domingo, 25 de noviembre de 2012

CUANDO SOPLA EL CIERZO. Primera parte.

Érase un muchacho que quería ir al monte de irás y no volverás…

Inicio de cuento de
tradición oral de la Sierra de Francia (*)




Ignoro si ésta es la sexta, séptima o décima versión que hago de la historia.

Ando manoseando lo que quiero contar  desde hace al menos  veinte años. Y esto me va pareciendo demasiado para contar unos hechos que no protagonicé, que los hicieron otros, y a mí no me queda más que albergar el eco de las palabras de los demás. Sí, sin duda son muchas vueltas para transcribir algo, o para olvidarse del asunto y ahorrarse el trabajo.


Pero que no; que cada cierto tiempo, sin el cómo y sin el porqué,  me llega la historia: “¡Eh tú, escribidor! ¿Te acuerdas de mí…?”, parece que me dice. 

Así que tengo el relato escrito con una vieja máquina de escribir Adler, con una Olivetti Lettera amarilla, con  los caracteres matriciales de la primera impresora que compré, y de otras tantas maneras informatizadas. Pero carezco del cuaderno de hule rojo en cuyas hojas cuadriculadas puse los primeros plantones de este relato.

Era un cuaderno en cuarto, de una doscientas hojas, bien cosido, con el tacto acerado del hule y, como ya dije, con la hoja cuadriculada. Esto, lo de la cuadrícula, era lo único malo que le encontraba, porque los cuadros eran tacaños en su tamaño y a mí, toda aquella geometría, me resbalaba en los ojos. Siempre me ha gustado escribir en cuadernos más grandes -pues soy de frase caminada-, en medida de folio y con hoja rayada, de línea difusa, bien recta, bien trazada y espaciosa, como una acera tirada a cordel o los surcos holgados de la remolacha. Pero aquel cuaderno era como era, y fue el primero que emborroné. Me lo regaló doña Nati, mi profesora de lengua en cuarto de EGB. La mujer se llamaba Natividad, sí, que no  traigo yo ahora su nombre por los pelos para dignificar aquella epifanía escolar. Yo estaba interno, junto con mis hermanos, en el Seminario de Ciudad Rodrigo. Entonces era temprano para que los curas nos hicieran el tentadero vocacional, y aunque hacíamos vida reglada en el adusto edificio del seminario que está junto a la Catedral, las clases eran en un colegio próximo, público y desarreglado.

A mí se me daba bien hacer aquellas redacciones de los viernes por la tarde. Una vez gané un concurso y días después el director del colegio bajó hasta nuestra aula: “Veamos… ¿Dónde está el nuevo Azorín?”, entró diciendo aquel hombre rechoncho entre el tumulto que armamos los chavales al levantarnos de los pupitres, tan acelerados y  desprevenidos. Así que con “Azorín” me quedé. Pero entonces no había aulas mixtas todavía, y aquello me rentó poco para sujetar la mirada de las chicas, y  sólo me sirvió para que los chicos se rieran, aún más, de aquel “Azorín” pan patoso jugando al fútbol.

Pero al menos tenía las simpatías de los profesores - menos las  del matemático-, y un desde ése día un cuaderno estupendo para que, como me dijo la maestra cuando me lo diera, escribiera mis redacciones, y esos poemas que ella sabía que yo escribía cuando en clase pensaba que no me veía. Y yo me asomaba a toda aquella blancura de hojas donadas, y me enaltecía y me asustaba. Me enaltecía como quien ve un horizonte en -como decían los del 98-  en lontananza, como quien ya se merienda las golosinas del futuro… y me asustaba por ver  tanta tierra de labranza, por adivinar  las jornadas que habría de fatigar para sacar algún cesto de provecho de ellas.

Si hubiera sabido entonces lo que ahora sé, allí se habría quedado aquel regalo envenenado de la maestra,  allí también  la medalla verbal del director del colegio.

A lo mejor algo ya intuía entonces, pues estuve mucho tiempo sin rayarlo, sin poner ni un triste esqueje de mis letras.  Lo abría a cada poco, eso sí, y olía los lejanos oráculos de la celulosa, y respiraba el aire no usado que al pasar las hojas muy deprisa fabricaba aquel objeto; y lo enrollaba y desenrollaba, pues era dócil y juguetón como un cachorro panza arriba y, sobre todo, acariciaba la rojez suave de sus labios… digo: de sus tapas. Pero de ir trabajando en él con el azadón del Bic naranja, que para eso era: nada, de nada.

Fue por doña Nati que me animé a trascribir allí aquella redacción afortunada, y a bautizarlo en su primera página con un título que le gustó mucho: “Pensamientos errantes”. Y puesto esto último, me convenzo ahora de que sí: de que en nuestra niñez existe ya el barrunto torpe de lo que luego será nuestra vida.

Errante se vio el pobre cuaderno durante al menos 30 años. Siempre de allá para acá,  a bordo de maletas mal compuestas, sin que pudiera decir nunca  muy de seguido este estante es mío allí donde llegaba. Además famélico la más de la veces, sin llevarse, más que de tarde en tarde, alguna letra a las hojas, algún bocado frugal para templar  sus numerosas bocas cuadradas.
Hasta que un día  guisé en él el primer estofado de este relato, que ya veremos si arranca esta vez.

Pero antes he de repetir que de haber estado avisado, no hubiera aceptado entonces aquel cuaderno y lo que significaba. Que no, que hubiera jugado más al fútbol, que hubiese dado más pedradas a los pájaros,  que  más tapias habría saltado par dar palique a las niñas. Y con eso me hubiera librado de la maldición de ser envestido tempranamente como escribidor, que es vida complicada y desubicada y trabajosa, ya que quedas condenado a andar decenios con montón de historias, sin que aciertes a asentar  ninguna en un triste papel. Y cuando los demás ya cosechan cosas, tú andas todavía por los surcos de aire.

Así que: ¡Y un cuerno me hubiera dejado yo pillar de saber todo lo que luego he sabido!

