martes, 25 de diciembre de 2012

La sonrisa de la nieve (Cuento de Navidad)

Ilustración de Quint Buchholz.
Bien avenido, como una pieza a juego con su estuche, como un molusco entre sus conchas, como la luna y su cerco; así se me representa el viejo general en su despacho, cada vez que, caprichos de la mente, me viene a la memoria. 

Me llega ahora en su mesa de trabajo, sentado en el butacón demasiado gastado por la lija de tantas horas, ojeando el vespertino diario de la provinciana ciudad nuestra. 
Es el momento del café: solo, fuerte, un único terrón, la minúscula cucharilla de alpaca, la jarrita con el agua fresca. Entonces aporreo la puerta: un par de golpes secos, marciales, le dejo dicho a mi sucesor cuando me licencio.
Entraba en aquel despacho cuando la luz de la tarde atrapaba los objetos de la estancia en sus telarañas de sueño. Dejo la bandeja en la mesita supletoria. ¿Ordena algo más, mi capitán…? Nunca contesta. Salgo luego diligente, para no quedar anegado por el torrente del silencio  roto  que  comienza a reunirse raudo  como, me imagino, hicieron las aguas tras el paso de Moisés.


Sí,  a menudo rememoro  el trecho de tres a cuatro de la tarde de aquellos días de manera un poco nostálgica, como quien ve una vieja secuencia de cine, aunque siempre se me representa aquella escena nítida, bien perfilada, tal vez  por haber sido  esmerilada en mi memoria cientos de veces.

Creo haber dicho que la mente tiene caprichos y que por capricho recuerdo todo esto. Lo primero es bien conocido; en lo segundo he mentido. Es la necesidad la que me trae la escena en este momento en el que escribo en una habitación de un palacete ruso.

¿Y qué hace un español, viejo bedel de Diputación provincial, en un lugar tan remoto en un día de Navidad del fin del siglo veinte?

Pues verán: la historia viene, como vienen con sus meandros todas las historias que merecen la pena ser oídas, de los manantiales del tiempo.

Resulta que mi madre sirvió, cuando joven, allá por los años treinta, en  casa del general. Más bien en la casa de su familia, pues él andaba todavía en eso de ganarse el despacho de la Academia. Decía mi madre que era muy buen mozo, aunque matizaba que  entonces a ellas, a las criadas de dieciséis años, cualquiera se lo parecía vestido de cadete.  También decía que puede que el hijo de sus señores, aunque siempre educado y amable, fuera un poco estirado; un poco más estirado que los demás cadetes, quería señalar mi madre, como si el uniforme que él lucía  fuera en realidad de duro esparto. Y buen molde hubo de ser aquel uniforme, pues bien tiesa le he conocido siempre la figura, desde que hace ya tanto me pusieran  a su servicio. 

Así lo procuró él cuando mi madre se lo pidió, en los tiempos en que faltaba poco para que yo entrara en quintas. Mi familia se preocupaba por el poco provecho que me adivinaban.   Poco provecho saqué de mis días mozos, siempre rodando y sin que nada me diera asiento. Un tiempo anduve embadurnándome las manos y los días en un taller mecánico, pero el oficio resultó  no ser lo mío. Me dio después por unirme a un club  boxístico; deporte que por entonces hacía furor. En aquello anduve algunos años, y aunque no pasé de ser sparring de todo aquel que tenía o quería tener un nombre- poco más que un saco al que zurraban-,  no puedo decir que aquel ambiente no me gustara. Sobre todo disfrutaba cuando viajábamos a otras ciudades, lo cual era muy a menudo, para participar en combates en plazas de toros, descampados, ferias y en terrosos campos de fútbol. Sacaba mis buenos cuartos de los golpes que encajaba en los previos a la hora del gran combate de las figuras del boxeo. Además, como a las chicas aquello del ring las tentaba y aunque yo, la verdad, siempre he sido bocado de mal tragar para las mujeres, muchas fueron las horas que disputé  en el  cuadrilátero de las sábanas.

Obra del pintor filandés  Akseli Gallen-Kallela.


Pero en resumidas cuentas: de todo aquello no me llevé más que la nariz rota, una gran cicatriz en la ceja y el nombre, pues aunque Enrique Bravo me bautizaron, no me encontrarán si no preguntan por Pistón. 
Ya no me acuerdo si lo de Pistón me vino  por mi  forma de  pelear, pues dicen que movía los brazos como esa pieza de  mecánica con la biela, o por lo que se reseñó  en una gacetilla después de que noqueara a un oponente en una de mis primeras veladas. Quien aquello escribió, comparó mi puño izquierdo con el fulminante de un fusil que  también dicen  pistón. El caso es que me quedé con el motecillo y hasta ahora. En la gacetilla se puso también, en las únicas  líneas que sobre mí se han escrito, que apuntaba maneras de buen púgil.  A veces pienso que de haber seguido lo hubiese conseguido; pero el caso es que llegó un momento en que me pareció que los golpes eran una mala pedagogía para aprender las cosas, y buena hora resultó aquella en  que abandoné aquel mundillo.
Ya por  entonces mi vida andaba un poco descarriada como consecuencia de aquel ambiente.  Fue cuando mi madre saltó a la lona de mi vida y me vi obligado a tirar la toalla. Como a mí nunca me vio la buena mujer talla para la sotana como a mi hermano mayor,   se las apañó para que entrara en el cuartel. Así que después de la necesaria instrucción guerrera, acabé de camarero en el bar de oficiales del Regimiento de Artillería, bajo el ala del capitán Antonio Moragón..
Pero la milicia tampoco resultó ser lo mío, y gracias de nuevo a su mediación, me dieron un puesto de ordenanza en la Diputación, y de mandado en mandado, aguantando los puños de la rutina entre las cuerdas institucionales, se me han ido los años como el rostro a los santos de arenisca de los claustros.
Era verdad que el apuesto capitán tenía mucho empaque, y en el tiempo en que estuve  a sus órdenes no hallé resquicio para entrarle en el alma. No diré nada malo de él, porque no podría hacerlo sin resultar desagradecido, aunque  hay que decir que a todos nos parecía de puro justo, cruel; por serio en exceso, pétreo, y en una palabra, de tan inquebrantable como se nos mostraba: odioso.
Por ello lo ocurrido últimamente a todos les parece extraño. 
Casos no han  faltado en nuestra ciudad de hombres rectos como vigas a quienes han apolillado los caprichos y la locura de la vejez, pero nadie lo hubiera dicho en el caso de este hombre; nadie hubiera podido adivinar lo sucedido al general Moragón, nadie, digo, excepto yo.
Uno de sus hijos vino a verme hace unos días. El caso de su padre no se sabía, pues la familia lo llevaba con mucha cautela. Tampoco sabían ellos si la desaparición del abuelo, de 81 años, en Moscú, obedecía a un rapto de la mafia de por allí enterada de sus asuntos, o a la demencia del anciano o a la fuerza de cualquier otra fatalidad aún peor. Por no explicarse, los descendientes no se explicaban tampoco el empeño insobornable que había puesto el anciano en acompañar a la delegación comercial de la fábrica familiar a tan lejanos territorios, ni la súbita llegada de las cartas rusas que un día, sin más, comenzaron a llegar  con abultados pedidos de juguetes que ellos fabricaban, pero sobre todo: de sus afamadas muñecas.
Pero según me iba contando detalles su hijo, actual gerente de la fábrica de juguetes que su padre fundara en 1944, a mí se me fue formando una idea clara de lo que había pasado. Supe el paradero del viejo general y todo el embrollo ruso que había armado. Pero aunque  tranquilicé a los familiares, nada les dije de lo que se desveló en mi interior.
Muy desesperados debían de andar los familiares, o muy tranquilizadores le hubieron de parecer mis ojos con el barrunto que me acababa de nacer y que en ellos flotaba, para que aceptara todas y cada una de mis condiciones sin rechistar.
Hace  años que paseo las tardes con el general por la alameda del río. Hasta entonces, debido a las ocupaciones de cada cual, apenas nos habíamos visto en los años. Él siempre fue vigoroso y nada hacía prever el decaimiento en que se enredó cuando murió su esposa y al poco su hijo mayor y una nieta en un accidente. Ningún hombre sabe parar la mengua de su cuerpo cuando estas cosas suceden, ni el derrumbe de su espíritu altivo, como nadie supo  de la leve pero fatal mano de la grafiosis sobre los centenarios olmos de nuestros parques.
Mucho parecía buscar desde entonces mí compañía, pues se sentía un poco solo, me confesó. Sus hijos atareados con los negocios que cada día eran más prósperos, los nietos repartidos por medio mundo y sus antiguos camaradas de armas y tertulia en el Casino, habían tomado, como me repetía, la mala costumbre de dejarse morir. Así que a los pocos meses se me destiñó el respeto timorato por su rango, y no sin que casi me lo impusiera a bastonazos, comencé a llamarle Antonio y a labrar con él una amistad como  acaso no he tenido con ningún otro hombre.
Y eran esas charlas caminadas las que rememoraba mirando por la ventanilla del tren que me llevaba a San Petersburgo, observando la llaneza, la sobriedad y la contundencia de la tierra  helada.
Así también, con velocidad, extensión y hielo, observaba el general su vida cuando a mi me la relataba. Así recordaba los días de espanto de 1941, cuando siendo un teniente artillero, avanzaba también hacia la ciudad de los zares, entonces llamada Leningrado, con la División Azul en el invierno más gélido del siglo. Y el frío hubo de ser tan intenso, que casi sesenta años después, cuando me hablaba de aquello, el hombre aún tiritaba.

