martes, 19 de febrero de 2013

El buen material. SEGUNDA PARTE

…Viene de “El buen material” 1ª parte”.

Segundo: Tiempos del barro

Monalisa. Óleo de Fernando Botero,1978.
Después ya todo fue biografía, historia chica, modesto inventario.

En el lugar a donde nos llevaron, a ese colegio de la capital, estuvimos cinco años. Ahora, y cada vez que pienso en aquel tiempo, me viene una imagen como rebozada en barro. Sé que durante aquel periodo de internamiento llovería como ha llovido siempre, unas veces más, otras menos, pero en mi recuerdo se han quedado aquellos años  encharcados, como si hubiera sido un difuminado periodo de diluvio universal.

El orfanato a donde habíamos  llegado sin querer llegar, pues ninguna de nuestras conjuras fraguó, era un lugar inmenso. A decir verdad no lo era tanto, y así me pareció cuando lo visité bastantes años más tarde. Pero ya sabemos de la visión inflacionaria de la infancia.

Había un gran edificio central de tres alturas que veía muy altas desde la extrañeza. En la planta baja: los comedores, las grandes aulas para aprender orondas materias, un enorme salón donde jugábamos los días de lluvia y  veíamos como en misa la televisión vespertina, y en donde los domingos llegaban unos señores con visera y nos proyectaban películas de Rin Tin Tin y de Furia, el gran caballo.

Encima del salón, los largos dormitorios de las largas noches del abandono, con hileras de camas pequeñas, unipersonales, y no conjuntas y enormes como en las alcobas del pueblo. Eran cómodas aquellas camas para uno solo, sí;  pero eran muy malas fabricantes de sueños al principio, pues los que yo soñaba allí me salían secos y duros como mojamas. Y más hileras, pero con las anchas camas de los mayores, en la última planta.

Alrededor del edificio principal otros menores: los talleres de los oficios manuales, la residencia de las monjas y sus oficios oracionales, la casa de los celadores y de las trabajadoras empleadas en la atención de los niños, como mi madre. En el centro, como ombligo de aquel cuerpo, la capilla de paredes blancas y con su florida espadaña repujando el cielo a veces encalado por las nubes.

Panorámica de La Residencia de Niños de San José, orfanato de Salamanca. Foto circa 1970.

Detrás de los talleres se iba a las huertas, y en las huertas había una higuera frondosa. Y más allá la piscina de los grandes, como les decían a los de edad mayor, rectangular, con fondo y trampolín, y un poco más arriba la circular poza donde chapoteaban los pequeños.

Y ya el resto era todo patio, nuestra tierra prometida, nuestro común aire,  y el trozo de cielo que la vida nos había dejado encerrado entre las tapias.

Allí el enorme frontón donde rebotar las horas perdidas, allí las pistas: la de patinaje artístico a veces y de fútbol sala otras, la de  voleibol, la de tenis (todas en las zona de las niñas). Allí nuestros campos de fútbol: el de tierra dura y piedras asomadizas, el más grande completado de arena de río, que tenía vocación dominical y donde jugaban contra otros colegios los mayores; el de tierra roja y blanda también de los días de diario y que hacía un barro traicionero, y el resto era suelo siempre presto a nuestros juegos.

Éramos unos quinientos internos, entre chicos y chicas, cada grupo estrictamente separado. Los había de todas partes y, seguramente, en más de una pareja de cada especie. Yo veo ahora  aquel lugar como si lo viera desde el aire, y me parece una apacible aldea con sus campos junto a  la orilla del río. Aunque, si reparo en  la recia tapia que cerca todo haciendo un bis a bis con los muros de la cárcel contigua, la imagen pierde un poco de su encanto.

Y eso les debía de pasar a las gentes de la ciudad que se referían a aquello como “La Inclusa de la cárcel”. Hasta que las monjas se hicieron cargo del  viejo Hospicio Provincial, allá por 1960, y lo rebautizaron como “Residencia de Niños de San José”. Entonces la gente dijo: “¡Pues vale!”, y  desde aquel día ya no decían tanto “los hospicianos” o los “inclusos”,  sino “Los chavales de la Resi”, pero esto sólo cuando se les oía.