Pero ahora es tarde ya , y tengo que terminar la historia que he venido a contar.

 Es una historia verdadera, o basada en hechos reales, si se quiere,  pero de lo poco que tengo bien aprendido, es que cuando un escribidor dice esto, ha entreverado ya bastante mentira, para hacerla más sabrosa, más tragable, como el tocinillo al magro del jamón.

Además: es una cosa familiar, es decir, mía, de primera mano, de esas cosas que cuando te las cuentan no son nada, como nada es el hilo del que tira el gatito al principio, pero que menudo embrollo te prepara luego en las tripas , como un ovillo de lana del todo desmadejado por el suelo.

Alguna vez he dado a leer versiones más o menos rematadas, a parientes, amigas, novias, a profesores y a profesoras, y todos que muy bien, que oye, entrañable. Una vez le puse a una versión –un poco afectada, todo hay que decirlo-  un canutillo de alambre y junto con otros relatos se lo pasé a evaluación a una tertulia literaria. Era un grupillo que se reunía un día a la semana en un local institucional, y allí espantaban con sus palabras el bostezo del atardecer provinciano. De vez en cuando traían, con la alegre cantinela de los cuartos de la Caja de Ahorros, a alguna escritora o escritor de renombre, de esos que se leen de oídas, y esa tarde salíamos todos con un barniz lustroso que daba gusto vernos.

Me pidieron los mandamases de la tertulia el manuscrito para la posible publicación en su colección, que ya iba frondosa, y yo  tuve que atrasar dos agujeros en mi cinturón, pues esas cosas a los  noveles les hinchan mucho. Recuerdo que me advirtieron que  se lo diera mecanografiado, que lo de “manuscrito” era un decir. No sé cómo  se enterarían de que un dependiente de librería andaba por ahí haciendo cuentos sin su permiso. Me lo devolvieron al mes y pico. Vino el más nombrado de la tertulia, y digo vino porque andaba yo despachando en la librería y me dejó mi manuscrito mecanografiado  sobre el viejo mostrador de nogal. Y allí hizo ese sonido fofo, pocho, por el que se conoce a las nueces gusanadas. Que tenía cosas, que el cuento del ruso había gustado, que el de la viejecita de “Penélope en el balcón” que bien, y  la historia del  abuelo que bonita pero, pero, pero…

Y yo allí, procurando ignorar que los clientes, y sobre todo las dependientas de las tiendas vecinas, se estaban enterando de que era un “juntaletras”  de tres al cuarto, (es que hoy en día se pone a escribir cualquiera, pensarían acaso). Y yo allí, viendo aquel rostro orlado, con su barbita pretenciosa de escritor tertuliano y requetepublicado, escuchando las palabras que le salían resbalosas de la boca…

Y no sigo… Un día de estos me tengo que poner a sanearme y desaguar la manía que le tengo a ese tipo.

Tiempo después  compré un libro suyo y allí leí retazos de mis historias. Y es que nadie puede evitar que las hojas secas se cuelen por debajo de la puerta cuando las azuza el viento. Un poco de tiempo más y uno de aquellos relatos, “El de la viejecita”, que había cogido el coche de línea de la inmigración, ganó un concurso en una provincia vecina. “¡Ah!, si lo dice Salamanca”, debieron de ser las palabras  tertuliadas alguna tarde gris.

José María Sánchez, conocido como
 "Juan y Medio" en su juventud.
“Cuando sopla el cierzo”, es aquel “cuento bonito” del abuelo. Y aunque él, mi abuelo, tuvo su parte correspondiente en lo que sucedió, no tuvo tanta como la que yo le encomiendo en cada versión y, supongo, la que le voy a demandar también en ésta que quiere echarse a rodar de nuevo ahora.

Mi abuelo moriría en 1973, o sería en el 74, que para el caso es lo mismo. Desde entonces andará faenando por los bancales del cielo. La primera vez que lo llamé para que saliera en mi cuento, lo hizo encantado, algo menos las otras veces, y ahora, que le estoy llamando, le noto reticente. Lo imagino sentado, con un sarmiento en la mano en cuyo extremo ha pinchado una rebanada de pan candeal, asentado, del día que ya se tiene en la despensa de la memoria. En sus labios el pitillo de picadura.  Tuesta en las brasas del fogón de algún atardecer un pedazo de pan. Gira el palo, le da vueltas lentas, para que la miga dore por igual. Luego  sé que le restregará un diente de ajo a lo tostado, un chorrito de la sangre de la oliva, y desdeñará con suficiencia  el manjar de los ángeles. Y lo sé porque, digo yo, que en el cielo, aunque anden sobrados de glorias, no despreciarán, y les dejarán a los que allí van,  las pocas  que los hombres se encontraron en esta tierra. 

Así que pienso que en eso andará el hombre como tantas veces anduvo por aquí haciéndonos tostas a los nietos. Yo le llamó y él ni caso. Y no me extraño; pues  de las  veces que ya hemos salido por esta historia, se ha vuelto un “sanchopanza” escarmentado. 
Así que echo mano de la abuela, que para estas cosas son muy socorridas: “Anda, José María, sal, que te está llamando el nieto…”. Entonces el viejo aparece de mala gana: “Pero hijo, a ti que te va en eso de inventar historias. A mí déjame con lo mío, con lo que fue… Mira que no conviene espantar la era con tanto meneo de la parva. Así que pardal, quédate con lo que hay de una vez por todas. ”

Pero intuyo que de nuevo condescenderá. Luego me pregunta, más para estar en aviso que por curiosidad,  que en qué zaleos le voy a meter esta vez. También me dice que hasta aquí el "¡Arre!" de mi invención. Que me baste- me repite- la verdad, sin más.  Yo le replico que  los humanos no nos arreglamos con lo cierto, con la simple tajada de lo que fue, que a todo le hemos de poner su guarnición. Que para ejemplo el suyo, que anduvo toda su vida en la mentira. “¿Cómo dices pardal…?”, me pregunta. “Que tú fuiste el Juan y Medio de Babeca, y que ni te llamaste Juan ni mediste los palmos para merecer ese nombre prolongado”, le respondo.  “Pero eso me tocó de mí padre -ya lo sabes- , que tuvo siempre, hasta cuando los años le encorvaron, talla sobrada para llenar el traje de su apodo.” “Pues eso mismo abuelo, es que no ve usted que siempre andamos tomando los atajos de la fabula para caminar por los eriales de la realidad…”, le digo, y con ello sé que me lo he ganado otra vez.

