miércoles, 23 de octubre de 2013

El valor de nuestras palabras

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra. 
                                  Blas de Otero




"Ángel entregando las palabras de la sabiduría".
Ilustración del manuscrito conocido como "Glosas Emilianenses",
(un diccionario enciclopédico con 20.000 entradas),
 donde se escribieron en los márgenes 
las primeras palabras como aclaración de los textos en latín,
 en el siglo X, que generarían con los siglos, y otras muchas aportaciones,
  el idioma español actual. 
Se conserva en el monasterio de  El Escorial, procedente del
scriptorium del monasterio de San Millán deSuso,
en la Rioja, España.
Fuente: Wikipedia.
En mis tiempos de escolar, allá por los diez años de mi edad, ocurrió que un día busqué en clase, como tantos, una palabra en mi diccionario.

En realidad, lo que buscaba era el dibujo de la representación del vocablo en cuestión, pues ya por entonces era muy dibujador y andaba siempre llenando mis cuadernos de monigotes. 

Se me daba bien dibujar los pistoleros de las películas,los bólidos, los tractores y maquinaria agrícola, hacer caricaturas a los que me caían mal (empezando por el maestro), y las  poco peraltadas curvas  que mostraban las mujeres de algunas revistas clandestinas, curvas estas , en las que mi lapicero terminaba siempre por derrapar.

Pero lo que aquel día quería dibujar era un astronauta. Vaya usted a saber por qué me había dado por esos hombres ingrávidos, saltadores y que calzaban botas tan anchas para pisar el polvo no usado de la luna. 

Eran los míos tiempos de la EGB, la primera de este peloteo de leyes educativas que se traen los políticos de turno en nuestro País, como si fuesen pandillas enfrentadas, que no saben hacer buenas migas en los patios del recreo, y a la menor desbaratan a pedradas lo hecho por los predecesores, dejando casi siempre dañados a los estudiantes y, me dicen, a los docentes.

El diccionario que los de mi curso usábamos era, creo, el “Iter” de la entonces casi centenaria editorial Sopena, o acaso otro algo más cebado que llamaban “Rancés”. Abrí aquel día el volumen y encontré la palabra, pero no había dibujo alguno que llevarme al cuaderno. “Astronauta: Cosmonauta”, ponía, y se quedaba tan ancho. Así que tomé oxígeno, y flotando con indiferencia por encima de las palabras de las siguientes páginas, alunicé en la cara oculta de la tinta del vocablo que buscaba. Tampoco había allí ilustración de los “pateaestrellas” embuchados es sus trajes,  y encima la definición decía: “Cosmonauta: Astronauta”. ¡Anda!, que para decir eso no hace falta echar merienda, hube de pensar, pues para lo de: "¡ Houston, Houston...! no andaba yo todavía, así que me quedé dando piruetas ingrávidas en el vacío estelar de la ignorancia.

Esta anécdota -que juro me ocurrió ciertamente- me sirvió años después en mi oficio de librero para vender  diccionarios. Me gustaba sacarla siempre que podía, sobre todo con la gente llana que demandaba un buen diccionario, pues con los bien orlados  no era de recibo. "El más gordo, el que más palabras traiga, el que luzca mejor su estampa y encuadernación como los toreros sus trajes…", decían estos clientes a menudo, buscando sin disimulo el más apto para  lustrar la estantería del salón de la casa, o para regalar a algún abogado, notario o médico famoso, para compensar favor recibido.

En general, a mi jefe de la librería le gustaba que  contara mi sucedido para remarcar las diferencias y particularidades de los distintas obras que teníamos en existencia, pues la venta de esos artículos bien arreglaba un día gris, y lo volvían de un multicolor pirotécnico si la obra que conseguía vender  era un enciclopédico de unos cuantos volúmenes.

Cuando todo eso, internet era un pariente lejano, del que se sabía alguna noticia,sí, pero del que no se esperaba vista ni pronto ni medio pronto. Así que el papel reinaba, y los diccionarios eran los lugares donde habíamos de tener las citas a ciegas con las palabras. Y ya se sabe lo que ocurre es esa citas imprevisibles...Y así era que se editaban muchos diccionarios, se vendían bien, y no se leían tan mal.

