingos llegaban unos señores con visera y nos
proyectaban películas de Rin Tin Tin y de Furia, el gran caballo.
Encima del salón, los largos dormitorios de
las largas noches del abandono, con hileras de camas pequeñas, unipersonales, y no conjuntas y enormes como en las alcobas del pueblo. Eran
cómodas aquellas camas para uno solo, sí; pero eran muy malas fabricantes de sueños al principio, pues los que yo soñaba allí me salían secos y duros como mojamas. Y más hileras,
pero con las anchas camas de los mayores, en la última planta.
Alrededor del edificio principal otros menores: los talleres de
los oficios manuales, la residencia de las monjas y sus oficios oracionales, la casa de los
celadores y de las trabajadoras empleadas en la atención de los niños, como mi
madre. En el centro, como ombligo de aquel cuerpo, la capilla de
paredes blancas y con su florida espadaña repujando el cielo a
veces encalado por las nubes.
Panorámica de La Residencia de Niños de San José, orfanato de Salamanca. Foto circa 1970. |
Detrás de los talleres se iba a las huertas, y en las huertas
había una higuera frondosa. Y más allá la piscina de los grandes, como les decían a los de edad mayor, rectangular, con fondo y trampolín, y un poco más arriba la
circular poza donde chapoteaban los pequeños.
Y ya el resto era todo patio, nuestra tierra prometida,
nuestro común aire, y el trozo de cielo
que la vida nos había dejado encerrado entre las tapias.
Allí el enorme frontón donde rebotar las horas perdidas, allí las pistas: la de patinaje
artístico a veces y de fútbol sala otras, la de voleibol, la de tenis
(todas en las zona de las niñas). Allí nuestros campos de fútbol: el de tierra dura y
piedras asomadizas, el más grande completado
de arena de río, que tenía vocación dominical y donde
jugaban contra otros colegios los mayores; el de tierra roja y
blanda también de los días de diario y que hacía un barro traicionero, y el resto era suelo siempre presto a nuestros juegos.
Éramos unos quinientos internos, entre chicos y chicas, cada grupo
estrictamente separado. Los había de todas partes y, seguramente, en más de
una pareja de cada especie. Yo veo ahora
aquel lugar como si lo viera desde el aire, y me parece una apacible
aldea con sus campos junto a la orilla
del río. Aunque, si reparo en la recia
tapia que cerca todo haciendo un bis a bis con los muros de la cárcel
contigua, la imagen pierde un poco de su encanto.
Y eso les debía de pasar a las gentes de la ciudad que se
referían a aquello como “La Inclusa de la cárcel”. Hasta que las monjas se
hicieron cargo del viejo Hospicio
Provincial, allá por 1960, y lo rebautizaron como “Residencia de Niños de San
José”. Entonces la gente dijo: “¡Pues vale!”, y
desde aquel día ya no decían tanto “los hospicianos” o los
“inclusos”, sino “Los chavales de la
Resi”, pero esto sólo cuando se les oía.
Creo que es por el dolor de los capones de sor Nati que pienso
en barro cuando, como ahora, rebusco en aquellos años. Sucedía que cuando ya no
se podían unir con alambres los tremendos rotos de nuestras botas, ni se podían
seguir parcheando los rotos con goma quemada de neumático,
llegaba el fatal momento de acudir a la ropería.
Aunque a mí me gustaba mucho el olor que
había allí, al entrar sudaba
siempre como un garrapo. Era ver a sor Nati detrás de su mostrador, rodeada de
uniformes doblados y cajas, con sus manguitos, con sus grandes tijeras en las manos, y me ponía a temblar.
Entonces, como ante un tribunal, uno decía su causa, y cuando uno ya estaba
descalzo, ella mantenía en alto con sus manos aquello que parecían botas, y les
daba vueltas y las miraba y remiraba
procurando no tocarlas. Nunca supe si la cara que ponía la monja
en esos momentos era de incredulidad o, ya creyéndose el destrozo que tenía entre
las manos, de espanto.
Pero como si uno estaba
allí era porque a aquel calzado que uno entregaba no había encomienda
de rezos, ni milagro que lo resucitara, la monja acababa por claudicar.
Entonces sacaba su estrecho cuaderno. Luego, con la vista enhebrada en
el dedo, iba recorriendo los nombres de la página delatora hasta que
daba con el tuyo. Montaba entonces en cólera
al comprobar lo poco que te habían durado el último par que ahora le entregabas apenas hechas unas tiras.
