miércoles, 30 de julio de 2014

La obstinada remanencia


Los humanos, como los vinos, siempre damos razón de nuestros orígenes.

Es algo que no podemos ocultar, y a la menor que hacemos se nos nota la casta de los aires, el timbre de las aguas, el color de la tierra donde nuestra vida echó las raíces.

E igual  ocurre con el hábitat por donde correteó nuestra infancia, y al caserío del pueblo por cuyos recodos hurtamos el primer beso, o con la sombra boscosa de los montes que se quedó muy pronta y anida para siempre en nuestros ojos.


La hermosa villa de Mogarraz, en la Sierra de Francia de Salamanca.
Estupenda fotografía de Ramón Sobrino Torrens.
Esto que sigo contando seguro que también os pasó a vosotros alguna vez.



Era un frío día, y llegaba yo a una ciudad del norte del país. Asuntos de trabajo me habían llevado a un diciembre nevado y a un castizo hotel. Los viajeros laborales y solitarios sabemos del quiebro que dejan en los huesos el traqueteo de los trenes, del primer sabor a sangre en la nariz de los lugares extraños en donde nos apeamos, de lo que pesan las añoranzas en las sufridas maletas, y de los ladridos fieros de los cuartos de interior de la primera noche en la intemperie del mundo.

En cuanto vi la habitación que me asignaron; un espacio en donde la luz entraba en la habitación subsidiaria de un patio de luces, y en el que el armario se avergonzaba de sí en un rincón oscuro, salí a solicitar una estancia en la que las horas se asomaran a la ancha plaza de la ciudad como en los días de fiesta. 


Pero no había otra, se me dijo en la recepción. 



¿Habría de quedarme yo varios días en un lugar así? Era un hotel al que yo había querido ir por haber leído que en él se alojaba cuando le daba por venir a estos suelo ibéricos Hemingway, y por ello, a pesar de todo, habría de quedarme.

Dejé la maleta sobre el lecho intentando reunir el ánimo para deshacerla, y me eché sobre la cama a remirar el techo; ese confidente con el que hablan en la distancia los trasterrados. Pasarían veinte minutos, cuando llamaron a la puerta. Era el gerente del hotel, y que habían visto al hacer la ficha en mi carnet el lugar de nacimiento, y que no hacía mucho había pasado unos días en la Sierra de Francia con su familia, y que qué días, y que qué pueblos, y qué que gentes, qué que  chacinas y que…


Y me llevaron al otro ala del edificio, y hombre: la del barboso Ernesto no me la dieron, pero que se fastidie, pues él, aunque mucho mejor que este escribidor, nunca podrá contar esta historia.

Vista de La Peña de Francia desde  el privilegiado paraje de "El Robledo", en  Sequeros.
 Foto  propia, julio de 2010.

Y luego, ya en la amplia y alegre habitación que me dieran, me puse presto a airear mi equipaje pensando qué sería lo se habían traído aquella gente de su visita a mi lejana tierra; qué sería aquello -me repetía-  para que yo mereciera en aquel momento el trato de un embajador de un país de maravilla. Y abrí la maleta, y apenas lo hice, salió de su interior una música de gaita serrana con su retiemble de tambor, y un olor a jara y a cantueso, y un agua de fuente con sabor a fresca plata, y un sol oribe de agosto luciendo su joyas, y una pájara en vuelo clamando palabras de mis mayores, y un león florido y… 

Y lo que en mi maleta veía no eran ropas disimulando su desarraigo del viaje y su añoranza y lejanía,no, sino todo aquello con lo que la Sierra de Francia me había hecho, aquel equipaje interior que los años me habían preparado, con la dedicación de una abuela de pelo lunar y limpias sayas negras,para cuando hubiera de salir al mundo.

Era extraño que en el rácano espacio de ese cajón portátil  -apenas un puñado de embuerzas- entrara toda mi niñez y toda mi juventud. 



“Embuerza” es una de las palabras de nuestros mayores, y significa, como nos dice el gran poeta albercano José Luis Puerto en su libro “Cuentos de Tradición Oral de la Sierra de Francia”: Porción de cosas que caben en el hueco de las dos manos juntas. 



Danzantes en la singular Plaza Mayor de La Alberca.
Foto propia, mayo de 2014.

Pero en aquellos tiempos de este relato, yo desconocía que en el hueco que formaban mis dos manos juntas –el cuenco mágico de una embuerza serrana- entraban las inconmensurables cosas de mi querencia.



Entretenido por esos mundos tardé años en volver, y para entonces lo que llevara en mi equipaje de memoria andaba algo desgastado, como una estampa muy remirada. Pero en mi regreso de una tarde de verano, fue salir del Campo Charro y entrar en las espesuras deonde los robles y los castaños se enseñorean, y volví a oír música de gaita y tamboril en la maleta de mi pecho. En los días siguientes recorrí todos mis lugares de la Sierra, y allá por donde iba me saltaban al paso los recuerdos de mis años serranos, y oía una subyugante voz que me contaba lo que nadie más sabe de mí.

Esto es lo que con tanta sensibilidad y magia muestra el artista Florencio Maíllo en Mogarraz con su obra “Retrata2”, al poner en las fachadas de las casas de este bello lugar, los rostros de quienes las habitaron, esos cuadros que en realidad son espejos que nos miran y nos dicen que siguen siendo, que están en nosotros y en todo lo que hay. 



Ahora, al final del sendero de estas letras, sé lo que reciben los viajeros que por aquí se acercan, he descubierto lo que se llevan de retorno los visitantes a sus lugares, sé lo que guardamos cada serrano en el equipaje de nuestras entrañas. 


Y esto es la obstinada remanencia de esta tierra, de sus tradiciones, de sus villas y pueblos, de su naturaleza, de sus frutos, de la cartografía singular de los rostros, de la muerte siempre tan viva, y de la vida inquebrantable que impregna al viajero, como en pocos lugares, en Mogarraz, en La Alberca, en Sequeros, en San Martín y Miranda ambos del Castañar; en Las Casas y Villanueva ambas del Conde; en Sotoserrano, en la Herguijuela,  en La Nava de Francia, San Esteban de la Sierra, Valero... y en tantos otros lugares de nuestra Sierra de Francia.


Artículo publicado en el número 10 de "La Peña de Mogarraz",
revista editada por la Asociación Cultural "Virgen de las Nieves" 
y que sirve cada agosto de  singular Libro de Fiestas
 de la villa de Mogarraz, Salamanca.


Ángel de Arriba Sánchez, 
El escribidor del Tormes.






Este modesto dibujador en su estudio.