Creo que es por el dolor de los capones de sor Nati que pienso en barro cuando, como ahora, rebusco en aquellos años. Sucedía que cuando ya no se podían unir con alambres los tremendos rotos de nuestras botas, ni se podían seguir parcheando los rotos con goma quemada de neumático,  llegaba el fatal momento de acudir a la ropería.

Aunque a mí me gustaba mucho el olor que había allí, al entrar  sudaba siempre como un garrapo. Era ver a sor Nati detrás de su mostrador, rodeada de uniformes doblados y cajas, con sus manguitos, con sus grandes  tijeras en las manos, y me ponía a temblar. Entonces, como ante un tribunal, uno decía su causa, y cuando uno ya estaba descalzo, ella mantenía en alto con sus manos aquello que parecían botas, y les daba vueltas y las miraba y remiraba  procurando no tocarlas. Nunca supe si la cara que ponía la monja en esos momentos era de incredulidad o, ya creyéndose el destrozo que tenía entre las manos, de espanto. 

Pero como si uno  estaba allí era porque a aquel calzado que uno entregaba no había encomienda de rezos, ni milagro que lo resucitara, la monja acababa por claudicar. Entonces sacaba su estrecho cuaderno. Luego, con la vista  enhebrada en  el dedo, iba recorriendo los nombres de la página delatora hasta que daba con el tuyo.  Montaba entonces en cólera al comprobar lo poco que te habían durado el último par que ahora le entregabas apenas hechas unas tiras.

“¡Calamidad, más que calamidad…!”, gritaba la sor.  Y te agarraba las patillas. Entonces yo arrugaba mucho la cara, pues decían que así dolía menos, pero qué va, que no servía, y echaba unos lagrimones que para qué. Y calamidad, repetía, y tiraba de los pelillos sin dejar de hablar. Que ella nos veía dando patadas al balón cuando más llovía, decía, y sabía que disfrutábamos en el barro jugando al guá, y clavando el  pincho en ese juego tonto de quitarnos el suelo mojado a porciones; y calamidad, más que calamidad, con esa manía de hacer carreras con  las chapas por la tierra humedecida que tenéis, calamidades, que sois unos cabestros; y esas peleas con las pelotas de barro que un día os vais a matar, calamidad, que eres un Adán, que tú solo te bastas para arruinar al colegio con tus destrozos

Pero los chaparrones siempre amainan, y cuando yo ya le había descargado una buena cantidad de lágrimas, la monja parecía serenarse, escribía en su cuaderno de cartoné la nueva entrega y la nueva fecha; te advertía para la próxima; te daba un capón con su anillo vocacional para que no olvidaras; se demoraba mirándote a través de sus escasas gafas, y, al fin, sin prisa y sin convicción se acercaba a los estantes del calzado.  Volvía, no sin habérselo pensado mucho, con el par elegido,  te lo acercaba de manera lenta, como si le doliera el separarse de sus preciadas  piezas de cuero.

Pero yo era un crío con  suerte, pues siempre me dio botas a estrenar, y no como a otros de segundo, o tercer pie.

A lo mejor  era porque  yo le lloraba muy bien, que lo hacía, con mucho sentido, o porque tenía un número pie raro, o vaya usted a saber. El caso es que en cuanto salía del ropero desdibujaba la cara de crucificado que le había estando poniendo, y se me iba silenciando el dolor que me había dejado como un eco en el cogote el grueso anillo de la monja. 

Un chico de La Resi, c. 1973. Gentileza de José González Martín, El Canario.
Ya en los patios me descalzaba en cuanto podía y me sentaba un rato a tocar las botas por todas sus partes, a doblarlas, a tentarles las costuras como me enseñaba en las vacaciones el abuelo y, sobre todo, a olerlas un buen rato con avaricia. 




Luego me las ponía de nuevo,  y avanzaba muy tieso, para que me las vieran los compañeros que enseguida interrumpían sus juegos por el lustre que de mis botas les llegaba.

Pero tampoco me demoraba mucho en esta frivolidad,  pues enseguida nos echábamos a correr  hacia el campo de fútbol para estrenarlas.