Y por lo que me había ido revelado en nuestros paseos, es por lo que yo estaba en Rusia. Por lo que había  despistado en Moscú a su nieta Juana, jefa de la delegación juguetera, y los detectives que había contratado y hasta la propia policía moscovita, y  viajaba a toda velocidad hacia el pasado.
Me dirigía a aquí, a la ciudad de Rogatino, a unos ochenta kilómetros del actual San Petersburgo, no lejos tampoco de la ciudad de Nóvgorod. Aquí, en un palacete del siglo diecinueve convertido en hotel, y en la distante, cálida y risueña Cádiz, está la clave de esta historia.
Muchas veces me habló el coronel de la “zurra” que les habían dado los rusos en aquella guerra, y de lo bravos y fieros que habían resultado ser los rojos defendiendo su tierra helada.
Sofía Serguéyevna Troubetzkoi, princesa rusa,
casada con el duque de Sesto,
quien introdujera en 1870, la costumbre
del árbol de Navidad en España.
Él pertenecía entonces al único regimiento de artillería de aquella división. Estaban con sus baterías lejos del frente, haciendo sus parábolas de fuego sobre la tropa. En diciembre de 1942, eran ya muchas las semanas que, cada pocos días, había llegado hasta sus posiciones un sidecar alemán siempre con la misma orden: retirarse ordenadamente quince kilómetros. 
Hasta que en vísperas de la Navidad llegaron a Rogatino. Los mandos del regimiento se instalaron en un arrasado palacete rural, y aquella noche al teniente Moragón le tocó el mando de la guardia. Me dijo que las bajas en los artilleros se debían más a las borracheras, peleas y suicidios entre la propia tropa, que al fuego enemigo. Al parecer, las batallas que la desesperación y el alcohol libraban en cada hombre eran más cruentas que la atrocidad real que vivían cada día. Pero no eran los españoles los principales culpables de aquellas noches de horror, sino los voluntarios nazis de otros países, suecos, noruegos, y otras gentes nórdicas con las que coincidían en su retirada.
Haciendo su ronda, el joven teniente oye unos gritos desproporcionados entre los aullidos acostumbrados de las noches de campamento. Descubre que proceden que una casa cercana al palacio, dentro del terreno vallado del recinto. Según se  acerca con sus hombres, oye grotescas risas, desgarradoras palabras salpicadas de llanto, y  lo que no le ofrece dudas: disparos. Dentro de la casa, una enloquecida soldadesca se divierte con dos  mujeres con las ropas desgarradas. Son miembros de una partida de partisanos que fueron sorprendidos en acciones de sabotaje. Por los hombres apresados no pregunta; ve por una ventana sus cuerpos derritiendo el terco suelo de la tierra.
Esto, me dijo el general cuando me lo contara, sólo lo había relatado otra vez, sólo a otra persona, y ésta no había sido su esposa. También, que de lo que había sucedido en aquella casa no se arrepentía. Nada le pesaba tantos años después el haber disparado contra aquellos hombres, cuando, negándose a parar su desatino, y en prueba de desprecio por el mando de los españoles, habían matado allí mismo a una de aquellas mujeres. No era nada que hubiera podido contar hasta entonces y él, como aquella noche sus hombres, habían decidido enterrarlo en el silencio.
Pero en todos y en cada uno de los años transcurridos, cuando se acercaba la Navidad, se le aparecía la sonrisa que le dedicó la otra joven, poco antes de que diera un salto que superó el zócalo de la ventana rota. Y su voz quebrada también oía, con la que ordenó a sus hombres no abrir fuego sobre la mujer que corría por la nieve, perdiéndose en la penumbra de la noche y del tiempo.
Y el haber dejado escapar a aquella rusa enemiga era algo  que tampoco  le pesaba, pues lo había hecho sin pensar;  obedeciendo a las entrañas, a las que  no queda más remedio que obedecer. Y si me lo contaba a mí, me dijo para terminar, era porque no hacía mucho había creído identificar aquella sonrisa, y sentir el ágil salto que la vida da a veces, sobrepasa  la alta tapia de la edad, y sale corriendo hacia la juventud.
Ya no recordaba él desde cuándo veraneaba en Cádiz. Cada año, la segunda quincena de septiembre, se alojaba en una de las residencias que el Ministerio de Defensa  tiene por toda España para disfrute de sus  miembros.
En septiembre del año en que enviudó, al llegar se encontró que por convenios del Ministerio nuestro con los de otros países, en la residencia se hospedaban un nutrido grupo de militares de la antigua URSS con sus esposas y familias. A algunos de los antiguos compañeros de armas del general Moragón no les pareció esto bien, y en cuanto los eslavos llegaron interrumpieron sus estancias y se marcharon malhumorados.
Me decía que a él no le pareció ni bien ni mal. Que veían a los rusos entrar alos comedores cuando ellos salían, y usar la piscina cuando se sabían solos. Apenas coincidían tampoco en los salones de lectura, ni en el  bar. Los residentes parecían comportase como pandillas de barrios enfrentados, por lo que por mediación del Capellán, se organizó una cena común.
Fue una gran mesa imperial surtida con los mejor de la gastronomía de ambos países. A los comensales les habían sentado intercalados, como marca el protocolo para hacer animadas las veladas. Junto a un general ruso había una esposa española, y al lado de los españoles, una dama eslava. Había algunos viudos, como el propio Moragón, y lo que les resultó de lo más extraño, solitarias rusas de alta graduación.
La compañera de Antonio fue una coronel, viuda como él, que hablaba un español dulzón y fuerte, como destilado de la caña de azúcar. Se llamaba Sofía Galinova y en los años setenta había vivido en Cuba. Fue la que hizo de intérprete para todos, y era común que los comensales descubrieran que muchos años atrás, habían estado enfrente unos de otros como estaban en aquella mesa. Pero aquella noche hubo estallidos de risas por los riojas y los vodkas, y sobre los unos y los otros sólo caían los sonoros  cañonazos  de sus brindis: ¡ Na zdorovje! , ¡Salud!, ¡ Na zdorovje! ...
De Sofía me contó el coronel que tenía los ojos muy claros, la tez muy pálida y una sonrisa como la que intentó poner a su muñeca más famosa,la que fabricaba desde hacía tanto y que le había hecho sobradamente rico.  
La había ideado a su regreso en 1943, cuando al poco murió su padre y vendió las seis  tiendas de ortopedia que tenían por toda la región para embarcarse en la locura de montar un taller de fabricación de muñecas y juguetes. Y una locura fue llevar casi a la ruina a la familia por invertir en nuevas pastas, moldes, técnicas, traer maestros de otros partes a esta tierra nuestra con tan poca tradición juguetera.  
Pero logró la muñeca rubia de cabellos sedosos, la de ojos claros como el mar, y sobre todo la de la sonrisa inocente y osada a la par.Locura fue, ciertamente, en el famélico mercado juguetero nacional dominado por  gitanitas,  toreros, muñecas tétricas de ojos saltones ataviadas como enfermeras de la Sección Femenina.
A raíz de aquella cena en Cádiz, comenzaron a llegar cartas con pedidos de grandes almacenes rusos, tantos que para su empresa  suponía ya el 20% de sus exportaciones.
Y pocos enigmas quedan ya para saber las razones por las que esta tarde de Navidad escribe esto un hombre solitario en una habitación de un palacete ruso, mientras ve por la ventana como unos niños hacen un muñeco de nieve en una pequeña y cercana casa de labranza.
Pocos quedan, sí, y ya va siendo tiempo de desvelarlos.
Entre ellos no se encuentra el que Sofía sea aquella partisana  que el general salvó, aunque bien pudiera haberlo sido. Había combatido también por aquella zona, y también de guerrillera, pero ella no sabía la identidad de aquella joven, como acaso nadie la sepa nunca.