Y esta vez va a ocurrir en estas páginas,  que llega mi padre desde las tierras de pan llevar a Babeca. Es el año de  1941. Es muy joven; los años que ha desgranado no llegarían ni a cumplir el raspón del racimo más pequeño de la parra que sombrea la casa de donde llega.

Conviene que sea  febrero de 1941, porque en aquel año pasó un vendaval que dejó destrozos desconocidos. Se cuenta de aquel hecho que por abajo, por la Extremadura, levantó aquel airón desaforado un millón de encinas. Dicen que las desarraigó de cuajo y las dejó por las dehesas desmelenadas, esparcidas como cabezas sin ojos de muñecas.

Cuando leí la noticia, no sabría decir qué es lo que más me sorprendió: si la rabieta sin por qué de aquel aire del norte, si la pena por el degüelle de árboles tan pacíficos y tan sujetos, o la paciencia del que se entretuvo en contar tantas encinas.

El caso es que  en la Sierra de Fronda, donde ocurre lo que aquí se pone,  también la armó tremenda. Y menos mal que fue en el tiempo en que los castaños, los robles, los nogales y demás frutales, ya habían soltado la calderilla cobriza de su hojas. Aun así y todo, quedaron los montes, al parecer, bien trasquilados.

Pero lo más señalado que hizo en el caserío de Babeca fue lo de la iglesia.  Allí quedó la techumbre de la iglesia destejada -por descontado- y además el temporal levantó el armazón de la nave como quien levanta la tapa de un puchero para oler el guiso. Aun así,  todavía se mantiene  la opinión de que la cosa no fue  a mayores por lo que el templo guardaba: La Virgen, los Cristos, las custodias que apresan la luna llena de la Hostia, la casulla que sufragó el rey Juan II de los de Castilla, los santos principales, y los menores, que son los que dejan más plegarias atendidas, y en fin,  los demás que allí se guardaba y que siempre han resultado alimentos de mucho reparo.

Albercanos a la puerta de la iglesia.
DIbujo acuarelado de
Julio Quesada, de 1936.

Propiedad de la Cámara de Comercio de Salamanca

No he sabido todavía la causa de que don Saturio, el párroco de entonces, hiciera venir de fuera a Manuel, mi otro abuelo, a mis tíos y a mí padre, para arreglar aquel estropicio del aire. Ellos eran carpinteros sí, pero digo yo que del oficio habría también de sobra en el pueblo. En fin: quede la cosa  así.

Y los carpinteros forasteros se agazapan enseguida a lo alto del templo, pues no faltaba mucho para que llegaran las nieves. Desde allí arriba, a horcajadas, como cabalgando sobre las vigas del armazón de la nave, mi padre obedece a su juventud. Se entretiene demasiado en el claveteo de los andares de las mozas. Sigue con los ojos el tic,toc,tuc, de los tacones sobre el empedrado de las calles. Los replica con los ojos porque desde allí arriba poco oiría, y además, porque ya en aquel tiempo estaba medio sordo. Las serranas pasan por debajo: que si  al caño por el agua fresca y  a por la más fresca  cháchara, que si al mercadillo que se tiende en la trasera de la iglesia, que si a la novena al atardecer y, aunque no lo digan,  a conocer con disimulo a esos forasteros de lo alto. Mi padre las mira, las remira con suficiencia alada, más o menos cómo deben mirarnos las cigüeñas desde los campanarios. Le atrae a su sangre joven el cebo de las mozas, y rebota entre punta y punta,  la recia mirada de mi abuelo Manuel, pero no puede esquivar su vozarrón y el mandado de estar a lo que hay que estar.

Las tardes del domingo sí que hacía caso a su padre, sin que hubiera que vocearlo, y  se ponía a lo que había que ponerse, que era a pedir baile a las mozas. A una, a la que le tenía mejor sacado los andares, era a la que más se lo pedía. Cuando termina el arreglo de la techumbre le la Iglesia, se queda algún tiempo cumpliendo encargos, pues tiene afición de ebanista, y se ha entretenido en ir  tallando en las tabernas la difícil, retorcida y a veces dura madera de la amistad. Y los serranos le dan faena: que si una puerta, que si una ventana…

Pero ha de regresar a su tierra: la del llano horizonte, la mesetaria confidencia interminable, el ancho patio  de  encinas que no se meten con nadie, que no encrespan los vientos.  

Será la primavera, y se sienta al caer la tarde bajo la parra, y en la tierna sombra le silban en los oídos  los pasodobles que bailó, más que siguiendo la beta de la música, imitando como muñeco articulado los gestos de los demás. Sería  él, en esos ratos espigados, el único hombre que rezara para que llegase otro vendaval a destapar iglesias serranas.

Después, la vida; que ésa sí que sopla y destapa bien las ollas de la ilusión.  Tomará uno de los muchos trenes y se irá  a Bilbao, luego a  Francia y finalmente a  Cataluña. Unos cuantos años, los mejores del cuerpo, los de la juventud, por ahí dejados, pero que para eso son, se diría, como lo fueron los de los que le precedieron. Errantes de allá para acá, moviendo sombra bajo el sol,  encontrando en todas partes el mismo caldo escueto de trabajo, añoranza, soledad y frustración.

Aquí el abuelo, el de esta historia, el que viene conmigo, me dice que ya se sabe todo eso, y que sabe también la mala leche que le salió aquella tarde en Babeca.