Portada del primer tomo (1726), 
del "Diccionario de Autoridades", precursor
del actual que edita la RAE.
Se vendían, recuerdo, por quintales los escolares, de diversos tamaños según la edad del alumno, siempre con cubiertas plásticas, bien cosidos, de tapas con saltarines colores y, qué envidia, repletos de suculentas ilustraciones, de golosos dibujos, de cuadros explicativos llamativos como confites,  y  con definiciones tan ricas y nutricias para  niños como cualquier petit suisse.

En los quince años que trabajé como librero recuerdo muchos pelotazos de ventas de algunos títulos que fueron "Best Seller". En mi primer año, 1993, fue el nuevo catecismo de la Iglesia Católica, que oye, no dábamos abasto a desembalar cajas, y los clientes hacían fila en los mostradores para llevarse su ejemplar, con la misma pose y unción con que toman la hostia los fieles en la misa. Hala, tienes razón: no deja de ser una exageración de escribidor.



Pero no es desorbitado contar que en años posteriores, la Real Academia Española de la Lengua editó, en dos tomos manejables (aunque no se podían llamar de bolsillo, pues ni exagerando  se me ocurre prenda que los pudiera llevar), la vigésima primera edición de su policial diccionario. Y lo vendimos como churros calentitos, pues  venían en una cajita muy práctica, y resultaba la obra barata y tentadora  comparada con el volumen grandote, serio y muy pagado de sí como sargento de la Guardia Civil en traje de gala, que se venía editando desde casi trescientos años atrás.

Y ahora que he aludido a la órbita, volvamos al aula de mi infancia, en el pueblo de Sequeros, en la Sierra de Francia de  Salamanca, la que, para que os hagáis una idea,era un lugar como sacado del  poema de Antonio Machado: " ...Y todo un coro infantil va cantando la lección: mil veces ciento, cien mil, mil veces mil, un millón...".

Pues bien, allí había en un rincón un armario de recio roble, con dos puertas, y las puertas con finos cristales viselados, que siempre estaban cerradas con llave. Sus estantes estaban llenos de libros grandes, gruesos, con lomos fileteados en oro cierto o de pega que brillaba con los espadachines rayos del sol que se colaban por las ventanas; volúmenes serios, de pose tieso, llenos de un silencio que sabía  callar muy bien lo mucho que ponían decir, siempre bien alineados por su tamaño; como los ocupantes de la tribuna de un importante desfile militar.

Aquel armario fue uno de mis primeros objetos de deseo.

Yo me ponía muchas veces a mirar los ejemplares que había tras los cristales, de igual manera que miraba los escaparates de las pastelerías cuando me llevaban a la ciudad, y goloseaba lo que podía ver de los diccionarios enciclopédicos, de los atlas universales, de los de astronomía, o de los tomos de historia, de una gran biblia ilustrada de adusta estampa,  de un Quijote, de obras de Azorín, Rosalía de Castro, Unamuno, Emila Pardo Bazán… 

Sin embargo, esos libros nos estaban vedados, salvo en algunas ocasiones. Allí estaba el diccionario de la Real Academia Española también, y era el que más me encandilaba por su aspecto. Encuadernado con tapas de piel española jaspeada, con los enérgicos nervios en el lomo de un forzudo, con sus tejuelos rojo y azul reluciendo como carteleras de neón, y doradas letras estampadas  por doquier, que me prometían grandes dulces del saber en su interior.

Una de las ocasiones en que se sacaba ese diccionario, era cuando alguno de los últimos cursos se topaba con palabra difícil. Yo, que andaría por cuarto o quinto todavía, y decepcionado por los Sopena que tenía que manejar, me lo aprendí, y probé muchas veces  a buscar rarezas para preguntar al maestro por ver si me dejaba el libro. Pero él, la más de las veces, me decía que la palabra por la que preguntaba era de nivel, poco usada, que no la necesitaba ni la iba a necesitar, y que si eso, pues que ya, que ya la aprendería a su tiempo.

Otra de las ocasiones en que el armario lucía abierto, era los días en que llegaba uno de aquellos inspectores itinerantes que visitaban las escuelas  rurales. “A ver, De Arriba, busque usted en el diccionario la palabra...”, me dijo un día, años después, nuestro maestro delante del inspector de turno. Entonces tomé el deseado tocho y me puse a toda velocidad a ello, pues de eso se trataba: de hallarla con rapidez, y de espigarla con habilidad del gran trigal de hojas, y sobre todo, de leer después la definición con voz fluida, nítida, sonora y convincente como el discurrir de riachuelo serrano.