Fotografía de la página de Facebook:  I Love Winter,
que bien podría ser : El Hotel de los Españoles de este relato (Гостиница испанцев).

Sofía Galinova es la otra persona a la que el general ha confiado su secreto, allá, hace tiempo,en algún atardecer andaluz. 

La mujer había seguido en el ejército rojo, y ahora, en este deshielo que vive su patria, su hija es empresaria de éxito, y quien a raíz del encuentro gaditano, tantas muñecas españolas está importando. 
También ha sido su hija quien, por indicación de su madre, ha adquirido el viejo palacete de Rogatino, donde ahora me encuentro, para convertirlo en un hotel, el llamado:  "Hotel de los Españoles".
Y en este hotel,  esperándome para cenar, fue donde encontré anoche al desaparecido general y a Sofía. “Mucho te has tardado, amigo Pistón…”, me dijo Antonio apenas me vio.
Esta mañana me desperté cuando un sol blando y dulce como un mazapán, entró por la ventana e impactó con su mullido guante en mi deformado rostro. 
Después del desayuno se me informó que un coche me esperaba. Era un todo terreno, pero según recorríamos los caminos blancos, viendo albura por todas partes, tenía la sensación de ir en un trineo al son de la música de Tchaikovsky.
Pronto llegamos donde el general. Solo, a los pies de una colina, contemplaba el gran paraje nevado y me esperaba para desvelarme el verdadero motivo de mi viaje.
Me indicó el enclave de sus antiguas baterías divisionarias, allá, en una altura lejana, y me  dijo que dónde estábamos, tras una suave colina, eran las posiciones de los rojos. Entre ellos había algunos españoles republicanos, y los grupos se daban en sus escaramuzas noticias de sus nombres y lugares de procedencia, sus viandas y su tabaco. 
Los alemanes les ordenaban bombardearlos, y los muy germanos no entendían lo malos que eran los artilleros españoles que tantos tiros erraban. Hasta que se enfadaron y trajeron sus propios cañones y los machacaron día y noche. Y allí morirían casi todos, sin posibilidad de huida, me decía,  pues a los que retrocedían, los propios rusos, ametrallaban.


Y en aquella hora supe al fin dónde había muerto mi padre, el que dejara a mi madre soltera y embarazada antes de huir de la ciudad y unirse a las tropas republicanas.
Muchos años tardó mi madre en desvelar la identidad de mi padre, y más aún  en confiarme el general Moragón que le había conocido, que había hablado con él en estas estepas. 
Y esta mañana, lo que sentí viendo toda la extensión nevada donde hubo tanto rencor y muerte, como en cualquier campo de batalla, fue paz. Como si viera una gran sonrisa en la nieve, la que todo iguala, la que al paisaje bello hermosea aún más, y a la tierra pobre engalana, la que como el tiempo remansa, y como él nos cae  lenta y suavemente y toda historia termina por serenar.
Sí, era como si el clueco sol eslavo que lucía sobre nuestras cabezas  sacara de las mejillas de la nieve su mejor gesto, y nos hiciera sentir en aquella inmensidad como simples muñecos, como  dos de los innumerables juguetes con los que se ha entretenido el siglo que se va despidiendo, y ahora olvidara un poco rotos en cualquier rincón. 
Y sin embargo, los dos oteábamos ávidos el horizonte helado, aviesos  como águilas, buscando para la centuria que se nos va un poco de redención, y para  cada uno de los hombres que dejaron su vida por éstas y otras extensiones, y acaso para nosotros mismos también. 
Mirábamos quietos, anhelosos, callados, la extensa nieve como quien observa el ancho manto de sus años, intentando descifrar el sentido de la callada, misteriosa, y siempre benévola muesca que la nieve  hace a los hombres de buena voluntad.

FIN
¡Feliz Navidad !
  



























jueves, 13 de diciembre de 2012

He oído los pájaros del alma

Aunque el viento sople en contra,
la poderosa obra continúa:
Tú puedes aportar una estrofa.