Se refiere a cuando regresó mí madre al pueblo. Hacía años que se había marchado a servir como era costumbre. Así lo habían hecho también mis tías, sus dos hermanas, por lo  que los nidales del palomar de la casa de mis abuelos se habían quedado vacíos. Pero cada año, en los calores crecidos de agosto, cuando venían del locutorio del teléfono con el recado de que  volvían las hijas, los viejos se alegraban  como los almendros en el invierno.

El año que me interesa, y del que no voy a echar cuentas para traerlo, en aquella tarde de llegada,  subían José María y Margarita a la parada, y la encontraron, como cada tarde de agosto, llena de gente. Allí entretuvieron su espera con las noticias de lo que les llegaba a las casas vecinas, que sería lo mismo o parecido, y ellos, seguro que participaron felices también de lo que les venía.  

Y llegaría el coche de línea, un Barreiros boceras, o acaso un Pegaso más callado o algún otro de los que fatigaban aquellas tortuosas carreteras. Llegó el autocar una tarde más, y nadie se explicaría cómo es que llegaba con tanto bulto y tanta gente como descargaba. Bajaban a tropel los equipajes de la baca, y los viajeros  para allá y para acá, y ellos allí, que todo les impedía ver bajar a las hijas. Pero al fin vieron a mi madre  que aparecía por la vuelta de aquel trasto que echaba humos de fritanga. La vieron, sí, pero apenas la reconocían, pues así vestida, tan de ciudad, que no era ella más que por los gestos del rostro que compartían. Lo primero que les dijo mi madre fue que aquel año las hermanas no venían; que se habían echado novio en Barcelona, y que habían marchado a cumplir en las tierras de sus  hombres.

Ya mi abuelo buscaba a dónde atar aquel jumento arribadizo que le empezó a revolotear el estomago, cuando mi madre siguió: “Y verán ustedes, padres, que les quiero decir…”, y no siguió, pues se le había puesto al lado, más junto de lo que se permite en los bailes, un hombre alto, pero descompuesto como un perchero con demasiados colgajos, un hombre con un bolso bajo un brazo y de cuyas manos colgaban panzudas maletas de cartón.


Con el Cristo del Perdón
tallado del tronco de un peral.

La Alberca, año 1999.



El abuelo me repite que enseguida lo reconoció, que a la primera se le compuso que aquel iba a ser el ebanista que había tallado el Cristo del Peral, hacía ya, cuando lo del temporal y el destrozo de la iglesia. Y que hecho el conocimiento, fue ya un  desboque de caballerías el  de sus entrañas. 

Y que el carpintero aquel, en vez de mirarle cuando le hablaba, ladeaba la cabeza, como mirando al suelo,  como desentendiéndose de su recaudadora mirada, de su incipiente regaño, como una res que desprecia envite.

Y que él no sabía – me dice el abuelo-, ni tenía por qué saberlo,  que  aquel hombre andaba medio sordo, y que sólo rastreando con su cabeza el aire de sus palabras podía  oírle malamente entre  aquel barullo de la parada.

Y que tardó en remansar el pataleo de aquella recua de sentimientos que desde aquella hora  le resonó en el vientre, eso también me lo está diciendo.




 Continúa...


miércoles, 21 de noviembre de 2012

La Musa dormida

Ilustración de Quint Buchholz.
Hay días en que a uno no le sale nada que decir. 

Y planteada en esa frase la cuestión, que uno siente como un problema, resuelto queda al instante; pues no hay tal dificultad. Porque al decir que no se tiene nada que decir, se está diciendo, así que uno es un mentiroso o cuenta una paradoja.

“¡Pues no digas nada!”, sería el más acertado consejo que en esos días se puede recibir. 
Pero ni con esas, pues a los escribidores nos gusta llevar la contraria a la Musa, siempre, y a los demás, casi siempre.

“¡Qué te calles..!”, nos decían nuestros padres, o en el colegio algún maestr@, y cuanto más nos lo decían, más queríamos hablar. A mí me da que  me tocaron gentes  que no conocían eso que llaman “Psicología inversa”, que debe ser como  tornar la lógica como quien da vuelta a los calcetines para seguir sudándolos. 

Pues si hubieran conocido ese ahorro de la colada del alma, nos hubieran dicho: "Anda, ven, siéntate aquí, ¿Qué es lo que te pasa? ..." Y entonces nosotros diríamos, seguro: “No, nada”, o nos quedaríamos callados como una espalda.

Y para no tener nada que decir, bastante estoy diciendo, y parece que me quiere  salir la carrerilla de los dedos.

Esto va a ser que la Musa me está dando la vuelta a la camiseta, después de  habérla  oreado esta noche   para que me la vuelva a poner otra semana.Y es que las intemperies de noviembre son buenas pilas lavanderas.

Resulta que llevo unos días que no me sale texto nuevo, que no desembalo página y no oigo la novedad del celofán de camisa sacada de su caja.

Uno se sienta al teclado estos días, y se queda  mirando la pantalla como una araña a la que se le ha olvidado comprar el carrete de seda para ese día en la mercería. O con la inopia de  un árbol al que no han suministrado el charol en la papelería…

Sí, va a ser eso, me dije ayer: todo va a ser que es otoño y los rebaños de la inspiración  ya se han ido a la Extremadura, y no es tiempo de que los árboles recorten  y peguen como aplicados párvulos sus hojitas verdes,  y las arañas… por cierto: ¿Qué es lo que hacen las arañas cuando marchan los insectos…? No sé, tendré que buscarlo en la Wikipedia,  que ésa no hiberna.

Pero en fin, a fuerza de mucho machacar, va  quitando el herrero al metal su desafuero y forjándole el  carácter utilitario. De igual manera, a base de martillazos, se aprende que cuando uno no tiene nada que decir, lo mejor es encontrar mucho que escuchar.

Y ya se sabe que el escuchar es rara habilidad.