En alguna ocasión me pareció ver a lo lejos a sor Nati asomada en la ventana de la ropería, y desde allí seguro que me veía de nuevo en el lodazal. Pero poco me importaba, pues estaba como loco amasando aquel marginal, sí, pero nutricio barro del arrabal de la ciudad.


A la entrada de “La Resi” estaba la Portería con su Sala de Visitas. Por allí pasábamos con nuestra madre los domingos por la tarde, cuando  ella nos llevaba a los parques, cuando en ellos sacaba de su bolso sus frascos: el blanco del calcio, el naranja de la vitamina “c”, el rosa porque había mucha gripe... Y nosotros bebíamos los brebajes en una cuchara de alpaca que llevaba siempre en su bolso de la botica, porque luego, a lo mejor, nos compraba cromos, o chuches, o pasteles, o plátanos, que  alimentaban más al parecer por tener una cosa que se llamaba potasio.

Por aquella portería salíamos también en vacaciones hacia el pueblo, y entrábamos en cada regreso con caras de atropellados. Pero lo que todos los internos soñábamos era salir por allí “para siempre”, como decíamos, pues aquello era lo mejor que te podía pasar allí dentro.

Y nos pasó, y yo no lo recuerdo como tan bueno cuando ocurrió.

La verdad es que no sé qué sentí  al ver al hombre del traje de lino crudo y zapatos de rejilla blancos con el que se iba a casar mi madre. Pero sí sé hablar de cuando me tocó pasar por la fila de monjas para despedirme. Primero me acarició el pelo la Madre Superiora, sor Estrella, que me era altiva y distante, pues sólo la veíamos en ocasiones especiales, como se ve el destello de los meteoros en las noches despejadas.

Luego me acarició y me guiñó el ojo sor Josefa, la encargada de los dormitorios, la que nos mandó callar en nuestra primera noche, que era larga, delgada, y con los ojos risueños como una jirafa. Sor Josefa acudía con su farolillo a nuestras camas, en la honda oscuridad, alertada por nuestras voces. 

Aquellas noches estaban pobladas por la fauna común de la niñez, pero a las noches de La Resi, se les unía las lúgubres voces horarias de las garitas de la cárcel próxima: "¡La una y sereno...!" ,y así todas las horas hasta el alba. Mucho tardé en acostumbrarme a aquellas voces.

Pero siempre llegaba con el reclamo del llanto sor Josefa, y sentaba su altivez en los bordes, te miraba con sus ojos tiernos, te secaba a golpecitos el sudor de la frente y se iba comiendo los malos sueños como si fuesen hojas de acacia de la sabana. A mi me parecía también que sorbía los gritos de los centinelas como de la charca de la noche, y así lograba dormir ya hasta la mañana sin la maleza trepadora de los miedos.

Luego le tocó, aquella mañana de nuestra salida, a sor Bonifacia, que me pellizcó la mejilla y me hizo daño como cuando en su enfermería me quitaba el esparadrapo de las mil heridas que me hice. Después pasé por delante de otras monjas de las que me acuerdo menos, hasta que llegué a sor Nati, que estaba la última.

Al ponerme ante ella,  agaché la cabeza y arrugué la cara como por la costumbre. Entonces, al mirar hacia abajo, me topé con sus  recios zapatos de cauto tacón y puntera roma. Estaban lustrosos, eso sí, pero descubrí un roto en el lateral de uno de ellos por donde la delataba su media blanca.  Levanté enseguida la cabeza, como accionada  por un resorte, y  busqué con la mirada sus patillas, pero me encontré con su redondo y carnoso rostro avanzando hacia el mío, pues ella se inclinaba para besarme. Y me besaba las dos mejillas, y me arremolinaba mucho el pelo con sus gruesas manos, y cuando se retiró como se retiran las tormentas descargadas, me dejó las mejillas embarradas, y embarradas siguen por el aguacero de las lágrimas de la mujer. 

Uno de los equipos de fútbol de La Resi. 
Grandes amasadores del barro.
Foto circa 1973.
Aquel día volví a cojear al andar por las calles. Me dificultaba el paso un sentimiento que me apretaba y que ya conocía, pero que no esperaba me saliera también a despedir.  