“¡Calamidad, más que calamidad…!”, gritaba la
sor. Y te agarraba las patillas. Entonces
yo arrugaba mucho la cara, pues decían que
así dolía menos, pero qué va, que no servía, y echaba unos lagrimones que para
qué. Y calamidad, repetía, y tiraba de los pelillos sin dejar de hablar. Que ella nos
veía dando patadas al balón cuando más llovía, decía, y sabía que
disfrutábamos en el barro jugando al guá,
y clavando el pincho en
ese juego tonto de quitarnos el suelo mojado a porciones; y calamidad, más que
calamidad, con esa manía de hacer carreras con las chapas por la tierra humedecida que tenéis, calamidades, que sois unos cabestros; y esas peleas con las pelotas de barro que
un día os vais a matar, calamidad, que eres un Adán, que tú solo te bastas
para arruinar al colegio con tus destrozos…
Pero los chaparrones siempre amainan, y
cuando yo ya le había descargado una buena cantidad de lágrimas, la monja parecía
serenarse, escribía en su cuaderno de cartoné la nueva entrega y la
nueva fecha; te advertía para la próxima; te daba un capón con su anillo vocacional para
que no olvidaras; se demoraba mirándote a través de sus escasas gafas,
y, al fin, sin prisa y sin convicción se acercaba a los estantes del calzado. Volvía, no sin habérselo pensado mucho, con el par elegido, te lo acercaba de manera lenta, como si le doliera
el separarse de sus preciadas piezas de cuero.
Pero yo era un crío con suerte,
pues siempre me dio botas a estrenar, y no como
a otros de segundo, o tercer pie.
A lo mejor era porque yo le lloraba muy
bien, que lo hacía, con mucho sentido, o porque tenía un
número pie raro, o vaya usted a saber. El caso es que en cuanto salía
del ropero desdibujaba la cara de crucificado que le había estando
poniendo, y se me iba silenciando el dolor que me había dejado
como un eco en el cogote el grueso anillo de la monja.
Un chico de La Resi, c. 1973. Gentileza de José González Martín, El Canario. |
Ya en los patios me descalzaba en cuanto podía y me sentaba un
rato a tocar las botas por todas sus partes, a doblarlas, a tentarles las
costuras como me enseñaba en las vacaciones el abuelo y, sobre todo, a olerlas un
buen rato con avaricia.
Luego me las ponía de nuevo, y avanzaba muy tieso, para que me las vieran
los compañeros que enseguida interrumpían sus juegos por el lustre que de mis
botas les llegaba.
Pero tampoco me demoraba mucho en esta frivolidad, pues enseguida nos echábamos a correr hacia el campo de fútbol para estrenarlas.
En alguna ocasión me pareció ver a lo lejos a sor Nati asomada
en la ventana de la ropería, y desde allí seguro que me veía de nuevo en el
lodazal. Pero poco me importaba, pues estaba como loco amasando aquel marginal,
sí, pero nutricio barro del arrabal de la ciudad.
A la entrada de “La Resi” estaba la Portería con su Sala de
Visitas. Por allí pasábamos con nuestra madre los domingos por la tarde,
cuando ella nos llevaba a los parques,
cuando en ellos sacaba de su bolso sus frascos: el blanco del calcio, el
naranja de la vitamina “c”, el rosa porque había mucha gripe... Y nosotros
bebíamos los brebajes en una cuchara de alpaca que llevaba siempre en su bolso
de la botica, porque luego, a lo mejor, nos compraba cromos, o chuches, o
pasteles, o plátanos, que alimentaban
más al parecer por tener una cosa que se llamaba potasio.
Por aquella portería salíamos también en vacaciones hacia el
pueblo, y entrábamos en cada regreso con caras de atropellados. Pero lo que
todos los internos soñábamos era salir por allí “para siempre”, como decíamos, pues
aquello era lo mejor que te podía pasar allí dentro.
Y nos pasó, y yo no lo recuerdo como tan bueno cuando ocurrió.
La verdad es que no sé qué sentí al ver al hombre del traje de lino crudo y zapatos de rejilla blancos con el que se iba a casar mi madre. Pero sí sé hablar de cuando me tocó pasar por la fila de monjas para despedirme. Primero me acarició el pelo la Madre Superiora, sor Estrella, que me era altiva y distante, pues sólo la veíamos en ocasiones especiales, como se ve el destello de los meteoros en las noches despejadas.
Luego
me acarició y me guiñó el ojo sor Josefa, la encargada de los dormitorios, la que nos mandó
callar en nuestra primera noche, que era larga, delgada, y con los ojos risueños
como una jirafa. Sor Josefa acudía con su farolillo a nuestras
camas, en la honda oscuridad, alertada por nuestras voces.
Aquellas noches estaban pobladas por la fauna común de la niñez, pero a las noches de La Resi, se les unía las lúgubres voces horarias de las garitas de la cárcel próxima: "¡La una y sereno...!" ,y así todas las horas hasta el alba. Mucho tardé en acostumbrarme a aquellas voces.
Pero siempre llegaba con el reclamo del llanto sor Josefa, y sentaba su altivez en los bordes, te miraba con sus ojos tiernos, te secaba a golpecitos el sudor de la frente y se iba comiendo los malos sueños como si fuesen hojas de acacia de la sabana. A mi me parecía también que sorbía los gritos de los centinelas como de la charca de la noche, y así lograba dormir ya hasta la mañana sin la maleza trepadora de los miedos.
Aquellas noches estaban pobladas por la fauna común de la niñez, pero a las noches de La Resi, se les unía las lúgubres voces horarias de las garitas de la cárcel próxima: "¡La una y sereno...!" ,y así todas las horas hasta el alba. Mucho tardé en acostumbrarme a aquellas voces.
