viernes, 23 de agosto de 2013

Mujeres de niebla. 1ª parte.

El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, 
y es harto probable que perdiera la vida
en la primera gran guerra) se ofre­ció gustoso
a subir él mismo una bandeja.

Tres rosas amarillas”
Raymond Carver



Recorte de un viejo cartel publicitario.

Fue en uno de los veranos de mi juventud cuando conseguí trabajo en la cadena de hoteles de los Paradores Nacionales.

Aquello fue posible por la mediación de un familiar mío que ejercía allí de conserje, todo hay que decirlo, y el contrato duraría solo los tres meses de verano, pero una vez dentro, se me aseguraba, que lo de aprobar las oposiciones para personal fijo de la red, sería  fácil.

El establecimiento al que me asignaron había sido instalado en un castillo del siglo XII, en una vetusta ciudadela castellano-leonesa situada a mitad de camino entre Madrid y La Coruña. 

Apenas llevaría un par de  semanas trabajando, cuando una  tarde, serían las siete, me dirigí, como cada día, al comedor de los empleados para cenar antes de comenzar mi turno hasta la media noche. Me gustaba esa hora de la cena, cuando los empleados de cada  departamento del hotel nos sentábamos en la gran mesa del comedor, y hablábamos mientras comíamos en franca camaradería, aunque, eso sí,  sin olvidar los rangos de cada cual, y sin poder a veces sustraerme a las rancias rencillas que siempre arrastran los miembros de toda plantilla; un poco como  recordaba haber visto en la serie “Arriba y abajo”. 

Pero esa tarde no pude sentarme, pues apenas había cogido mi plato para servirme, llegó el jefe de Recepción y me indicó que buscara inmediatamente un paquete de galletas, de las sencillas, de las redondas de toda la vida, de las que tenía en casa todo hijo de vecino, insistió. En la mesa estaba el jefe de Cocina y me miró, y supe por su gesto que las humildes marías no se encontraban entre los ingredientes de su- aunque aún no etérea como ahora nos toca- sí  excelsa gastronomía. 

Así que hube de acercarme al pueblo, y en uno de aquellos socorridos ultramarinos , adquirí una de aquellas grandes cajas cúbicas, por si acaso, me dije. Al regresar hube de ponerme rápido el uniforme y preparar el mandado. Así que calenté la jarrita de leche semidesnatada en la cafetera, puse en perfecta espiral las galletas sobre la blonda que previamente había colocado en la fuente de brillante alpaca; luego repasé la taza, la cucharilla, la almidonada servilleta, la jarrita de fina loza con una lozana rosa blanca; y con la bandeja presta para el servicio de habitaciones, me encaminé a la suite del cliente VIP que la había demandado.

Cuando llegué a la mejor habitación del establecimiento, esperé unos segundos concentrado antes de golpear en la adusta puerta, pues sabía que la llamada no se puede hacer de cualquier manera, sino  con tiento y mimo, tocando -qué digo tocando; más bien acariciando- en la parte que tiene mejor sentir la madera, que es, como se me había enseñado, en su tercio superior y a tres palmas por encima del picaporte. Así lo hice, y me salió un "toc-toc-toc" cadencioso, y esperé con el cuerpo muy estirado, los pies juntos a la manera marcial, la cabeza alta, los pantalones bien planchados, la chaquetilla americana con una tersura impecable, el lazo de la pajarita bien anudado ,y manteniendo la pesada bandeja de alpaca con todo su servicio, alta, plana y con la apariencia imperturbable de la meseta castellana.  


Este escribidor
en los tiempos del relato...

Esperaba escuchar en cualquier momento el "¡Pase...!", que habría de sonar cavernoso y asertivo si la respuesta salía de boca varonil, o el afrutado y sugerente "¡Adelante...!", si dama era quien lo pronunciara. 

Pero nada oía. Volví a percutir la madera con  mis nudillos, con ritmo sostenido, acompasado, midiendo los tiempos, vamos: que se notara que quien estaba reclamando era de Escuela de Hostelería. Pero ni aún así; nada del otro lado. 

Mi aguardo se volvía incrédulo. Llamé una tercera vez, haciendo casi un redoble circense con mi aporreo en las tablas. Ésta sería la última- me decía- pues no es correcto insistir una cuarta vez, que eso no es servicio sino impertinencia. Entonces hay que presuponer que los huéspedes hayan salido de su cuarto, que tal vez estén en la terraza contemplando las vistas de la vega, que les haya vencido la fatiga del viaje, o que quizás, vaya usted a saber, estén ocupados en actividad absorbente… Y lo que hay que hacer en estos casos es comunicarlo a la Recepción, que ellos resuelvan, que ellos medien con su profesional voz a través del teléfono.

Y con el brazo ya dolorido me disponía a claudicar. Diría al jefe que si había alguien dentro, no podía  estar ignorando, sin una buena causa, la perfecta ejecución de mi insistente y ortodoxa llamada, acometida con sus tres intentos reglados y con sus pausas de rigor.