Y salí de allí con una tristeza nueva y desconocida, pensando en los amigos que dejaba: en aquellos compañeros del diluvio, camaradas del barro, habitantes de un arca amurallado, grandes cogedores de saltamontes, miradores de lunas y lanzadores de piedras.

Y puesto a pensar, pensaba en los celadores, que quién lo hubiera dicho, con lo mal que nos llevábamos,  y en las chicas de la parte de arriba a las que no les hacía mucho caso, y sobre todo en las monjas, en aquellas mujeres, a las que imaginaba rompiendo sus piadosos zapatos saltando a la comba cuando nadie las veía en sus secretos patios.

Y por la ventanilla del  Renault 4 color azul en el que nos llevaban de allí, veía alejarse para siempre a las monjas. Allí quedaron, en una fila ante  la puerta de la portería,  diciéndonos al paso del coche donde íbamos: “¡Sed buenos!, ¡Venid a vernos algún día!”.

Y de igual manera las encontré cuando regresé veinte años después, cuando allí no había monjas, y ya no era aquello orfanato sino Instituto de Formación Profesional. Pero ellas seguían allí, en las garitas del tiempo, como permanentes centinelas de la memoria; allí para siempre: prisioneras como el niño que fui en los tiempos del potasio, con sus brazos alzados, removiendo aire enclaustrado en sus gestos del adiós.

Y lo que sentí en aquella  despedida se habrá de llamar cariño, y sé que con él  también se logra pegar por largo tiempo las vivencias que te salen al paso.

Aquella mañana de incipiente verano en que dejamos La Resi, cuanto más avanzaba el coche, más pequeñas se me hacían las mujeres. 

Ya sabía que las monjas no eran de piedra, pero desconocía que el de piedra era yo. De piedra me descubrí, sí, pero no de piedra negra y dura como la abuela, sino de roca melada, blanda, quebradiza, como  esa arenisca que dicen de Villamayor. Pues sentía aquel día que la emoción se entretenía en tallar en mí enrevesados sentimientos, como si fuesen filigranas platerescas, como esas de que están llenas las fachadas de la ciudad, y que las monjas me llevaron a ver en su pequeño autobús por primera vez.


Continúa…





miércoles, 6 de febrero de 2013

El buen material. PRIMERA PARTE



 Primero: Tiempos descalzos


Adán y Eva expulsados del Paraíso. Marc Chagall.
Muchos han narrado la historia de la Humanidad a través del desarrollo de su calzado, pero no seré yo quien lo haga aquí una vez más.

Pero si me pusiera a hacerlo, empezaría por los más crudos inicios de la especie, por la inaugural ocasión en que un individuo sintió la necesidad, la curiosidad o el capricho –vaya usted a saber- de cubrir sus pies con hojas, con corteza tierna de árbol, o con pellejo dócil de animal y, al hacerlo, vio que aquello estaba bien.

Y pensando en aquellos remotos comienzos, no podría evitar  preguntarme con qué calzaría Dios a sus inquilinos en el Paraíso. Entonces diría que con unas sandalias, pero no tardaría mucho alguien en hacerme ver que era víctima de la influencia de alguna  mala película de Hollywood.

Pero he dicho que no voy a contar la historia de los andares de nuestra especie.

Aunque quisiera agregar  que no creo que ni Adán ni Eva, ni Eva ni Adán, que para el caso es lo mismo,  fueran los creadores de lo primero que se pueda llamar calzado. Y tampoco lo sería nuestro Señor; ya que si aquello era el Edén – que lo sería-, allí no podía haber necesidad, que es un lastre; ni curiosidad, que como luego se vio trae malas consecuencias; ni capricho, que acaso sea una mezcla de los dos sentimientos anteriores, y el que engendra toda la desazón de estar a la  moda. 

Así que pienso que aquella pareja correteaba descalza por tan afortunado lugar, y tan felices. Al menos hasta aquel primer desahucio en que acabaron, como andamos todos, por los destierros de este mundo. Y a partir de  entonces sería cuando sentirían la inédita hostilidad de la tierra: el usurero abrazo del agua en la piel que llamaron humedad, el frígido beso de la piedra, la traicionera amistad del musgo y  el ardiente látigo de la arena en las plantas de sus pies.