Yo ya sabía que el de la Academia era nulo en dibujos, pero no me importaba, pues había mudado de afición, y lo que buscaba eran palabras ensortijadas, cuanto más cultas mejor, vocablos como si tuvieran cascabeles, para que hicieran de sonajero y lucieran sus brillos en mis trabajos de redacción.

De entonces me viene la manía de pedir a las palabras que  me cuenten las cosas de la vida, los secretos del mundo, la caladura de los humanos. Y a los humanos les  requiero que me cuenten las palabras que sujetan la deriva de su vida, que apaciguan los terremotos de su mundo, las que silencian en los malos tragos,  o dan con alegría a los que más quieren para hacerlos germinar. 

En busca de ellas he reventado las clausuradas puertas de los armarios de los poetas, de los filósofos, me he sentado en los corrillos en las fuentes de los pueblos, he esperado en los cruces de caminos para acoger la palabra del viajero; he habitado casi las bibliotecas municipales , y he entrado a buscar sus confidencias más a las librerías que a las iglesias; he escarbado con mis manos los extensos sembrados de las novelas, he buscado  en los labios de las amadas la mejor definición de lo que sentía; he buscado sin acierto la palabra que me demandaba la inspección disciplinaria del silencio, y, en fin, me he tenido que tragar muchas veces la respuesta tautológica que da a mis preguntas (como las que daba el "Iter")  la soledad no deseada…

Y todo lo contado hasta aquí bien está, pues es lo que hacemos los cuentistas a la menor. Pero las razones de esta entrada son dos: 



VI Congreso de la Lengua Española,
Panamá, octubre de 2013.

El español, una lengua y múltiple,
una manera de decir y muchas de sentir,
que une a 500 millones de hablantes,
de lectores, e, inventándome un neologismo,
 algunos pocos más de "Escuchantes".
 Ilustración de Fernando Vicente.
 El País .com

La primera es que recientemente se ha cumplido el tercer centenario de la fundación de la Real Academia Española de la Lengua, y la consecuente  edición príncipe del  diccionario  que ahora  manejamos en su 22ª confección.

La segunda es que hoy termina el VI Congreso de la Lengua Española que desde el pasado día 20   han estado hilando 200 expertos en Panamá.

Sobre la primera causa que me ha movido a estos párrafos, diré que me gusta el arrojo que tuvieron Juan Manuel  Fernández Pacheco, el marqués de Villena, y siete amigos para confabularse la tarde del 3 de agosto de 1713 en Madrid, y proponerse hacer un diccionario digno de su lengua. Así, sin más, sin ser ni gramáticos ni expertos en lenguas. He leído que lo que les motivaba era el escozor por la decadencia política de su época que tenía contaminada las palabras, y por el gran temor a que su idioma no fue más que otro barbecho, otra ruina de la otrora grande  España. 

En nuestro país nunca ha sido difícil encontrar opositores a tu intención, y ellos las tuvieron muy fornidas, por esto y por lo otro, o porque sí, pero les echó el rey, recién llegado y encima francés, un capote y al final sus intenciones cuajaron. Y fundaron la Academia,  y veintiséis años después de aquella reunión lograron el deseado diccionario, en seis volúmenes, el llamado “De autoridades”, no por ellos, sino porque dotaron  a cada una de las 42.000 entradas de que costa la edición germinal, de ejemplos de los que creían habían sido preclaros en su empleo, vamos: como si hubiesen sido ellos los parteros , los modelos que nos enseñan todavía cómo usarla. Y gastaron muchas horas para restituírles la potestad,  y devolverle la autoridad que las palabras siempre han tenido  para albergar los arcanos del mundo.  

Y, qué cosas, a mi la aventura de estos hombres, de los que alguno iba en mula a las reuniones de los jueves para hacer arqueología lingüística, me resulta más interesante que los tiroteos, las carnes sexuales al peso, y las intrigas esotéricas que tantos abundan. 