NO TE DETENGAS. 
Walt Witman
HOJAS DE HIERBA




Fotografía de la página de Facebook : "I love winter".



Esta mañana, cuando me desperté, la vida estaba a los pies de mi cama.

Ahí estaba, mirándome aviesa, ofreciéndome las zapatillas entre sus dientes, moviendo la cola como un cachorrillo. 

¡Vaya! - me sorprendí- ¿pero ésta no se había extinguido ayer?

Anoche me acosté, prudentemente, antes de las doce, que es cuando yo esperaba el demorado “Fin del mundo”. 

Y es que tiene su lógica, pues si yo fuera mundo, y hubiese decidido involucionarme en un gran bostezo inverso, elegiría las doce (de la noche) del doce del  doce de la decena de años de este siglo antojadizo.

Yo también mandaría un tuit terminal, para sentar precedentes, a lo papal, y se lo encargaría a Chiquito de la Calzada: “¡Hasta luego Lucas!”

Muy inspirado el Santo Padre al ser el primero de su estirpe en puriemplear al Espíritu Santo y encargarle tareas de grácil pajarillo de Twitter. Me enteré que ayer fue ese primer tuit triado, a los doce minutos del día doce de…

Muy hábil también el Gran Pastor al encarrilar por ahí nuestra salvación, pues tal vez así frenó las ruedas del gran cataclismo que nos habían augurado. Quién puede afirmarlo, pero lo que sí es cierto es que nadie, ni siquiera el más excelso comité de premios Nobel, podrá nunca demostrar que no fue ese envío el que le espetó al advenedizo fin de los tiempos su: “¡Tente, necio!”

Y ahí lo tenéis: tema tremendo y un millón de seguidores en un suspiro, sin levantar una mano, que fue sólo un dedo, sin tener que salir al balcón de la plaza con estos fríos, sin tener que atizar la caldera de la devoción con las pesadas paladas de los discursos, ni largas caminatas apostólicas por esas tierras de los hombres.

Dibujo propio de Juan Pablo II,
del año 1982, cuando aquel  Papa
visitó España.
Fui uno de los que voló durante horas
las campanas de la Iglesia
de El Robledo de Sequeros,
y eso, sin ser tan grande como lo
de ayer de Benedicto  XVI,
a su modo fue tremendo,
pues espantamos a muchos pájaros
serranos aquella tarde.
Son asuntos de fe, y a la Fe le conviene el reposo… y  creatividad, y marketing extra teologal en estos tiempos nuevos y recién salvados.
La cuenta de Twitter del Pontífice se la han creado y se la gestionan gentes españolas, y es que es una vieja costumbre nacional: no arreglar lo de casa para ir a enmendar lo de fuera…

Pero estaba en que me había acostado anoche temprano a esperar la catástrofe. Entretenía su llegada con cataclismos más livianos, más cotidianos, más de andar por casa como el interminable diluvio de estupideces de la programación televisiva; el gran alud de la soledad no deseada, las simas que se producen en  las sábanas con los seísmos de la cama vacía, la riña de los de abajo que se apedreaban de nuevo con las ruinas de su amor, el  tsunami de deseos arrolladores  de las voces de la  fornicación de los vecinos tras el tabique; los espejismos del mañana, la sed que deja el pasado, la fatiga beduina del hoy y el tener que cruzar una vez más el desierto de la noche; la entrada en la abrasadora lava de los sueños…

Pero la mañana había llegado fielmente un vez más, y me increpaba para que saliera de la cama. “Eh tú, escribidor: ¿ Qué hay de la alegría que me debes…?”, me repetía mientras me echaba los aparejos cameros hacia atrás como la madre más castiza.

Así que a la par que me inyectaba el café negro,   me 
subía la tensión, y con ella me ascendían los ejércitos de mi sangre cantando canciones de marcha y de alegría mañanera. Y lo digo, aun a riesgo de que se piense que soy un “cantamañanas”, que es esa verbena de las ganas que nos entra cuando estamos descansados, porque tenemos el cuerpo bien evacuado, porque hicimos los deberes amatorios o no, que ayer había dolor de cabeza y eso también tiene su gustito, porque nos da el sol tierno del nuevo día -como recién horneado- en la cara adormilada, porque nuestro júbilo recorre nuestra pequeña casa como un crío un palacio en patinete, porque nos arrascamos con fruición y nos sentimos en nuestro raído pijama como pontífices de nuestra hora porque  es domingo…

Así que me he puesto el chándal y me he ido a correr por el día desembalado. Y es éste –no el de vestirse la almidonada tersura de una mañana nueva, sino el de verme a mí corriendo-, escena que no les aconsejo, pues es como ver a un Tiranosaurio Rex haciendo esgrima. Si al menos fuese un Velociraptor, pues vale, que ese bicho hubo de ser muy ágil y muy flexible y muy cortante incluso sin florete.

Y al ritmo del galope de mi respiración he descubierto que estoy en donde tantas veces he deseado estar: en el futuro. Ya ha venido el porvenir que tantas veces conjuré, he aquí sus territorios, y heme aquí que no reconozco nada. Ninguna gloria de las que auguré identifico en éste vasto páramo que es el futuro hecho presente.
Así que yo me he equivocado también en los vaticinios propios.

Todo lo fiaba al tiempo, todo lo bueno y excelso –por supuesto-  que me habría de acontecer. Y cuando se miran así las cosas, se sabe uno en una catástrofe, en una del tipo de las cotidianas, una más de las livianas y llevaderas.

Pero hoy me he dicho que hasta aquí la mitad de mis días, y que en la mitad que me ha de quedar, no soñaré con grandes logros, éxitos, amores, riquezas, y demás cosas extraordinarias con que soñé para los días que ahora transito.

Que viviré otros 46 años, me retuiteaba en mi cabeza al compás de mis zancadas sobre el camino. Y que lo tendré en esta parte más fácil, pues ya conozco a aquel desconocido que soy y que aniquiló al niño, al adolescente, al joven y al hombre que fui. Y que ya sé lo que no he de hacer, y que sí lo hago ya no tendré a quién echar la culpa  ni nada en lo que buscar escusas. Sé a las gentes que hay que evitar, y con las que hay que sentarse a charlar junto a la lumbre. Sé que la soledad tiene voces delicadas y florales, y la multitud silencios atronadores.  
Sé que mi sabiduría es poca y hueca, que mi orgullo es escarpado como cima demasiado lamida por las ventiscas de mis errores, y sobre todo, que ni quien digo ser y los sueños que proyecto son de fiar.

Y así, corriendo por el campo, escuchando los oráculos de mi sangre, me he dicho que a partir de ahora conjuraré asuntos sencillos, humildes, pero que cuando me sean dados los acometeré con devoción, con comedida pasión, para hacerlos así extraordinarios.


Work from Pawła Kuczyńskiego

Ésta es la estrofa que he encontrado en el camino.

Ésta la calderilla con la que saldo la alegría debida al día de hoy.

He regresado a casa, a contarlo aquí, aún si pasar por la ducha y con el volcán de mi ánimo  en erupción.