Uno puede entonces sacar esas novelas que escribió y tiene en el cajón aguantando inviernos. Sí, es buena idea corregirlas de una vez y mandarlas a algún editor benevolente.  Así que se pone a leerlas, que es como  escuchar la propia voz. Pero no funciona, pues ocurre lo que  ocurre cuando uno escucha la grabación de su hablar: que  le resulta extraña, que se advierten muchos fallos, que uno se oye decir muchos “¡Eh!”, “Entonces”, “Es decir”… y demás mojones  que  cada cual intercala entre frase y frase. Y que no, que el tipo ése que habla no es uno, que  qué  va a serlo, pero si le salen de vez en cuando hasta un gallitos.

Así que por ese camino no se puede llevar a guerrear a las mesnadas de la creación.
Entonces uno se pone a leer, el libro ése nuevo o uno de los tantos que tiene a medias.  Y uno comienza  a leer, y la página se le asemeja un gran campo donde germinará, sin duda, el ánimo y la emoción. Pero que va. Que tampoco. Al poco se comienza a sentir la  hoja como un terreno de labranza, y los ojos van haciendo surcos con la lentitud y ahogo de un arado romano, y la tierra  parece pastosa, muy aguada, muy pesada; pues no veas la que cayó la noche anterior.  
Así que se cierra el libro con desdén, como quien abandona caballería y aparejo y se va sin acometer su huebra de lectura (Huebra: espacio – comienza a decir el diccionario, que el muy jodido siempre tiene qué decir- que se ara en un día).

Por ahí tampoco vamos bien, así que puede que una película, un poco de música,  un paseo, un zambullido en Internet a ver qué dice la gente…
Pero nada, todo termina siendo una ruina circular. Esto último, lo de circular, creo que es un título de alguien, acaso de Borges, y si es así: ¡Vaya ruina de ejemplo el mío!


Dibujo propio para esta entrada, mientras buscaba palabras...

Ésto, lo de plagiar, es lo que nunca se debe hacer cuando uno no tiene nada que decir.

Además, sería una infidelidad, pues en estos días no es que uno no tenga Musa, sólo es que está dormida. Y advierto: las Musas tienen muy mala leche cuando despiertan y se encuentran en tu cama a otra más solícita. ¡Ja!, bien te puedes reír entonces de las tragedias griegas, pues su venganza va a ser  dejarte para siempre mudo, y sordo, para que no oigas tu voz; para que no la vuelvas a escuchar ni en un magnetofono.

Pero lo que sí se puede hacer para sufragar la espera del regreso, es visitar a los amigos leídos. Volver a esos pasajes que sabes que te curaran siempre, que restañaran la caldereta de latón para que puedas volver a extraer el agua fértil.

Así que te pones a picotear por tu biblioteca, y  cuando localizas algo, sujetas tu vuelo como un colibrí, y desenrollas tu mirada  para extraer el polen a una página de Xuan Bello, de Manuel Rivas, de Bernardo Atxaga..., o  a un poema de Rilke, de T. S. Eliot, de  Philip Larkin …

Yo, ayer, después de la conventual cena, me puse a revolotear así un par de horas. Vistas las noticias  cerré la tele, y cada vez que lo hago me alegro de poder hacerlo, por haber comprado un pequeño televisor pero con un gran botón de apagado.

Me entretuve  un par de horas en varios parajes de los que contaré dos.

El primero es de José Saramago. Sí, de esa señora “Sara” que una ministra de cultura no conocía- y eso que entonces no había recortes-, y que tuvo la mala suerte de que al poco de su metedura de pata, le dieran a la tal “Mago” el más alto premio que dan por esas cosas del escribir.

El pasaje es de su discurso ante la Academia Sueca cuando recibió el premio Nobel. Empieza diciendo que las dos personas más sabias que conoció no sabían leer ni escribir: sus abuelos. Todo el texto es precioso, pero en especial la parte en el que el portugués rememora la muerte de su abuelo, Jerónimo, el cual cuando supo que tal día moriría, lo último que el hombre  hizo en ésa dura tierra, fue salir al pequeño huerto y abrazar uno a uno a los frutales. Y cuando se desanudaba de un tronco, les daba las gracias por las manzanas, por las peras, por vaya usted a saber qué dádiva recibida, y se fue despidiendo, de cada uno llorando,  como se hace ante lo más querido.

Y luego se echaría en su alcoba a esperar la muerte.

Y cada vez que leo ese pasaje, me digo que pocas veces la muerte taló árbol con tantas hojas, ramas desnudas, flores y lozanos frutos. Ni se llevó escarcha tan afilada,  ni sombra tan rumorosa, ni viento tan furibundo ni  sol embelesado, pues las florestas de la memoria sólo tienen una estación.

Diría de este libro que es "delicioso",
 pero no lo  diré, para no ser cursi...

El segundo pasaje  fue del libro “El mudejarillo”, de José Jiménez Lozano. 

Con el libro me metí en la cama. El autor hace en este texto la biografía de Juan de Yepes,  o el san Juan de la Cruz del santoral.  Cada vez que leo a Jiménez Lozano degusto el lenguaje, lo mastico, lo paladeo, pues es tan rico, sabroso  y rotundo que deberían incluir a este autor en las guías de gastronomía. 

Y es que me alegro de conocer ése castellano suyo, como me alegro de conocer las patatas meneadas, el cocido o el rotundo embutido ibérico.

Hay en su libro un capítulo titulado “Paisaje” que narra lo que le ocurrió al niño Yepes, el mudejarillo,  cuando su familia decidió dar la vuelta a esa prenda de la vida, y mudarse  de Fontiveros a la más grande población de Arévalo. 

Los muchachos le preguntan que cómo era de dónde llegaba. Y aunque aquello sucediera hace tanto, ya se debía de saber  que cuando se llega forastero  a un pueblo, conviene exagerar  y decir comedidas maravillas, para que los chavales te admiren y no te den una pedrada. Al menos es mi experiencia. 

