viernes, 21 de febrero de 2014

La lluvia sabe tu nombre


                                                                      Cae o cayó. La lluvia es una cosa
                                                                      que sin duda sucede en el pasado.
                                                                                             Jorge Luis Borges



Ilustración de Quint Buchholz
Llueve. 

Hoy ha llovido en todas sus horas, y aquí, en Salamanca, lo ha hecho con la lágrima floja y la desconsolada tristeza de una viuda joven. 

Y bienvenida sea siempre el agua mansa , pero a mí, que tiendo a ser un culo inquieto y callejero, siempre me parecían los días de agua un fastidio. Una fatalidad eran en la infancia, pues esos días el agua nos candaba el gran patio de recreo que para los chavales son siempre las plazuelas del pueblo, los campos donde jugar al fútbol a vida o muerte, los caminos para rodar las bicis, los rincones umbríos donde robar el primer beso... 

Entonces, cuando llovía, nos obligaban los abuelos a permanecer en la casa, y era cuando las estancias parecían empequeñecer, como si encogieran de repente con el desahogo acuático de la hora. Así que las peleas no tardaban en aparecer, y la chiquillada nos volvíamos una tremenda molestia para los mayores, que no veían llegar la bendita hora en que se abriera el cielo, y con él el portón de la casa.

Un día a alguno de ellos - seguro que en algún chaparrón de su paciencia- se le ocurrió mandarnos al desván,y fue allí donde aprendí a escuchar lo que nos cuenta la lluvia.

El "sobrao", como bien se sabe, era un espacio lleno de cachivaches que hasta allí habían llevado las riadas de la vida de las generaciones anteriores. Esperaba allí también todo lo necesario para que surgieran lánguidos misterios; todo, menos la imaginación infantil que llevábamos nosotros. 

Y ya todo unido por el aguacero en los escuetos espacios de la buharda, la alquimia de la fantasía obraba sin límite,y nos daba por resucitar arcones, por subirnos a los trillos de antaño a ver si levantaban el vuelo; por probarnos las viejas chaquetas del armario torcido, por ver si ellas nos trasmitían toda la sabiduría de la vida del bisabuelo y nada de su desencanto. 

Pero los misterios también destiñen, la ilusión también se ahoga.

Yo no sé cuantas lluvias hacen falta para desencantar las cosas, pero con el tiempo también aquel espació se nos encogió. Se nos volvió aquello un lugar angosto, estanco, lleno de trastos rotos que insistían con su sonrisa desdentada por volverte a contar su manida historia.

Y como entre la gente que anda falta de magia surge pronto la guerra, enseguida hubieron de desterrarnos también a cada uno para un lado. 

Tampoco sé el instante en que un niño deja de pedir que le lean el cuento mil y una veces escuchado. 

Acaso algo de eso nos ocurriera a nosotros también: que se nos secó la invención, que dejaron de interesarnos los relatos que le sacábamos a aquel lugar de suelo de tablas chillonas, de ventanucos desajustados, de techo bajo que te daba coscorrones a la menor y encima, lleno de goteras.

Sí, quizás fuera eso, o tal vez que no pudimos evitar crecer, y que llegó un verano en que apareció aquella chica de pelo candeal,ojos de luciérnaga,vestidos blancos floreados, aquel acento y una moderna bicicleta de ciudad.

Aprendí entonces que el lugar de los besos es muy soleado, que esas cosas ,y otras, es mejor no hurtarlas, bueno... más bien no robarlas como hasta entonces lo hacía. Supe de igual manera, que todo era un entregar por igual, y que entonces te dan muchos,como en una cesta, y enredados, como las cerezas. Y que la lluvia que provoca en el cuerpo el contacto con otra piel es la que más cala y más anega, también lo conocí en aquel verano.


"La memoria de la lluvia" Fotografía propia del natural.
Reflejos en la calle De la Rúa de Salamanca, febrero de 2014.

Por ello sería que aquel otoño, poco después de que ella marchara para comenzar su colegio,yo subí solo al desván para buscar el consuelo del agua, el único que intuía sabría calmar mi angustia. Y no me parecía ya el "sobrao" lúgubre, ni tacaña la luz de la bombilla de 60, y a los trastos de acá y allá los empecé a ver como próximos, como a camaradas, como si los comprendiera, y me daban ganas de contarles mis grandes historias de tan sólo hacía unos días.

No haría falta que repitiera que el tejado estaba lleno de rotos por donde caía el agua hasta unos socorridos recipientes, pues de igual forma sucede en todos los lugares. Así que Las goteras repetían monótonas el rosario de su "clip,clop,clup..." sobre el agua recogida. Llovía fuerte, y el sonido de los goterones tenía tal ritmo e insistencia, que se me impuso unir a ellos el eco de mi soledad, y vertí yo también en las latas el líquido de mi  tristeza. 