Pero será mejor que me vaya, que ahora que al Papa le ha dado por restringirse a 140 caracteres, vengo yo con esta parrafada, esta tamborrada mañanera, este cibernético  sermón…

Perdón pido, pero son seis mil seiscientos y pico de pajarillos, digo caracteres, que se me han escapado de la jaula de mi alma trotadora.



"Tengo una jaula en el pecho", de Amancio Prada.

martes, 11 de diciembre de 2012

Bienvenidos al fin del mundo


Sólo el cambio permanece.

HERÁCLITO DE EFESO




Ilustración de Pawła Kuczyńskiego
¡Qué alivio que mañana se va a acabar el mundo!

Qué alivio también que el acabose te lo den hecho, listo para usar.   

Qué bueno, he de añadir, que nos llegue con el adobado prestigio de una predicción milenaria.



Qué descanso no  tener mañana que hacer la cama, ni la comida, y qué triste asistir en primera fila al gran desahucio de todo quisqui de ésta nuestra casa. A lo peor, digo yo, me gusta ver cómo la existencia de los grandes banqueros y la de los intrigantes de la economía mundial, cobra un gran salto; un gran salto de balcón, quiero decir.

Pero retiro lo último, para no ser morboso.

Mañana es doce del doce del doce, y a la vida en esta tierra le va a dar por expirar como un gran tiranosaurio rex. Lo dijeron los Mayas, que eran gentes se supieron mucho de extinción. 

Creo que lo dejó  escrito también Nostradamus, y esto amig@: esto ya es otra cosa. Me cae bien el francés, aunque yo no sé si no tenía  un mucho de mala leche para dejarnos los galimatías que nos dejó, pues vamos a ver:  si yo veo que  a alguien le va a caer un ladrillo en la cabeza, pues voy y se lo digo para que se quite, y no le ando con acertijos. Claro que entonces no hubiera pasado de ser un buen ciudadano y se le hubiera mermado la gloria oracular.

Y es que eso de la gloria secular, eso es de lo más morboso a lo que se puede optar.

Pero para saber que el mundo se acaba, que la vida expira como gastada licencia, para eso no necesitaba yo de avisadores excelsos. Me basta con respirar cada pocos segundos y sentir el tic-toc del corazón para comprender el cierto sortilegio de que ya me queda menos, y que lo que fue hace un segundo: ya no es.
Me basta leer también  a algún poeta calámbrico que diga que: “La muerte se está fumando mis cigarrillos”, ó : “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, o cosa similar e inspirada.

Y ayuda mucho que, como ayer, el Ministerio de Empleo te mande una cartita. Es su anual campaña de, como reza en el sobre, “Informe de comunicación a los trabajadores”. En la carta me llegaba la hoja de mi “Vida Laboral”. Ahí se me indica que tengo cotizados 24 años, y se me explica de manera parca y muy clarita, las fechas de bautizo, los racimos de años en cada empresa, y la fatídica data de defunción de cada contrato por las que llevado  mi reptil existencia laboral.  

Todo muy claro, como es de desear, pero para mí la hoja tiene el  misterio del más recóndito  manuscrito de Qumrán. Ir leyendo sus noticias resulta una labor de arqueología, de desentierro de experiencias de las que uno apenas se acuerda. También es un entretenido rebusque de piezas rotas para recomponer una vasija etrusca, o mejor celtíbera, en mi caso. Pero es inútil el intento, pues hay piezas que no se encuentran,  las de los trabajos que hube de hacer  filiado únicamente en la caja de recaudos, poco segura y nada  social, del viento.

Medios mal que me llegó la comunicación, pues así recordé que mañana - doce del doce del doce - tengo que pasarme a sellar mi cartilla del Paro. Y también es mala pata tener que estar en la larga cola de la Oficina de Desempleo, el día que finaliza el mundo.

Cartel de creación propia , diciembre 2011.
Que no falte el optimismo.
Y qué iluso, que no sé, o no quiero saber,  que la vida, tal como la he conocido y tal como la he consumido, se ha acabado y tiene aún su muerte mullida. Me refiero sobre todo a la “Vida Laboral”, pues de las otras sería muy complejo extenderse ahora.



Recuerdo que hace años un amigo, profesor, y que no necesita de tal nombre para decir que es sabio, me dijo que muchas de las cosas que habían conocido las generaciones  inmediatas, desaparecerían. Entre ellas me citó el “Amor para toda la vida”  y “El trabajo fijo”. Pero como me lo decía tan claro, tan tomando una caña, sin artilugio incógnito, pues que como se lo discutía. A lo mejor era  porque por entonces tenía yo la vida inacabable del amor, y, desde luego, largo trabajo y fijo.

Así que el cielo se ahorre llamaradas de fuego y escupitajos helados para fulminar a este varón de 46 años, con treinta y tantos de experiencia, aunque no toda computada, con estudios medios y realizados cómo se ha podido, y con vocación literaria. 

Sí, que los tiempos recojan sus bártulos de extinción, que de extinguir a este numerario de múltiples oficios  ya se encargará la economía global, las  centurias de  La Bolsa, los conjuros de la Deuda Externa,  su fecha de nacimiento en el DNI, y algún que otro ratio y grafía apocalíptica de las que manejan los entendidos en hacer todo incomprensible.

Y ahora, entre nosotros, ahora que no nos oye el pretendiente a escribidor, él mismo también contribuirá a su extinción, y no en tacaña cuantía, con sus errores y sueños locos.

Os diré, en confidencia, que cuando ingresó el hombre en la cola del desempleo era una primeriza mañana de primavera, y que aguantando su eslabón en la fila,recordó la escena de la película “Full monty”. Pero que al escribidor no le dio por bailar, sino por tomar aquello como una oportunidad. Se observaba a sí mismo con los papeles en la mano y se decía que esperaba allí para recibir una beca del estado. Y que con esa dávida que recibía, se formaría, se haría mejor profesional para volver a la primera línea de fuego laborar, a la gran trinchera del día a día del curre, y desde allí ayudar a ganar la batalla de la riqueza del país, como había hecho durante tantos años. 
Así que se puso a hacer cursos, y sintió alivio porque no fuesen, como tantos que había hecho, después de la jornada, de 20 a 23 horas en espesas aulas nocturnas. Le gustaron mucho las carteras, los blogs, los bolígrafos y los textos que le entregaban en los cursos aquellos,  y las palabras de l@s profesores también, y aprendió mucho de las experiencias de sus compañeros.

Logotipo de creación propia para clase de curso laboral,
Noviembre de 2011.Con este sello se editaron,
 de manera artesanal, tres libretos de relatos.
Y sí, se decía, todo tomaba poco a poco un aire inaugural como deben de encontrase los renacidos. Acaso era esa mejoría de vísperas del moribundo de la que hablan las enfermeras, pues la crisis arreciaba e iba sembrando cierres por doquier. 

Y :"De lo mío qué...", preguntaba al mundo a menudo. "Y de lo tuyo nada...", le respondían cada vez. Pero ni de lo suyo, ni de lo del otro ni de lo del más allá...



Nadie sabe cómo arreglar el panorama que tenemos en estos tiempos, y este escribidor no será  quien  acierte a  aventurarlo. 