Pero siempre llegaba con el reclamo del llanto sor Josefa, y sentaba su altivez en los bordes, te miraba con sus ojos tiernos, te secaba a golpecitos el sudor de la frente y se iba comiendo los malos sueños como si fuesen hojas de acacia de la sabana. A mi me parecía también que sorbía los gritos de los centinelas como de la charca de la noche, y así lograba dormir ya hasta la mañana sin la maleza trepadora de los miedos.
Luego le tocó, aquella mañana de nuestra salida, a sor Bonifacia,
que me pellizcó la mejilla y me hizo daño como cuando en su enfermería me
quitaba el esparadrapo de las mil heridas que me hice. Después pasé por delante
de otras monjas de las que me acuerdo menos, hasta que llegué a sor Nati, que
estaba la última.
Al ponerme ante ella, agaché la cabeza y arrugué la cara como por la costumbre. Entonces, al mirar hacia abajo, me topé con sus recios zapatos de cauto tacón y puntera roma. Estaban lustrosos, eso sí, pero descubrí un roto en el lateral de uno de ellos por donde la delataba su media blanca. Levanté enseguida la cabeza, como accionada por un resorte, y busqué con la mirada sus patillas, pero me encontré con su redondo y carnoso rostro avanzando hacia el mío, pues ella se inclinaba para besarme. Y me besaba las dos mejillas, y me arremolinaba mucho el pelo con sus gruesas manos, y cuando se retiró como se retiran las tormentas descargadas, me dejó las mejillas embarradas, y embarradas siguen por el aguacero de las lágrimas de la mujer.
Uno de los equipos de fútbol de La Resi. Grandes amasadores del barro. Foto circa 1973. |
Y salí de allí con una tristeza nueva y desconocida, pensando en los amigos que dejaba: en aquellos compañeros del diluvio, camaradas del barro, habitantes de un arca amurallado, grandes cogedores de saltamontes, miradores de lunas y lanzadores de piedras.
Y puesto a pensar, pensaba en los
celadores, que quién lo hubiera dicho, con lo mal que nos llevábamos, y en las chicas de la parte de arriba a las que no les hacía mucho caso, y sobre todo en las monjas, en aquellas
mujeres, a las que imaginaba rompiendo sus piadosos zapatos saltando a la comba
cuando nadie las veía en sus secretos patios.
Y por la ventanilla del Renault 4 color azul en el que nos llevaban de allí, veía alejarse para siempre a las monjas. Allí quedaron, en una fila
ante la puerta de la portería, diciéndonos al paso del coche donde íbamos: “¡Sed
buenos!, ¡Venid a vernos algún día!”.
Y de igual manera las encontré cuando regresé veinte años después, cuando
allí no había monjas, y ya no era aquello orfanato sino Instituto de Formación Profesional. Pero ellas seguían allí, en las garitas del tiempo, como permanentes centinelas de la memoria; allí para siempre: prisioneras como el niño que fui en los tiempos del potasio, con sus brazos alzados, removiendo aire
enclaustrado en sus gestos del adiós.
Y lo que sentí en aquella despedida se habrá de llamar cariño, y sé
que con él también se logra pegar por
largo tiempo las vivencias que te salen al paso.
Aquella mañana de incipiente verano en que dejamos La Resi,
cuanto más avanzaba el coche, más pequeñas se me hacían las mujeres.
Ya sabía que las monjas no eran de piedra, pero desconocía que el de piedra era yo. De piedra me descubrí, sí, pero no de piedra negra y dura como la abuela, sino de roca melada, blanda, quebradiza, como esa arenisca que dicen de Villamayor. Pues sentía aquel día que la emoción se entretenía en tallar en mí enrevesados sentimientos, como si fuesen filigranas platerescas, como esas de que están llenas las fachadas de la ciudad, y que las monjas me llevaron a ver en su pequeño autobús por primera vez.
Ya sabía que las monjas no eran de piedra, pero desconocía que el de piedra era yo. De piedra me descubrí, sí, pero no de piedra negra y dura como la abuela, sino de roca melada, blanda, quebradiza, como esa arenisca que dicen de Villamayor. Pues sentía aquel día que la emoción se entretenía en tallar en mí enrevesados sentimientos, como si fuesen filigranas platerescas, como esas de que están llenas las fachadas de la ciudad, y que las monjas me llevaron a ver en su pequeño autobús por primera vez.
Continúa…
2 comentarios:
me gustan sus relatos y este en especial pues es exactamente asi como recuerdo todo incluso tambien fuy cuando era instituto pro
fesional
Gracias incógnit@ amig@ por tus palabras, me alegra que te guste mi relato. Si lo pensamos un poco, en la vida todos vivimos iguales experiencias, pero lo distinto es la huella que dejan en nosotros. Espero que las huellas que yo voy dejando en este blog por aquí y por allá, resulten de interés, no por otro motivo escribo. Un afectuoso saludo...
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