Tengo comprobado que seguir el significado original de  las palabras, es como leer la mejor novela de misterio, y que encontrar las que necesitas para alimentarte, es un empeño tozudo, de años de paciencia y extravió y de pasar sonrojo  por el desdén o bufa de los demás, pero eso sí: apasionante.


María Moliner en el salón de su casa,  
construyendo su particular diccionario.

Así les ha ocurrido como norma a muchos de los autores de los más nombrados diccionarios de nuestra lengua. Le ocurrió a la autora de uno de los que más quiero: el de Uso de María Moliner. Ella fue de la primera generación de mujeres que pudieron entrar en la universidad en España, jefa de la biblioteca universitaria de Valencia, degradada por el régimen franquista a sufrida archivera y gracias. Pero eso le dio tiempo, como ella dijo: "Sentía la melancolía de las  energías no aprovechadas". Y se  confabuló contra la desazón en que la habían metido, y durante quince años se sentó por las tardes en la mesa de su salón, con un buen mazo de fichas de cartulina rayadas, una máquina de escribir, y la intención de hacer con método artesanal, evitando un corta y pega del diccionario de la RAE, como había sido hasta allí habitual, y cuidándose de enfangar los entes del nombrar con barros ideológicos, crear un digno inventario de palabras. 

Y eso es lo que consiguió con su ardua tarea en su diccionario. Contaría más de esta obra que le pone a las palabras un halo amigable y casi poético, y te llegan como de una tertulia de amigos, pero: “Es el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana”, dice de él Gabriel García Márquez, y si lo dice Gabo…

Antes he llamado “policial” al de la RAE, su misión es legítimamente normativa cierto, pero a veces me resulta seco,huesudo, adusto, justo pero escaso, un poco como un correcto pero desmotivado funcionario tras una ventanilla. Escribiría de estupendos diccionarios que al igual que en mis tiempos escolares me siguen fascinando: del etimológico de Joan Corominas, que parece un Arca Perdida y muestra la maravillosa ascendencia de los vocablos, relataría del Ideológico de Julio Casares, que también,según nos cuenta hubo de pasar un calvario para concluir su obra hasta que encontró al editor García Gili; del especial de Rufino José Cuervo, del excepcional de Manuel Seco y sus colaboradores, que alquilaron un piso e iban a él como quien va a las cuevas de Atapuerca, y lo fueron llenando también de las fichas que iban encontrando en el habla de allá y de acá, de antaño y de hogaño; y treinta años después, en 1999, nos entregaron su Diccionario de Uso, como quien reparte grano de un cupido silo ignorado.

Y hablaría también de los numerosos, humildes, de Diputación de provincias, que recogen las  palabras autóctonas de las comarcas que nos vieron crecer..., pero es tarde, me estoy extendiendo y quiero que te quedes hasta el final de este post.

Sobre el VI congreso de la lengua de Panamá diré poco. 

Podría reseñar ocurridos y ocurrencias de los otros cinco que se han celebrado. De la pretensión, por ejemplo, de Gabo de enmudecer del todo a nuestra “H”, la pobre, o su propuesta de poner manga por hombro nuestra gramática, pero no voy por ahí, lo que quiero es hacer una fábula.

Ilustración de Quinnt Buchholz.
Uno, después de todo, también
se alimenta de palabras...

¿Qué hacer cuando uno siente que las palabras que tanto le ha costado vendimiar de la experiencia, están de repente huecas, vacías de ánima? 

¿Qué hacer cuando las que escuchas las adivinas duras como rocas volcánicas, con las tertulianas televisivas y bobaliconas, o les pillas  un descarado gusto por el embuste  a otras, sobre todos cuando te las dicen los políticos, o hueles una soterrada amenaza si te llegan de los economistas internacionales bien comisionados y primados? 

Qué hacer,sí, cuando uno nota el lenguaje contaminado por estos tiempos de escarnio.

Cuando uno está enfermo acude al médico y le restituye la salud; cuando roto tiene los zapatos, se los lleva al artesano del barrio y te los apaña; a los bajos de moral el psicólogo les restaña el ánimo, y así…

Pues, se me ocurre, que podíamos mandar los vocablos achacosos que todos sabemos, a uno de esos congresos, donde van, digo yo, los sanadores de la lengua que hablamos, que callamos, que escribimos y que sentimos. 