Pero  Juan no, y en esto se asoma ya la santidad linguística  que luego le vendría.  Así que fue y les dijo que aquel pueblito suyo era muy poca cosa, pero que, eso sí, estaba lleno de cosas como:

     “…la torre de la iglesia, las campanas y la cigüeña, la plaza y las   calles, los palacios, las casas y las nagüelas; los corrales, los cobertizos…”

Y sigue así en el relato aquel mozalbete, con la pluma vicaria de don José, declamando otras 258  palabras sencillas de cosas humildes y cotidianas, de seguido, con el único respiro de una coma, que es como el respiro que se da entre sorbo y sorbo cuando se bebe en la fuente. Termina  diciendo que se deja  muchas cosas más, que eso es bastante.

Yo me imagino  a aquella chiquillada bajo los soportales de la estupenda plaza castellana. Escuchan a ese enclenque  recién venido a sus territorios, bailan sus cantos en las manos, le miran de a través, le aguardan quietos,  emboscados como se acecha  la caza. Pero le oyen nombrar  animales, objetos, frutales, cualidades de los vientos, cosas de la vivienda, misterios de los clérigos, gajes de arrieros y otros oficios,  y de los humores del campos y de los cielos… 
Y es de suponer que mucho de lo que oyen lo conocen, que son cosas de por allí, pero, ¿y esas otras?, se preguntarían, todas las demás que dice el rapaz y que va sacando de como legumbres, como tajadas jugosas,  como condumio interminable de su boca, como  de un puchero que no parece tener fondo…

Seguro que ya para el final seguirían la ristra que ocupa todo el capítulo, la  que el nuevo les ha soltado, con el mismo fastidio, impotencia y admiración,  con que se observa el requiebro de las codornices advertidas.

Uno de ellos le dice:

     -  ¿Y cómo va a haber tantas cosas en tu pueblo, si es más pequeño que Arévalo?

Y el niño JUan respondía:
        
     -No sé.

Y éso del no saber me pasaba a mí anoche antes de quedarme dormido, solo, como conviene que se acuesten los escribidores para poder dormir, para poder soñar.

Pero esta mañana al despertar encontré a la Musa a mi vera, caliente, tierna, dulce como un panecillo de leche. Y me traía estas 1701 palabras que van puestas hasta aquí, y las pocas más que me quedan para terminar. 

Será que los telediarios interiores siguen emitiendo noticias aunque uno se desenchufe.

Y me daba ella todas esas palabras como besos, y me susurraba que yo vería, que le siguiera siendo fiel, pues entonces vendrían muchos más... 

Ahora, ya al mediodía, me pregunto si mi musa quiso decir que vendrían muchos vocablos, o acaso se refería a muchos besos más.   

Pero no la despertaré, que siga durmiendo; que ayer tuvo turno de noche...



sábado, 17 de noviembre de 2012

Pregúntaselo a la luna

René Magritte. "La magia negra".
La vida es puro hecho estadístico. 

La vida es algo que viene acaeciendo y que puede, de súbito, una mañana cualquiera, no acontecer. 

Ocurre además, que las cosas de esta vida tienen infinitas posibilidades de manifestarse, pues es el capricho quien las gobierna.

Así que  será por ello que desde antiguo los hombres se han proporcionado medios para asegurarse el favor de los días, y los designios de las noches. A los que manejan esos dones, los más les  llaman dioses, algunos demonios,  otros no hablan, y otros tantos dicen del simple y llano azar.  

Faustina, a quienes en Babeca llamábamos “La Pitia”,  era de las que pensaba que los hechos sucedían por la acción, más o menos mancomunada, de las tres causas. Había -opinaba la mujer- cosas al cuidado de Nuestro Señor, asuntos en que zascandileaban los diablos, y sucesos cuya autoría no era fácil endosársela ni al Uno  ni a los otros. Y éstos, advertía La Pitia, son con diferencia los más numerosos, y los que con más cuidado hay que sujetar. 

Pero don Saturio, nuestro párroco,  la contradecía, y no escatimaba ocasión los domingos en misa para repetir que a los buenos le pasan cosas buenas, y a los malos: pues eso... 

Pero todos sabemos sin necesidad de púlpito que no siempre sucede así; que desgracias sobrevienen a los justos, que con impunidad se acuestan a menudo los villanos. Y por ello había sido que Faustina se había pasado su vida  enderezando lo que ni la paciencia, ni el tiempo, ni los sermones del cura habían logrado destorcer. 

La Sacerdotisa, naipe del Tarot.
Se sabía por toda la comarca que con la tierra y las verduras que de ella revientan, esta mujer desleía  los coágulos que forman en el corazón los males del amor. Sabíamos que ella torneaba el fuego de las velas con sus manos como el barro el alfarero,  y que con las llamas moldeaba para cada cual  la vasija de sus anhelos.  

Era bien conocido también  que a  quien le fuera dado beber los brebajes que preparaba con sus aguas, le remanaban las fuentes de  la salud y  las ganas de coyunda. Y no se oía menos  que a quien respirara  el aire preñado de sus conjuros  el número de veces de su edad, no se le podría hacer mal durante un año entero.

Pero como se saben unas cosas, se saben otras.

Tan escasas deben de estar  las arcas del Cielo, se lamentaba a menudo la anciana curandera, que a quien se le da un don por ventura, se le restan dos; lo que a la larga viene a ser una desgracia, y poco aprovecha el asunto, decía, mientras cogía los cuartos que le rentaban sus apaños. 

Y así era en gran parte, pues achacosa la conocimos todos en todas sus edades, y ella, que tanta pasión ayudó a florecer en las carnes de los demás, quedó viuda aún con las suyas prietas. En el poco tiempo que el amor le concedió tuvo una hija a la que hubo de casar tarde, mal y mediando hacienda. Pocas veces conoció su casa la sobra de tanto como la hostigaron las calamidades. Una de ellas fue cuando aquello del de América, el que por sus palabras lunares marchó, llegó a las tierras de allá y allí medró más que la luna cumplida, y en prenda agradecida le hizo llegar todo aquel dinero.

Pero el aceptarlo resultó para Faustina de escarmiento, para alimento de su desgracia,  pues no había pasado un mes cuando un viento forzó la ventana de su casa,  dio un mal auge a las llamas que se amamantaban en la oscuridad del sebo de los velones y dejó, ya en el amanecer, en rescoldos  lo que fuera su hogar. 