Así que, si yo contara la historia que no voy a contar, la empezaría así, como he dicho, o de manera similar, influenciado por la nimia experiencia propia. Pues mis recuerdos también andan descalzos por sus primeros años, en los que,  como todos, correría mil andanzas por la común Arcadia de la niñez, de la que no recordamos apenas, pues en cuanto los recuerdos se nos empiezan a acumular, la inocencia se termina.

La Arcadia dura hasta el preciso momento en que se fija el primer renglón de nuestra pequeña historia. Y es que llega un momento en que las vivencias sienten la necesidad, la curiosidad, o quién sabe si el capricho,  de calzarse, y ya desde ese momento  nos visitan ataviados con las experiencias que les salieron al paso.

En mi caso ese instante sucedió en una fría madrugada de noviembre, cuando faltaba poco para que  cumpliera los cinco años. También hacía nada que mi padre había muerto. Mi madre quedó viuda y, tan moza la pobre -como susurraban las vecinas-  y con cuatro niños, y con otra criatura en camino -como exclamaron las monjas al verla llegar embarazada, con un crío en un brazo y tirando con la mano libre de la cadena que formábamos sus otros tres hijos tras ella-.

Así que aquella mañana de la que hablo, subíamos la Calle Mayor del pueblo camino de la parada del coche de línea. Nos llevaban a un colegio de la capital donde, nos decían,  estaríamos muy bien.  Subíamos los hermanos agarrados de la mano, detrás de mi madre, detrás de mis abuelos. 
Yo no sabía que esa calle que tantas veces había correteado, hiciera tanto silencio y fuese tan solitaria y tan ancha y tan larga a esas horas de madrugada. Y dicen que hacía mucho frío, pero yo no me acuerdo, pero sí del triste sonido de nuestros pasos que sonaban agudos en el pavimento, y se me han quedado en la memoria como una serenata triste.

Llegó el viejo autocar, subiendo muy lento por la cuesta de san Antón. Y gritaba como un cochino herido, bufando por su trasera un humo turbio que olía muy mal. Y más lento, y con más estrépito se fue con su pasaje, como si los que subimos aquel día le hubiéramos echado encima un mundo entero y parte de otro.

Recuerdo también de aquel día en que mi memoria empezó a engordar, los zapatitos negros con hebilla que, a cada uno, nos había hecho mi abuelo a toda prisa para que fuéramos decentes. Me acuerdo porque eran muy duros y me hacían daño, porque dentro de su vasta rigidez, creía que estaba dentro de la boca negra del perro negro del panadero, pues aquel animal del vecino era poco de fiar y ya me había dentellado. 

La Dama, de Fernando Botero.

Escultura expuesta en Madellín.
Y a mi abuela en la parada del autobús, tan quieta, con una mano levantada, con su abrigo negro, con su negro pañuelo en la cabeza tapando su blanco moño. 

Y me acuerdo que cuanto más me alejaba de ella el autocar, más grande se me hacía a mí su figura por la ventanilla del vehículo. Hasta que al pasar una curva, la perdí. Pero entonces su orondo cuerpo creció, y se me hizo del todo grande, más quieto, y comencé a sentir su lejanía como una cosa muy dura y pesada.

Me preguntaba si seguiría áun con la mano levantada, con los gruesos tobillos en sus grandes y sobrios zapatos oscuros que, sin embargo, quedaban ninguneados como en una figura de Fernando Botero.

Y a lo mejor mi abuela Margarita era de negra piedra negra - como las neumáticas esculturas del escultor colombiano que viera más tarde- pues eso fue lo que pensé cuando, en lo último que pude ver aquella madrugada,  mi abuelo tiraba del brazo de Margarita y a mí me parecía que el hombre ni siquiera la movía.