Tal vez la solución se guarde en la grafía de algún oscuro libro, o tal vez el ladrillo nos dé de nuevo en la cabeza.
Puede que el mundo expire mañana, una vez más, para seguir siendo, para hacerse la remuda bífida de su piel. 

Ilustración de Quint Buchholz .



Sea como sea, ocurra lo que ocurra, pasado mañana no nos quedará más que lo de siempre: seguir aguantando apocalípticos pronósticos, y sobre todo,inventando cotidianas piruetas para no caernos de la cuerda, de esta vida en la que de un modo u otro, todos estamos de inquilinos.



domingo, 25 de noviembre de 2012

CUANDO SOPLA EL CIERZO. Primera parte.

Érase un muchacho que quería ir al monte de irás y no volverás…

Inicio de cuento de
tradición oral de la Sierra de Francia (*)




Ignoro si ésta es la sexta, séptima o décima versión que hago de la historia.

Ando manoseando lo que quiero contar  desde hace al menos  veinte años. Y esto me va pareciendo demasiado para contar unos hechos que no protagonicé, que los hicieron otros, y a mí no me queda más que albergar el eco de las palabras de los demás. Sí, sin duda son muchas vueltas para transcribir algo, o para olvidarse del asunto y ahorrarse el trabajo.


Pero que no; que cada cierto tiempo, sin el cómo y sin el porqué,  me llega la historia: “¡Eh tú, escribidor! ¿Te acuerdas de mí…?”, parece que me dice. 

Así que tengo el relato escrito con una vieja máquina de escribir Adler, con una Olivetti Lettera amarilla, con  los caracteres matriciales de la primera impresora que compré, y de otras tantas maneras informatizadas. Pero carezco del cuaderno de hule rojo en cuyas hojas cuadriculadas puse los primeros plantones de este relato.

Era un cuaderno en cuarto, de una doscientas hojas, bien cosido, con el tacto acerado del hule y, como ya dije, con la hoja cuadriculada. Esto, lo de la cuadrícula, era lo único malo que le encontraba, porque los cuadros eran tacaños en su tamaño y a mí, toda aquella geometría, me resbalaba en los ojos. Siempre me ha gustado escribir en cuadernos más grandes -pues soy de frase caminada-, en medida de folio y con hoja rayada, de línea difusa, bien recta, bien trazada y espaciosa, como una acera tirada a cordel o los surcos holgados de la remolacha. Pero aquel cuaderno era como era, y fue el primero que emborroné. Me lo regaló doña Nati, mi profesora de lengua en cuarto de EGB. La mujer se llamaba Natividad, sí, que no  traigo yo ahora su nombre por los pelos para dignificar aquella epifanía escolar. Yo estaba interno, junto con mis hermanos, en el Seminario de Ciudad Rodrigo. Entonces era temprano para que los curas nos hicieran el tentadero vocacional, y aunque hacíamos vida reglada en el adusto edificio del seminario que está junto a la Catedral, las clases eran en un colegio próximo, público y desarreglado.

A mí se me daba bien hacer aquellas redacciones de los viernes por la tarde. Una vez gané un concurso y días después el director del colegio bajó hasta nuestra aula: “Veamos… ¿Dónde está el nuevo Azorín?”, entró diciendo aquel hombre rechoncho entre el tumulto que armamos los chavales al levantarnos de los pupitres, tan acelerados y  desprevenidos. Así que con “Azorín” me quedé. Pero entonces no había aulas mixtas todavía, y aquello me rentó poco para sujetar la mirada de las chicas, y  sólo me sirvió para que los chicos se rieran, aún más, de aquel “Azorín” pan patoso jugando al fútbol.

Pero al menos tenía las simpatías de los profesores - menos las  del matemático-, y un desde ése día un cuaderno estupendo para que, como me dijo la maestra cuando me lo diera, escribiera mis redacciones, y esos poemas que ella sabía que yo escribía cuando en clase pensaba que no me veía. Y yo me asomaba a toda aquella blancura de hojas donadas, y me enaltecía y me asustaba. Me enaltecía como quien ve un horizonte en -como decían los del 98-  en lontananza, como quien ya se merienda las golosinas del futuro… y me asustaba por ver  tanta tierra de labranza, por adivinar  las jornadas que habría de fatigar para sacar algún cesto de provecho de ellas.

Si hubiera sabido entonces lo que ahora sé, allí se habría quedado aquel regalo envenenado de la maestra,  allí también  la medalla verbal del director del colegio.

A lo mejor algo ya intuía entonces, pues estuve mucho tiempo sin rayarlo, sin poner ni un triste esqueje de mis letras.  Lo abría a cada poco, eso sí, y olía los lejanos oráculos de la celulosa, y respiraba el aire no usado que al pasar las hojas muy deprisa fabricaba aquel objeto; y lo enrollaba y desenrollaba, pues era dócil y juguetón como un cachorro panza arriba y, sobre todo, acariciaba la rojez suave de sus labios… digo: de sus tapas. Pero de ir trabajando en él con el azadón del Bic naranja, que para eso era: nada, de nada.

Fue por doña Nati que me animé a trascribir allí aquella redacción afortunada, y a bautizarlo en su primera página con un título que le gustó mucho: “Pensamientos errantes”. Y puesto esto último, me convenzo ahora de que sí: de que en nuestra niñez existe ya el barrunto torpe de lo que luego será nuestra vida.

Errante se vio el pobre cuaderno durante al menos 30 años. Siempre de allá para acá,  a bordo de maletas mal compuestas, sin que pudiera decir nunca  muy de seguido este estante es mío allí donde llegaba. Además famélico la más de la veces, sin llevarse, más que de tarde en tarde, alguna letra a las hojas, algún bocado frugal para templar  sus numerosas bocas cuadradas.
Hasta que un día  guisé en él el primer estofado de este relato, que ya veremos si arranca esta vez.

Pero antes he de repetir que de haber estado avisado, no hubiera aceptado entonces aquel cuaderno y lo que significaba. Que no, que hubiera jugado más al fútbol, que hubiese dado más pedradas a los pájaros,  que  más tapias habría saltado par dar palique a las niñas. Y con eso me hubiera librado de la maldición de ser envestido tempranamente como escribidor, que es vida complicada y desubicada y trabajosa, ya que quedas condenado a andar decenios con montón de historias, sin que aciertes a asentar  ninguna en un triste papel. Y cuando los demás ya cosechan cosas, tú andas todavía por los surcos de aire.

Así que: ¡Y un cuerno me hubiera dejado yo pillar de saber todo lo que luego he sabido!

Pero ahora es tarde ya , y tengo que terminar la historia que he venido a contar.

 Es una historia verdadera, o basada en hechos reales, si se quiere,  pero de lo poco que tengo bien aprendido, es que cuando un escribidor dice esto, ha entreverado ya bastante mentira, para hacerla más sabrosa, más tragable, como el tocinillo al magro del jamón.

Además: es una cosa familiar, es decir, mía, de primera mano, de esas cosas que cuando te las cuentan no son nada, como nada es el hilo del que tira el gatito al principio, pero que menudo embrollo te prepara luego en las tripas , como un ovillo de lana del todo desmadejado por el suelo.