Oigan ustedes, doctos ponentes, versátiles conferenciantes, académicos sedentes en sillones mayúsculos o minúsculos, nombrados autores encuadernados con el dorado del Nobel -diría-, aquí les traigo este camión lleno de palabras para que nos las arreglen, para que les hagan el boca a boca como a los ahogados a ver si vuelven a respirar; para que les traben los huesos pues van por los días con gran cojera, para que encuentren su sentido después de que les den sesiones de Logoterapia (la estupenda terapia de Viktor Frankl de curación por la palabra, el logos arcáico), para que juzguen a algunas por su violencia y las encierren para siempre...

Y les diría más, pero seguro que a estas alturas ya me habrían echado de la sala.

¿Y con qué palabras llenaría yo el hipotético remolque?

Se me ocurren muchas, juntas o acompañadas como “Estado de bienestar” para que le quiten la anorexia que viene sufriendo, o “Futuro” para que en sus ventanillas se vuelvan a vender billetes, o  “Crisis”,  para que nos creamos su sentido de oportunidad, como el que los chinos dibujan en su pictograma, y nos confabulemos con nuestras pequeñas obras contra el desaliento, o “desempleo" para que deje de comer tanto, que tiene serios problemas de obesidad, o corrupción, para que le quiten el olor a huevos podridos que se siente tan solo al imaginarla; o  "Suiza" para que vuelva a ser el país de las postales bucólicas y no la cueva de los ladrones,... y tantas otras a las que en estos días no le veríamos ya la sombra ni aunque nos las hicieran de relieve en ancho granito: esperanza, ilusión, fraternidad, progreso...

Y para salir de un lenguaje plano, ¿A cuáles mandarías tú a los buenos cirujanos congresistas de la lengua?

Voy ya terminando.

Lo que hoy intento decir, es que para conseguir las palabras  con que nos habla nuestra conciencia, con las que grita el silencio, con las que nos sentimos acompañados en la soledad, son muy arduas de encontrar nutridas, que requieren mucha paciencia, acaso toda la vida, pero al cabo son el diccionario propio que cada cual nos hacemos, del que tomamos para entender y entendernos, y del que sacamos para dárselas a los que más queremos, como esas que guardamos celosamente, con las que nos hablaron nuestros ancestros, y las que a veces aún les escuchamos;  o las dejadas por  los autores de todos los tiempos, con los que conversamos mediante los libros sin necesidad de tabla de ouija.

Y sobre las demás, con las que hemos de hablar y escuchar a los demás, con las que hemos de movernos por el mundo  interpretado, esas son las que  esperan bien escritas en los meritorios diccionarios.

La lengua es una de las riquezas de las
naciones, y algunas de ellas recuerdan
en su moneda a los 

que se la engrandecieron
en los solitarios congresos de sus plumas.
Billetes que conservo dedicados a literat@s.
Cada cual tiene el lenguaje que se merece, cada uno las palabras que ha podido  cosechar de su experiencia. 

Dicen que de esta vida no nos llevamos nada, pero mienten: nos llevamos la última palabra que pensamos y acaso pronunciamos, y la que siempre recordarán.

Hay un elogio supremo en lengua española para definir a alguien: “Es un hombre, o mujer, de palabra”.

Sí, el valor, la virtud suprema de la palabra ha de ser devenir en hechos, en pensamientos germinales, en conocimiento que posibilite el futuro, en imaginación fecunda que posibilite el presente, pues, si no, no son más que papel mojado, aire fofo y "mitinero".

Hecho está este escrito, dichas este puñado de palabras que he encontrado en una tarde lluviosa. ¿Cuánto valen?... Espero que valgan al menos la paciencia que tú has tenido para leerlas.




Postdata

Sería el año 2000 cuando de la oficina de la librería donde trabaja en Segovia, me pasaron una llamada de Barcelona. Era una comercial de la Editorial Sopena que nos ofrecía las otrora valiosas obras enciclopédicas de su catálogo casi a precio de saldo. Pedí las que creí que se venderían como gangas por ese precio, pero no resultó bien la operación: había llegado ya por el aire un pariente lejano, y al poco un señor de gruesas gafas de pasta llamado Google que lo sabía todo, y luego una solícita señorita llamada Wikipedia, y un colega de la vega que te lo contaba todo llamado Facebook...