Y entonces fue cuando oí por primera vez la voz anónima de la lluvia. Lo que comencé a escuchar fue una canción que salía de las latas y cubos que había por el suelo del desván; un coro de repente concorde que declamaba para mí en la penumbra de un recóndito desván:"A-ra-txu-clip","A-ra-txu-clap", "AraTxu-Clup! ...

"Aratxu", cantaba aquel agua amiga. Aratxu: un nombre vasco que yo tenía en mi cabeza, el de   aquella chica, a la que mi abuela siempre llamaba Araceli cuando nos daba de merendar.

En mi primera carta se lo conté; le hice un cuento con mi experiencia. Fue una de las primeras historias que hice con lo que la vida ya empezaba a dejar en los trasteros de mi pecho.

Ella me contestó enseguida. ¡Qué sobre tan bonito, qué hojas tan floreadas!... Que le había encantado que esas aguas del pueblo de la Sierra de Francia salmantina de donde marchara su padre a la emigración, cantaran "a capela" como en un orfeón. Que lo que ella oía por allá, en la angostura de su cuarto, era el sonido bravío de la gaita y del tamboril. Y que se ponía triste al recordar, también lo decían las aguas buenas de sus letras. Yo veía en aquella escritura promesa de cosechas, de igual manera como ve el campesino frutos en la llovizna crujiente de la primavera. 

El último párrafo, junto a su firma un tanto embarrada, tenía la tinta corrida, y la hoja delataba un borrón azulado. Qué extraño, me decía; que yo sepa,me repetía en cada relectura, los techos de la ciudad no tienen goteras...

No hace mucho pasé por la hermosa ciudad vasca a donde ella hubo de regresar tras sus vacaciones. Fue al salir del bar del hotel donde me alojaba cuando la vi. Habían pasado más de 30 años, ¿sería acaso ella? Podía ser, pues encajaba con la nebulosa imagen que de aquella niña me había hecho. Pero también podía tratarse  de alguna de las mujeres rubias y de ojos verdes, a las que  había estado siguiendo por  la ciudad en los días previos.

Pero no: era ella, y se acordaba. 

Por un momento volvió a ser verano.
Le hizo ilusión encontrarme, hablamos a torrentadas bajo el "chirimiri"de aquella hora, resumimos nuestras vidas en un instante, pues lo digno de cortar del tiempo pasado, aunque no lo parezca, no es más que el agua que entra en el cuenco de las dos manos juntas. La invité a tomar algo, pero imposible; había de pasar por su oficina sin falta, andaba tarde, muy tarde, y aún debía recoger a una de sus hijas en el colegio.

Va a ser verdad aquello de que cuando piensas mucho en alguien, termina por aparecer.

La vi perderse apresurada entre el río de paraguas de la acera. No me acuerdo si esperé que se volviera para sonreírme, pero no lo hizo, y ahora que lo pienso no era de esperar, pues protegía a duras penas unas carpetas bajo su gabardina y le urgían sus asuntos. 

Aquella tarde vagué empapado por las estrechas calles del barrio viejo,por bulevares que se empeñaban en parecerme angostos, por plazas oxidadas y húmedas como viejas latas de conserva, y en alguna taberna me uní a lugareños para cantar a pecho y con la voz remojada  aquello de "Horra!, Horra!, Gure Olentzero! Pipa..." la canción que ella un día me enseñara entre risas frescas. 

Enseñoreada ya la noche, me encaminaba al hotel. Seguía lloviendo sin agobios, pero sin merma. 
Llegué a una gran avenida, y en medio de un paso de cebra me quedé quieto,como alelado, embelesado por los gorgoritos del agua en los charcos. El semáforo hubo de ponerse en rojo y las bocinas empezaron a pitar. Yo sólo oía el sonido de las gotas sobre el asfalto y pensaba: "Cuéntamelo, cuéntamelo otra vez..." 

Me dedicaban voces por la derecha y por la izquierda, insultos y palabras en euskera que también habrían de serlo. 

Yo no sé lo que hace falta para que la vida nos desencante, ni cuánto tiempo se necesita para que la lluvia pierda su memoria, y su voz.

Agur, agur, neska polita.

Clip..., clap... ¡Clupppp...!

Ángel de Arriba Sánchez
El Escribidor del Tormes


Foto propia. Tarde de lluvia en la salmantina calle de "La Compañia"
20 de febrero de 2014.














4 comentarios:

JOSÉ SANTIAGO dijo...

Entrañable... ameno e interesante relato con su magia y evocaciones a través de la lluvía ...Un abrazo entre alas

Ángel de Arriba Sánchez dijo...

Gracias por tus palabras José Santiago, me alegra que te haya gustado. Un abrazo, amigo lector.

Unknown dijo...

Que hermoso Ángel. Cuanta nostalgia queda de aquello que duró tampoco,cuando deseabas qué no terminará nunca... Quizás por eso fue tan hermoso...?

Ángel de Arriba Sánchez dijo...

Gracias Manuel López, celebro que te guste...Sí, tienes razón en tus palabras que la hermosura viene de la nostalgia de efímeros momentos, pero que perduran como un leve olor...Un abrazo, amigo lector.