Puede que sea por esta ley que grava las cosas de la magia, que la nieta de Faustina  no sepa apenas lo que es la gracia, ni la suerte, ni esa suerte de gracia que llaman amores. 
Todos sabemos que  es una chica muy capaz, como el que más, dotada de sensatez, muy trabajadora, buena en el buen sentido, pero desde que marchó a la ciudad apenas ha encontrado trabajo de provecho. No hace mucho pretendió puesto en el nuevo edificio de "El Corte Inglés" de la ciudad y enseguida fue rechazada. 

Cuando esto que cuento, ya no vivía su abuela,  Faustina, quien no acertó un día con sus brebajes, con sus conjuros, con sus pláticas con la luna, a entretener ya más a la muerte.  

Digo yo, que a lo mejor de haber vivido la mujer podría haber hecho algún arreglo para su nieta. Pero son pocos los que me creen cuando lo digo, pues, la verdad,la joven es rematadamente fea, sin garbo de cuerpo ni de palabras, sin lozanía donde hay que notarla, sin gracia alguna, vamos,  por mucho que me esté costando decirlo.

Bajada de Internet, sin referencias...
Otro gallo le hubiera cantado a la muchacha- me responden enseguida-si poseyera siquiera un poquito de  ese ensalmo  que tienen  otras, ese sortilegio que  abre puertas, ese encanto que convence, esa adivinanza preclara, esa pócima que inclina, eso, en fin, que llaman hermosura …


lunes, 12 de noviembre de 2012

Los ángeles minúsculos

Reedición del 6 de marzo de 2014.

                                                                            De razones vive un hombre, de sueños sobrevive.

                                                                                                   Miguel de Unamuno


Un sábado cualquiera, una noche más de sábado en la que llueve de manera torrencial y desconsoladora. 

Un gran y viejo edificio urbano donde el agua da pringosos lametones en unas ventanas que hace tiempo dimitieron de la realidad. 


Sentados en rudos bancos de madera, esperan en un pasillo un par de almas. 

El pasillo es alto,muy alto; altísimo para pasear sin desasosiego cualquier mirada humana.
Este corredor tiene el suelo ajedrezado. Es un tablero que muestra su blanquinegro de corrido, y donde nadie recuerda cuándo la vida hizo en él tablas y así se quedó: en un permanente fin de partida.

Yo no sé ahora si hace falta decir además que el pasillo era ancho, demasiado ancho también, que por él pasaban a menudo figuras en jaque,y que las paredes mostraban, con el desparpajo de una ramera apurada, los coloretes de la humedad, para darle a la comisaria de este relato su tinte desolador.

Ilustración de Jimmy Liao
Diré tan sólo que el edificio fue en su origen un colegio, un seminario o algo así, y que ahora cobija provisionalmente a la Policía Municipal. 

Si se mira bien, las dos almas que esperan en los rudos bancos, más que esperar: desesperan. Podrían pasar por pesados costales de cereal vencidos por su peso, y dejados ahí como en una prisa. 

El golpeteo furioso de la lluvia sobre todo lo que alcanza, rivaliza con el sonido de una impresora matricial en algún despacho.El ruido de cremallera oxidada de la impresora tiene, en un lugar así, dones anestésicos.

Una mujer entra ahora por la gran y destartalada puerta del antiguo internado. Es una mujer que viste una glamurosa gabardina que esta vez ha hecho, además, la función de guarecer. Pero con poco éxito, así que diré que llega "Calada hasta los huesos", por sus cabellos mojados,  porque el tópico ahorra palabras, y además, porque es tan delgada que con sus pasos sólo mueve huesos, aunque eso sí: muy bien movidos, y si no supiera que nunca ha sido modelo, bien podría pensar que aún lo es.

La flaca avanza decidida por el pasillo. "¡Claq, cloq, claq...!" Se oye el claqué que bailan a su paso algunas baldosas despegadas. La escena sucede bajo la luz en duermevela que dan los fluorescentes, tiene ambiente nocturno, algo de turbio...Pero aunque le pusiéramos mucho güisqui, tabaco, y golpecitos con los pies, nunca se aproximaría ni remotamente a una sesión de jazz.

Ahora se puede ver que la mujer es rubia, hermosa; con esa belleza amortizada y que se niega a claudicar.

Una de las figuras de los bancos, una joven, deshace su desgarbo de petate, se levanta, le hace un gesto con la mano. La recién llegada se identifica ante el agente como la madre de la chica, y ambas son conducidas a un despacho. 

Ilustración de Norman Rockwell.
Después de media hora salen y se ponen de nuevo a desesperar en el pasillo.

Si no hubiera contado ya que están en un comisaría, bien podríais haber pensado que salían del despacho del antiguo director del colegio que esto fue, por alguna trastada de la cría.

La madre, desde que la llamaron, y en el trayecto a pie hasta acá, porque, "Ya me dirás -ha pensado para cuando lo cuente- con la que caía, quién encuentra un taxi", se ha recomendado, paciencia, calma, compresión, temple, empatía y todas esas cosas de las que se suele carecer en estos casos.

"¡Pero hija!, a ti, ¿qué es lo te pasa?... Es que contigo no ganamos para disgustos… " le vocea la mujer,sin embargo, apenas se sientan.

La chica calla, juega con los pies, mira al alto techo, y más que pasear por ahí sus miradas, las desliza en patinete. Las palabras de su madre le caen como una lluvia seca; es un chubasco que hace tiempo que ya no cala casi nada. 

" Es que no te entiendo de un tiempo para acá, hija...¿Se puede saber porqué ibas a esa velocidad por la avenida? Le dice, poniendo gestos de conductora alucinada, y continua. " No, si ya sabía yo que lo del coche nuevo...Tu padre aún no lo sabe, pero ya me dirás que le vamos a decir cuando regrese de su viaje, con lo que él tiene… Has dado negativo con el alcohol, pero: ¿No estarás tomando algo, alguna otra cosa de esas, verdad?..."