Me acordé del “Iter” de mi infancia y de que “Astronautas” eran, siendo rigurosos, los  americanos de la NASA,  y los de la agencia espacial rusa “Cosmonautas”. 


Si buscáis ahora "Cosmonauta" en el actual diccionario RAE, dice lo mismo que mi "Iter", pero añade el vocablo ruso del que procede, un detalle.



En 2OO4 la editorial Sopena quebró, como tantas últimamente, así que ahora es una casa extinta, otra palabra ésta última que también metería en el remolque, pues ella misma está en peligro de extinción.


(Espero que no se me haya colado ninguna falta de ortografía)

Hasta la próxima, Amig@s... 

viernes, 11 de octubre de 2013

Inventario de nubes

Gracias, Amig@ por acompañarme por este camino...

Erase una vez un hombre que quería contar…


Así, con el método de inicio clásico de los cuentos, comienzo hoy esta entrada para dar cumplida noticia del primer aniversario de este blog. 

No es un noticia bomba, claro está, más bien de las de andar por casa,y casa pequeñita, por cierto; pero como a ti ya te he visto por aquí alguna vez y te considero ya de los míos, pues voy ahora y te lo cuento. 

Resulta que hace un año, tal día como hoy, se me ocurrió iniciar mis andadas por el torbellino de cruces de caminos virtuales de internet.

Aquel 11 de octubre de 2012, mi blog fue uno de los 20.000 que según nos cuentan se abren cada día por estos aires, y esto es como relatar la caída de una gota de lluvia en el océano. Pero como es lo que hoy me toca, pues sigo, aunque por ahí estén cayendo chuzos de punta.

Hoy, un año después, y cuando el contador me avisa de que me voy arrimando a los 20.000 lectores (digo yo que al menos habrán leído el título), quiero agradecer a todos los que os habéis acercado por aquí para ver lo que se decía este “cuentador”, este "decidor" , este escribidor de fábulas.

Así que el hombre que quería contar-que voy a ser yo mismo- fue y se puso a teclear en las madrugadas.

Mi primera entrada fue un cuentecillo que se me ocurrió de sopetón. La cosa iba de nubes y lo digo en el post “La cabeza en las nubes”. Quise entonces que fuese la editorial de mis intenciones, la promesa de mis haceres, y aunque yo no lo quería, se notaba que era también un registro de mis deseos, de  los temores que me recibían al iniciar la aventura que se me antojaba un poco quijotesca.

En esa primera entrada, un intrépido hombrecillo saltaba sobre una montaña para cazar una nubecita adormilada y bajársela al valle. Es un símil de lo que intentamos para cazar nuestros sueños y llevarlos a las prosaica tierras  de nuestra realidad. El hombre de mi cuento, que se parece sospechosamente a mí, descubría en su descenso que la nube se había convertido  en un charco de agua azul a sus pies, espejada e indiferente como el desengaño.

Hace unas semanas descubrí con regocijo al
 ilustrador lituano Ceslovas Cesnakevicius.
Aquí su obra "El cazador de nubes".
Os  recomiendo su obra, visítalo en: 

https://www.facebook.com/cesnakevicius.art. C.C.


¿No es así como acaban muchas de nuestras infladas ilusiones?

Y, bien, ¿cómo está un año después aquella ilusión de intemperie del cazador de nubes?,pues veamos…

Como dejó escrito el autor del verso que da título a este espacio, Antonio Machado: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar…”, y ahora es tiempo de desandar lo caminado y volver la vista atrás, y rebuscar en la senda que me ha traído hasta aquí. 

Veo que he atrapado un  buen puñado de nubes, y que aún siguen si evaporare sobre mi cabeza. Son más de cuarenta; algunas cárdenas, otras cándidas y blancas, y algunas otras henchidas y negras como nubarrones. Como se suele decir: “De todo hay en la viña del Señor”, aunque, claro: de todo hay en esa viña excelsa menos uvas, que es lo que tenía que haber…

Así que en este blog, fruto del empeño de alguien que quería contar, hay sobre todo cuentos. Y ya se sabe que el que mucho cuenta es un cuentista.

¡Vaya!, me habéis descubierto...