Alguna vez he dado a leer versiones más o menos rematadas, a parientes, amigas, novias, a profesores y a profesoras, y todos que muy bien, que oye, entrañable. Una vez le puse a una versión –un poco afectada, todo hay que decirlo-  un canutillo de alambre y junto con otros relatos se lo pasé a evaluación a una tertulia literaria. Era un grupillo que se reunía un día a la semana en un local institucional, y allí espantaban con sus palabras el bostezo del atardecer provinciano. De vez en cuando traían, con la alegre cantinela de los cuartos de la Caja de Ahorros, a alguna escritora o escritor de renombre, de esos que se leen de oídas, y esa tarde salíamos todos con un barniz lustroso que daba gusto vernos.

Me pidieron los mandamases de la tertulia el manuscrito para la posible publicación en su colección, que ya iba frondosa, y yo  tuve que atrasar dos agujeros en mi cinturón, pues esas cosas a los  noveles les hinchan mucho. Recuerdo que me advirtieron que  se lo diera mecanografiado, que lo de “manuscrito” era un decir. No sé cómo  se enterarían de que un dependiente de librería andaba por ahí haciendo cuentos sin su permiso. Me lo devolvieron al mes y pico. Vino el más nombrado de la tertulia, y digo vino porque andaba yo despachando en la librería y me dejó mi manuscrito mecanografiado  sobre el viejo mostrador de nogal. Y allí hizo ese sonido fofo, pocho, por el que se conoce a las nueces gusanadas. Que tenía cosas, que el cuento del ruso había gustado, que el de la viejecita de “Penélope en el balcón” que bien, y  la historia del  abuelo que bonita pero, pero, pero…

Y yo allí, procurando ignorar que los clientes, y sobre todo las dependientas de las tiendas vecinas, se estaban enterando de que era un “juntaletras”  de tres al cuarto, (es que hoy en día se pone a escribir cualquiera, pensarían acaso). Y yo allí, viendo aquel rostro orlado, con su barbita pretenciosa de escritor tertuliano y requetepublicado, escuchando las palabras que le salían resbalosas de la boca…

Y no sigo… Un día de estos me tengo que poner a sanearme y desaguar la manía que le tengo a ese tipo.

Tiempo después  compré un libro suyo y allí leí retazos de mis historias. Y es que nadie puede evitar que las hojas secas se cuelen por debajo de la puerta cuando las azuza el viento. Un poco de tiempo más y uno de aquellos relatos, “El de la viejecita”, que había cogido el coche de línea de la inmigración, ganó un concurso en una provincia vecina. “¡Ah!, si lo dice Salamanca”, debieron de ser las palabras  tertuliadas alguna tarde gris.

José María Sánchez, conocido como
 "Juan y Medio" en su juventud.
“Cuando sopla el cierzo”, es aquel “cuento bonito” del abuelo. Y aunque él, mi abuelo, tuvo su parte correspondiente en lo que sucedió, no tuvo tanta como la que yo le encomiendo en cada versión y, supongo, la que le voy a demandar también en ésta que quiere echarse a rodar de nuevo ahora.

Mi abuelo moriría en 1973, o sería en el 74, que para el caso es lo mismo. Desde entonces andará faenando por los bancales del cielo. La primera vez que lo llamé para que saliera en mi cuento, lo hizo encantado, algo menos las otras veces, y ahora, que le estoy llamando, le noto reticente. Lo imagino sentado, con un sarmiento en la mano en cuyo extremo ha pinchado una rebanada de pan candeal, asentado, del día que ya se tiene en la despensa de la memoria. En sus labios el pitillo de picadura.  Tuesta en las brasas del fogón de algún atardecer un pedazo de pan. Gira el palo, le da vueltas lentas, para que la miga dore por igual. Luego  sé que le restregará un diente de ajo a lo tostado, un chorrito de la sangre de la oliva, y desdeñará con suficiencia  el manjar de los ángeles. Y lo sé porque, digo yo, que en el cielo, aunque anden sobrados de glorias, no despreciarán, y les dejarán a los que allí van,  las pocas  que los hombres se encontraron en esta tierra. 

Así que pienso que en eso andará el hombre como tantas veces anduvo por aquí haciéndonos tostas a los nietos. Yo le llamó y él ni caso. Y no me extraño; pues  de las  veces que ya hemos salido por esta historia, se ha vuelto un “sanchopanza” escarmentado. 
Así que echo mano de la abuela, que para estas cosas son muy socorridas: “Anda, José María, sal, que te está llamando el nieto…”. Entonces el viejo aparece de mala gana: “Pero hijo, a ti que te va en eso de inventar historias. A mí déjame con lo mío, con lo que fue… Mira que no conviene espantar la era con tanto meneo de la parva. Así que pardal, quédate con lo que hay de una vez por todas. ”

Pero intuyo que de nuevo condescenderá. Luego me pregunta, más para estar en aviso que por curiosidad,  que en qué zaleos le voy a meter esta vez. También me dice que hasta aquí el "¡Arre!" de mi invención. Que me baste- me repite- la verdad, sin más.  Yo le replico que  los humanos no nos arreglamos con lo cierto, con la simple tajada de lo que fue, que a todo le hemos de poner su guarnición. Que para ejemplo el suyo, que anduvo toda su vida en la mentira. “¿Cómo dices pardal…?”, me pregunta. “Que tú fuiste el Juan y Medio de Babeca, y que ni te llamaste Juan ni mediste los palmos para merecer ese nombre prolongado”, le respondo.  “Pero eso me tocó de mí padre -ya lo sabes- , que tuvo siempre, hasta cuando los años le encorvaron, talla sobrada para llenar el traje de su apodo.” “Pues eso mismo abuelo, es que no ve usted que siempre andamos tomando los atajos de la fabula para caminar por los eriales de la realidad…”, le digo, y con ello sé que me lo he ganado otra vez.

Y esta vez va a ocurrir en estas páginas,  que llega mi padre desde las tierras de pan llevar a Babeca. Es el año de  1941. Es muy joven; los años que ha desgranado no llegarían ni a cumplir el raspón del racimo más pequeño de la parra que sombrea la casa de donde llega.

Conviene que sea  febrero de 1941, porque en aquel año pasó un vendaval que dejó destrozos desconocidos. Se cuenta de aquel hecho que por abajo, por la Extremadura, levantó aquel airón desaforado un millón de encinas. Dicen que las desarraigó de cuajo y las dejó por las dehesas desmelenadas, esparcidas como cabezas sin ojos de muñecas.

Cuando leí la noticia, no sabría decir qué es lo que más me sorprendió: si la rabieta sin por qué de aquel aire del norte, si la pena por el degüelle de árboles tan pacíficos y tan sujetos, o la paciencia del que se entretuvo en contar tantas encinas.

El caso es que  en la Sierra de Fronda, donde ocurre lo que aquí se pone,  también la armó tremenda. Y menos mal que fue en el tiempo en que los castaños, los robles, los nogales y demás frutales, ya habían soltado la calderilla cobriza de su hojas. Aun así y todo, quedaron los montes, al parecer, bien trasquilados.