La mujer intenta mantener su voz en un susurro que tampoco le hace caso. La impresora sigue, como la madre, en su monólogo, estampando las encadenadas hojas del papel de listado. Su hermoso rostro sazonado duda un segundo entre seguir hablando, o anegarse de nuevo en la resignación de aguantar esta etapa de su hija.

Llueve, sigue lloviendo.

Lo ha dudado poco: "La verdad que no entiendo a esta juventud vuestra. Nosotros cuando… " Pero abandona el discurso generacional cuando ve el descarado gesto de hastío, o de burla, quién sabría decirlo, en la chica.
"Sí, me dirás que siempre digo lo mismo. Pero mírate… No has acabado los estudios, no quieres trabajar en lo que te ofrecen, y siempre con esa rabia por todo y todos los que te queremos. Vamos, que yo no sé de donde te viene, ni de dónde sacas esas cosas… Y tu hermano tres cuartos de lo mismo… Sí, no me pongas esa cara… ¡Ay qué harta empiezo a estar!"...

Un joven, el que desde el inicio estaba medio recostado en el banco contiguo, hace por recomponerse, se levanta, se les acerca, se para a un metro de ellas, y se las queda mirando sin haber logrado quitarse su aspecto de saco terrero. Les habla con voz terrosa: "Tooodos…Tooodos...decís los mismo... Qué por qué esto, que si lo otro… ¿No lo sabéeeis...? ¿Es que no habéis aprendido de dónde nos brota tanta furia y amarguuuuura...?".

Sus palabras flotan en el aire que las quiere acoger, rebozadas en una pasta ebria. Ambas huelen el olor a tabacazo, antro, y música rota del muchacho. A la madre le dan ganas de decirle:“Mira-chaval-métete-en-tus-asuntos-que-bastante-tienes…” , pero de repente el joven, a pesar de su descompostura, y, piensa, penoso estado, le resulta de una belleza arrebatadora y dulce. Calla y lo mira: sus cabellos largos, agitados, de un moreno de fresca sombra; sus pobladas cejas, sus pupilas pixeladas. 
No me acuerdo si el hilo de sangre seca de alguna herida, corría por su frente para decir que también le producía aquel muchacho ternura.

Calla y está consintiendo; sabe que va a ceder porque ya está leyendo lo que se le ha escrito en su pensamiento como a golpe de rayo : "Por qué será que nadie sabe de su belleza y valor hasta que él mismo, y los demás, las han enfangado mil veces". Y ya está: ha sido vencida por el desencanto angélico del muchacho. 

"Nosoootros no hacemos tantas locuras para fastidiarlos, que ¡nooo…!, de verdad..." Prosigue hablando el muchacho como si fuera la figura de un ventrílocuo." " Que no queremos daros tantos disgustos. Que esto, looo que nos pasa, es un asunto entre el mundo y nosotros. ¿Qué por qué lo hacemos…? ¡Baaah....!, quién lo sabe. Puede que en el fondo lo que busquemos sea un castigo, algo reconocible, pues es más fácil vivir sabiendo por qué se pena. Sí, eso he pensado yo muchas veces…" 

Una agente reclama a las mujeres de nuevo a los despachos. Cuando salen, el joven está sentado en el banco que ellas ocuparan. La madre recoge del respaldo su gabardina, de la que caen aún tercas gotas de lluvia. Se despide del chico, se ofrece,aconseja, recomienda, y luego llama a un taxi y sale a la calle a esperarlo. 

Sigue el aguacero. Y seguirá; la noche tiene mucho desconsuelo que desahogar, acaso por ser sábado.

"¿No estabas tú el la entrevista grupal de “El Corte Inglés” del otro día? - le pregunta sonriendo la joven al chico que se les acercó. 

"¡Anda, siiiií...!  Sí que estuve. ¿Cuándo fue...? El lunes, el martes, Oye, ¿viste qué de peña había?..." 

"El miércoles, el miércoles fue. Me han llamado para hacer otra el lunes que viene", dice ella.

"Creo que a mi también, o algo de eeeeso me ha dicho mi madre. Pero te digo una cosa: ni zorra idea de qué día ¡Ja!", dice él. 

La madre llama a su hija y ésta tiene que marchar.

"Bueno,tengo que irme, que si no voy...no conoces cómo se pone "La Señora"... Oye, a ver si nos vemos, ¿Vale? Me llamo Alba, y  cuídate, que te sea leve..."

"Vale, vale... Oye que sí, que nos vemos..." Su sonrisa de loza estrellada y mal pegada la persigue por el pasillo. "¡Eh!,que me llamó..." Pero Alba está ya junto a la puerta de salida.

"¡Claq, cloq, claq...!" Pero que mal han bailado las viejas baldosas esta vez.


Ilustración de Quint Buchholz
Dos jóvenes, dos jóvenes cualquiera.

Dos personas, dos cuerpos más que pagan como pueden y como van sabiendo el inquilinato de su existencia.

No lo saben ahora, pero ambos pasarán muchos años trabajando en la misma empresa. 

Pero sabrán algún día que vivir es la culpa, la pena y la absolución; como tarde o temprano aprende cada generación. 


Y encontrarán también en el amor, que esta noche ha comenzado, la redención para culpas ciertas e imaginarias.

Aún quedan años para que alguno de los dos entre en un lugar como este. Llegará con una gabardina empapada y recomendándose palabras de calma.

Todavía les quedan sábados bajo la lluvia, de caminar heridos y  sin más arma que el de desarmarse ante los demás. Vagaran furiosos, abrasados  de una vieja rabia pero con filo nuevo. Se sentirán perdidos en sus adentros, y revotados como balones que saltaron la valla del campo, por sus afueras.

Aprenderán tarde la belleza del mensaje de su juventud, y cuando la encuentren, tal vez no les sirva, pues otros ya les empujan con la suya.

Y vivirán noches así, como las que tienen que sobrevivir los ángeles minúsculos de los retablos barrocos; esos que parece que no aciertan a batir sus alas. 

Ilustración de Jimmy Liao