En circunstancias normales ya estaría escondiéndome, andaría sonrojado,poniendo cara inocentona de chiquillo pillado en una trastada, procurando hacer mutis por el foro..., pero hoy no, pues estoy contento. Mi alegría, liviana y volátil  como  nubes rosadas en el amanecer, se debe a que por primera vez han concedido el premio Nobel a una cuentista. Sí, el dinamitero galardón de Estocolmo recayó ayer en Alice Munro, la decimotercera mujer en conseguirlo y la primera que lleva el trofeo a las estanterías canadienses.

¡Chuparos esa, novelistas de letra corrida!

No es que tenga nada contra la novela ni cualquier otro género en el que se dore la letra, entiéndase, no, es sólo un guiño simpático para los de mi cuerda, es decir, los relatadores, esos goteadores sobre los mares, esos, después de todos, menesterosos de los cenobios literarios.

La propia Alice Munro tiene una única novela: "Vida de las mujeres", a pesar de que todo el mundo le aconsejaba dedicarse a la novela en detrimiento de los relatos, pero ella hizo caso omiso  y cultivó en soledad el género corto hasta resultar una maestra soberbia. Recuerdo de mis tiempos de librero que ya se la tenía por excelsa, pero apenas vendíamos libros de ella, pues en España los libros de cuentos no dejan de ser en las mesas de novedades más que un puñado de calderilla en los bolsillos. No había leído nada de ella hasta este verano. Leí un artículo en el que la autora anunciaba su retirada, a sus 82 años, por considerar el oficio de escritora demasiado absorbente y solitario, y por las ganas que sentía de repente de moverse en sociedad.

¡Qué verdad!, me dije, cuánta soledad hace falta para escribir. Pero la soledad, tan necesaria,  llega un momento que como la humedad  te pudre los huesos.  Hasta ese momento estás inmerso en ella, y en ella te mueves como los peces en el agua sin sentir su gélida caricia,  y sólo cuando sales un día al aire te notas totalmente empapado y empiezas a tiritar, y entonces te das cuenta de la verdadera condición del oficio, que, iluso, quieres abrazar.


Caricatura (aún desconozco a su autor) de Alice Munro,
excelsa narradora de grandes cosa pequeñas,

 y premio Nobel de literarura 2013.

Este verano ha sido cuando descubrí a Alice al leer tres de sus libros: "Demasiada felicidad", "La vista desde Castle Rock" y "Odio, amistad, noviazgo,amor, matrimonio", y su prosa de orfebre me fue calando tarde a tarde, como una brisa benigna que orea las humedades solapadas.

Estoy contento, decía, por el Nobel de Alice, por lo que se me ocurre un desagravio a los cuentistas, esos grandes atrapadores  de nubes de la realidad. 

Desagravio a los grandes maestros del relato chico que nunca lo tuvieron: Anton Chéjov, John Cheever, Eudora Walty, Carson McCuller aunque también cubrió las distancias medias, Carver, Flannery   O´Connor, Jorge Luis Borges,el Rulfo de "El llano en llamas", la IsaK Dinesen de palabra cautivadora, y tantos otros, y, sobre todo, tantas otras; pues la mujer parece especialmente hábil en hilar relatos con las cosas que parecen nimias, como ducha resulta también en tejer la vida.

¿Qué más decir en este aniversario?

Diré que ha sido una buena experiencia, y que me agrada ver cómo se asoman por aquí de casi todos los países del mundo. Que seguiré dando saltos para atrapar nuevas ideas, que seguiré vertiendo gotas al mar cibernético, que gracias por vuestros comentarios y seguimiento, pues vosotros sois, después de todo, la fertilidad que dejan mis palabras de viento.

Y como al igual que para escribir hace falta mucha soledad, para leer se necesita mucho silencio. Así que es tiempo de dejar ya mi cháchara, para que tú leas tranquilo. 



¡Hasta la próxima amig@s!, os dejo con los versos de Antonio Machado musicados por Alberto Cortez, y con el inventario que he atrapado este último año con mis saltos, y con la biblioteca de sueños caminados, y pedaleados,  que resulta ser después de todo este blog…

Bien, Amig@s, nos vemos...,puede que nos volvamos a encontrar por estos caminos de aire,ya sabes: navegando a través de las nubes...

 Ilustración del artista  Ceslovas Cesnakevicius.
¡Seguimos !