Pero lo más señalado que hizo en el caserío de Babeca fue lo de la iglesia.  Allí quedó la techumbre de la iglesia destejada -por descontado- y además el temporal levantó el armazón de la nave como quien levanta la tapa de un puchero para oler el guiso. Aun así,  todavía se mantiene  la opinión de que la cosa no fue  a mayores por lo que el templo guardaba: La Virgen, los Cristos, las custodias que apresan la luna llena de la Hostia, la casulla que sufragó el rey Juan II de los de Castilla, los santos principales, y los menores, que son los que dejan más plegarias atendidas, y en fin,  los demás que allí se guardaba y que siempre han resultado alimentos de mucho reparo.

Albercanos a la puerta de la iglesia.
DIbujo acuarelado de
Julio Quesada, de 1936.

Propiedad de la Cámara de Comercio de Salamanca

No he sabido todavía la causa de que don Saturio, el párroco de entonces, hiciera venir de fuera a Manuel, mi otro abuelo, a mis tíos y a mí padre, para arreglar aquel estropicio del aire. Ellos eran carpinteros sí, pero digo yo que del oficio habría también de sobra en el pueblo. En fin: quede la cosa  así.

Y los carpinteros forasteros se agazapan enseguida a lo alto del templo, pues no faltaba mucho para que llegaran las nieves. Desde allí arriba, a horcajadas, como cabalgando sobre las vigas del armazón de la nave, mi padre obedece a su juventud. Se entretiene demasiado en el claveteo de los andares de las mozas. Sigue con los ojos el tic,toc,tuc, de los tacones sobre el empedrado de las calles. Los replica con los ojos porque desde allí arriba poco oiría, y además, porque ya en aquel tiempo estaba medio sordo. Las serranas pasan por debajo: que si  al caño por el agua fresca y  a por la más fresca  cháchara, que si al mercadillo que se tiende en la trasera de la iglesia, que si a la novena al atardecer y, aunque no lo digan,  a conocer con disimulo a esos forasteros de lo alto. Mi padre las mira, las remira con suficiencia alada, más o menos cómo deben mirarnos las cigüeñas desde los campanarios. Le atrae a su sangre joven el cebo de las mozas, y rebota entre punta y punta,  la recia mirada de mi abuelo Manuel, pero no puede esquivar su vozarrón y el mandado de estar a lo que hay que estar.

Las tardes del domingo sí que hacía caso a su padre, sin que hubiera que vocearlo, y  se ponía a lo que había que ponerse, que era a pedir baile a las mozas. A una, a la que le tenía mejor sacado los andares, era a la que más se lo pedía. Cuando termina el arreglo de la techumbre le la Iglesia, se queda algún tiempo cumpliendo encargos, pues tiene afición de ebanista, y se ha entretenido en ir  tallando en las tabernas la difícil, retorcida y a veces dura madera de la amistad. Y los serranos le dan faena: que si una puerta, que si una ventana…

Pero ha de regresar a su tierra: la del llano horizonte, la mesetaria confidencia interminable, el ancho patio  de  encinas que no se meten con nadie, que no encrespan los vientos.  

Será la primavera, y se sienta al caer la tarde bajo la parra, y en la tierna sombra le silban en los oídos  los pasodobles que bailó, más que siguiendo la beta de la música, imitando como muñeco articulado los gestos de los demás. Sería  él, en esos ratos espigados, el único hombre que rezara para que llegase otro vendaval a destapar iglesias serranas.

Después, la vida; que ésa sí que sopla y destapa bien las ollas de la ilusión.  Tomará uno de los muchos trenes y se irá  a Bilbao, luego a  Francia y finalmente a  Cataluña. Unos cuantos años, los mejores del cuerpo, los de la juventud, por ahí dejados, pero que para eso son, se diría, como lo fueron los de los que le precedieron. Errantes de allá para acá, moviendo sombra bajo el sol,  encontrando en todas partes el mismo caldo escueto de trabajo, añoranza, soledad y frustración.

Aquí el abuelo, el de esta historia, el que viene conmigo, me dice que ya se sabe todo eso, y que sabe también la mala leche que le salió aquella tarde en Babeca.

Se refiere a cuando regresó mí madre al pueblo. Hacía años que se había marchado a servir como era costumbre. Así lo habían hecho también mis tías, sus dos hermanas, por lo  que los nidales del palomar de la casa de mis abuelos se habían quedado vacíos. Pero cada año, en los calores crecidos de agosto, cuando venían del locutorio del teléfono con el recado de que  volvían las hijas, los viejos se alegraban  como los almendros en el invierno.

El año que me interesa, y del que no voy a echar cuentas para traerlo, en aquella tarde de llegada,  subían José María y Margarita a la parada, y la encontraron, como cada tarde de agosto, llena de gente. Allí entretuvieron su espera con las noticias de lo que les llegaba a las casas vecinas, que sería lo mismo o parecido, y ellos, seguro que participaron felices también de lo que les venía.  

Y llegaría el coche de línea, un Barreiros boceras, o acaso un Pegaso más callado o algún otro de los que fatigaban aquellas tortuosas carreteras. Llegó el autocar una tarde más, y nadie se explicaría cómo es que llegaba con tanto bulto y tanta gente como descargaba. Bajaban a tropel los equipajes de la baca, y los viajeros  para allá y para acá, y ellos allí, que todo les impedía ver bajar a las hijas. Pero al fin vieron a mi madre  que aparecía por la vuelta de aquel trasto que echaba humos de fritanga. La vieron, sí, pero apenas la reconocían, pues así vestida, tan de ciudad, que no era ella más que por los gestos del rostro que compartían. Lo primero que les dijo mi madre fue que aquel año las hermanas no venían; que se habían echado novio en Barcelona, y que habían marchado a cumplir en las tierras de sus  hombres.

Ya mi abuelo buscaba a dónde atar aquel jumento arribadizo que le empezó a revolotear el estomago, cuando mi madre siguió: “Y verán ustedes, padres, que les quiero decir…”, y no siguió, pues se le había puesto al lado, más junto de lo que se permite en los bailes, un hombre alto, pero descompuesto como un perchero con demasiados colgajos, un hombre con un bolso bajo un brazo y de cuyas manos colgaban panzudas maletas de cartón.


Con el Cristo del Perdón
tallado del tronco de un peral.

La Alberca, año 1999.



El abuelo me repite que enseguida lo reconoció, que a la primera se le compuso que aquel iba a ser el ebanista que había tallado el Cristo del Peral, hacía ya, cuando lo del temporal y el destrozo de la iglesia. Y que hecho el conocimiento, fue ya un  desboque de caballerías el  de sus entrañas. 

Y que el carpintero aquel, en vez de mirarle cuando le hablaba, ladeaba la cabeza, como mirando al suelo,  como desentendiéndose de su recaudadora mirada, de su incipiente regaño, como una res que desprecia envite.

Y que él no sabía – me dice el abuelo-, ni tenía por qué saberlo,  que  aquel hombre andaba medio sordo, y que sólo rastreando con su cabeza el aire de sus palabras podía  oírle malamente entre  aquel barullo de la parada.

Y que tardó en remansar el pataleo de aquella recua de sentimientos que desde aquella hora  le resonó en el vientre, eso también me lo está diciendo.




 Continúa...