Ya había girado sobre mis talones en una semicircunferencia rabiosa para enfilar la engreída  soledad del pasillo de la Planta Noble,  cuando me pareció oír como una música desvaída que salía del interior que se me negaba. 

De repente, sin que voz alguna avisara, la taciturna barrera de madera se abrió. 

Salía por el vano de la puerta un vaho lechoso, una olorosa humedad, una etérea   sublevación de sales de baño. En medio de la bruma tibia que huía hacia el pasillo,  iba también prófuga la música que yo juraría que era el vals “El Danubio azul”. E imponiéndose a todo ello, aunque  tan ingrávida como el vapor y los compases, apareció una mujer menuda, delgada pero sin escatimar curvas,  que cubría su cuerpo con una toalla blanca, con los cabellos  sueltos, resbaladizos, lisos y de un castaño resplandeciente como un atardecer de otoño. Los ojos de la mujer poseían la  indeterminación de una mañana de invierno, y  su  piel, la que se le veía y no se adivinaba, la  de sus hombros desnudos y el cuello pedestal, estaba rojiza, como raspada por el fuego del agua, y de esa carne acalorada me pareció que  nacía aquella niebla, el perfume marino que me adormilaba, la fugaz música vienesa y hasta mi quieta estampa. 



Dibujo de Juan José Coll Espluges.
No sé cómo conservo tantos detalles de aquel recibimiento, pues no duró  más que unos segundos. Pero el tiempo me ha enseñado que no es la duración de los instantes lo que fija nuestros recuerdos, sino su gravidez.

La mujer, apenas respondió a mí entrecortado saludo, hizo un grácil giro sobre sus talones y regresó al cuarto de baño. Fue entonces cuando aprecié que estaba descalza, y que dejaba a su paso un rastro tímido de agua en el suelo, como si fuese un ánfora de fino barro que rezumara. 

Me pregunté si no habrían puesto las chicas las correspondientes  zapatillas de felpa en su baño, y si acaso mis aporreos no habrían sido, después de todo,  demasiado apremiantes para escenificar aquella visión.

Crucé entonces  el recibidor de la suite cargando con la bandeja, y el terco peso de ésta me restituyó en la realidad. Me adentré en la cámara principal de la suite. Sobre la gran cama de época con palanquín, sentado en uno de sus bordes, había un hombre en mangas de camisa, de figura un tanto avasalladora, a toda vista anciano, con la cabeza gacha, las piernas abiertas, los brazos caídos y a toda vista también, fatigado. 

Las puertas del amplio balcón estaban abiertas, y por ellas entraban sin mediación los gritos de júbilo de los chiquillos en la piscina. Aún se resistía la tarde a soltar el látigo de su calor,  y me pareció desmedido el baño caldo que se daba la huésped. Oí ladridos en el exterior, próximos, de un animal sin duda pequeño que se inquietaba en la balconada.

"¡Coño, don Camilo!", exclamé al reconocer al sentado sobre la cama. 

Enseguida me preocupé por mí exclamación irreverente a un huésped, a un cliente, a un VIP, al eximio escritor nada menos. Pero él ni siquiera me miró. Posé la bandeja en la medieval mesa que había en  un rincón, me giré y quedé inmóvil, recto como un mayo y seguramente igual de resbaladizo por mi súbito sudor, con el brazo izquierdo pegado a la espalda y mirando con expectación al ilustre Nobel que nos visitaba. 
Caricatura del escritor Camilo José Cela ,
por  Miguel Herranz

Pero éste me ignoraba y parecía sustraído en alguna parte de un remoto abatimiento. 

Nada respondió cuando le pregunté si deseaba algún otro servicio. Esperé unos segundos que se fueron cebando de silencio hasta consumar más de un minuto. 

Nada decía, nada hacía la personalidad. 

Al fin alzó la vista y pareció sorprenderse de verme en medio de su alojamiento tan tieso, servicial y desaprovechado como un paragüero  en aquellos momentos estivales. 

Al fin hizo el claro gesto de que me acercara. Así lo hice hasta quedar a un metro de él. Tomó su cartera y me alargó un billete azul, de aquellos de las quinientas pesetas. No pude frenar la sonrisa que me llegó, pues era una propina demasiada generosa para tan nimio servicio. "¡Muchas gracias, don Camilo, es usted muy amable!", dije seguramente con voz tintineante, le deseé feliz velada, y me dispuse a salir.

Al pasar junto al baño, aspiré de nuevo la fragancia oceánica que vagabundeaba en el recibidor, y capté retales de música aguada por los chapoteos de la dama. 

Cuando, ya del lado del pasillo, cerraba la puerta, me alcanzó la respuesta de don Camilo: “De nada, joven…”, había dicho con su voz seca y fosca, pero a mí me pareció blanca, liviana, húmeda; como cargada de niebla, como me lo estaba pareciendo todo en aquel instante.

Continúa...

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