Sí, cómo olvidar  aquellos zapatitos que aún me siguen mordiendo. Y la pesada rodada por lo empinado de la Sierra de aquel trasto maloliente y ruidoso, del  que yo esperaba se rompiera en la siguiente cuesta. 
Pero llegamos a la ciudad,  a la aturullada estación aquella, y avanzamos por aquellas calles tan altas y  que hacían tanta bulla. E íbamos todos en fila, apretando cada uno la mano del otro; temerosos, como no queriendo ir, como queriendo clavar los talones en los adoquines; como en una ristra de espantos. 
Pero al final llegamos donde teníamos que llegar, pues menuda era mi madre cuando tiraba por las aceras  del rosario de sus críos.  

De la primera noche en aquel colegio no me he olvidado. Ni del alivio de quitarnos los zapatos. Ni del dolor que cuesta  ir decente, ni del contento de haber cumplido el deseo del abuelo. Y de que algún hermano pequeño lloró en aquellas literas donde nos acostaron, pero de que yo no, que yo pensaba en mi pandilla del pueblo,  y en las zarzamoras de la dehesa, y en las cerezas, y en el pilón de las afueras, y en la fuente chica que tenía el agua más fresca y más sabrosa, y en los nidos de los pardales, y en las vueltas sobre el trillo por las parvas de la era. 

La Alberca. (Salamanca) .    Foto de Pelayo Mas, circa 1927.
Fondos fotográficos del Institut Amatller D´Art Hispànic. 

Y mis dos hermanos mayores también andaban en eso, y nos lo averiguamos, y empezamos a susurrar del resucitado que vivía en el campanario de la iglesia y de si estaría en la ciudad la  gran noria  que llevaban en fiestas.

Entonces hubo un silencio que nosotros no habíamos traído, y nos miramos, y uno de ellos dijo que claro; que por todo lo que nos habíamos guardado de Babeca, nuestro pueblo, había tardo tanto  y avanzaba por la carretera tan lento el autobús. El otro respondió que lástima había sido de no meter más, pues aún así y todo, el maldito trasto había aguantado la carga. 

Y yo me sonreí, pues supe que habíamos andado todos en iguales pensamientos.  

Y por la abuela que –dije yo muy convencido- es de piedra. 
Mis  hermanos mayores se rieron, y me respondieron que no: que la abuela, aunque enorme, aunque pesada, aunque fuese siempre con sus sayas negras, no era de roca fosca como yo discutía, sino tierna, mullida, como la miga del bizcocho maimón que nos hacía en las fiestas.

A lo peor, pensaba yo entonces, por eso ha sido que  hemos llegado donde no queríamos llegar.

Seguimos buscando consuelo en lo mucho que habíamos sacado del pueblo, en aquella hora apagada que nos tocaba vivir de sopetón.
Y seguimos hablando de otras tardes, las del verano, cuando al término de los juegos, entrábamos tan despacito en la casa para sorprender a las mujeres que cosían en el balcón. Y ellas hacían como que se asustaban mucho con nuestros sustos, y atizaban el espanto, y alguna decía: “¡Por la Virgen Bendita! Pero mirad cómo llegan  estos muchachos: ¡Si vienen todos hechos unos adanes!”.

Pero no pudimos seguir pues en  aquella primera noche en la ciudad, en aquel enorme dormitorio del colegio a donde nos habían llevado,  vino una monja muy alta, nos reprendió, y nos obligó a dormir el sueño que no queríamos dormir.
A mí me dio igual, pues yo ya me había grabado todo aquello en la memoria recién estrenada, y de la que  ya sospechaba que tendría que hacer buen uso a partir de entonces.  

Tan bien grabado dejé las cosas ocurridas aquel día -para andar tan novato en esas cosas- que hoy, cuarenta años después,  aún las recuerdo.

Sobre todo recuerdo los que fueron mis primeros zapatos, los que hiciera el abuelo: negros, de cuero rígido, con repujado de pájaros y flores, con hebilla dorada, hechos para una urgencia y que sonaban tristes en la madrugada.

Será porque dicen que el dolor es una buena cola para pegar las cosas.

Aunque del espanto de las mujeres con aquella pandilla de adanes que éramos, de las grandes llamaradas de risas que nos entraba a todos, y de la alegría con que se nos iban aquellas tardes; de eso tampoco me he olvidado.

El colegio al que llegamos...

Salamanca, Extinta Residencia Provincial de Niños de San José. 

Fotografía de 1957


Continuará...