Primero: Tiempos descalzos
Adán y Eva expulsados del Paraíso. Marc Chagall. |
Muchos han narrado la
historia de la Humanidad a través del desarrollo de su calzado, pero no seré yo
quien lo haga aquí una vez más.
Pero si me pusiera a
hacerlo, empezaría por los más crudos inicios de la especie, por la inaugural
ocasión en que un individuo sintió la necesidad, la curiosidad o el capricho
–vaya usted a saber- de cubrir sus pies con hojas, con corteza tierna de árbol,
o con pellejo dócil de animal y, al hacerlo, vio que aquello estaba bien.
Y pensando en aquellos
remotos comienzos, no podría evitar preguntarme con qué calzaría Dios a sus inquilinos
en el Paraíso. Entonces diría que con unas sandalias, pero no tardaría mucho
alguien en hacerme ver que era víctima de la influencia de alguna mala película
de Hollywood.
Pero he dicho que no voy
a contar la historia de los andares de nuestra especie.
Aunque quisiera agregar que no creo que ni Adán ni Eva, ni Eva ni
Adán, que para el caso es lo mismo, fueran
los creadores de lo primero que se pueda llamar calzado. Y tampoco lo sería nuestro
Señor; ya que si aquello era el Edén – que lo sería-, allí no podía haber
necesidad, que es un lastre; ni curiosidad, que como luego se vio trae malas
consecuencias; ni capricho, que acaso sea una mezcla de los dos sentimientos
anteriores, y el que engendra toda la desazón de estar a la moda.
Así que pienso que
aquella pareja correteaba descalza por tan afortunado lugar, y tan felices. Al
menos hasta aquel primer desahucio en que acabaron, como andamos todos, por los
destierros de este mundo. Y a partir de entonces
sería cuando sentirían la inédita hostilidad de la tierra: el usurero abrazo
del agua en la piel que llamaron humedad, el frígido beso de la piedra, la traicionera amistad del musgo y el ardiente látigo de
la arena en las plantas de sus pies.
Así que, si yo contara la
historia que no voy a contar, la empezaría así, como he dicho, o de manera similar,
influenciado por la nimia experiencia propia. Pues mis recuerdos también andan
descalzos por sus primeros años, en los que,
como todos, correría mil andanzas por la común Arcadia de la niñez, de
la que no recordamos apenas, pues en cuanto los recuerdos se nos empiezan a acumular,
la inocencia se termina.
La Arcadia dura hasta el preciso
momento en que se fija el primer renglón de nuestra pequeña historia. Y es que
llega un momento en que las vivencias sienten la necesidad, la curiosidad, o
quién sabe si el capricho, de calzarse,
y ya desde ese momento nos visitan
ataviados con las experiencias que les salieron al paso.
En mi caso ese instante sucedió
en una fría madrugada de noviembre, cuando faltaba poco para que cumpliera los cinco años. También hacía nada
que mi padre había muerto. Mi madre quedó viuda y, tan moza la pobre -como
susurraban las vecinas- y con cuatro
niños, y con otra criatura en camino -como exclamaron las monjas al verla
llegar embarazada, con un crío en un brazo y tirando con la mano libre de la
cadena que formábamos sus otros tres hijos tras ella-.
Así que aquella mañana de
la que hablo, subíamos la Calle Mayor del pueblo camino de la parada del coche
de línea. Nos llevaban a un colegio de la capital donde, nos decían, estaríamos muy bien. Subíamos los hermanos agarrados
de la mano, detrás de mi madre, detrás de mis abuelos.
Yo no sabía que esa calle
que tantas veces había correteado, hiciera tanto silencio y fuese tan solitaria
y tan ancha y tan larga a esas horas de madrugada. Y dicen que hacía mucho frío,
pero yo no me acuerdo, pero sí del triste sonido de nuestros pasos que sonaban agudos en el pavimento, y se me han quedado en la memoria como una serenata triste.
Llegó el viejo autocar,
subiendo muy lento por la cuesta de san Antón. Y gritaba como un cochino herido,
bufando por su trasera un humo turbio que olía muy mal. Y más lento, y con más
estrépito se fue con su pasaje, como si los que subimos aquel día le hubiéramos
echado encima un mundo entero y parte de otro.
Recuerdo también de aquel
día en que mi memoria empezó a engordar, los zapatitos negros con hebilla que,
a cada uno, nos había hecho mi abuelo a toda prisa para que fuéramos decentes.
Me acuerdo porque eran muy duros y me hacían daño, porque dentro de su vasta
rigidez, creía que estaba dentro de la boca negra del perro negro del panadero,
pues aquel animal del vecino era poco de fiar y ya me había dentellado.
La Dama, de Fernando Botero. Escultura expuesta en Madellín. |
Y a mi
abuela en la parada del autobús, tan quieta, con una mano levantada, con su
abrigo negro, con su negro pañuelo en la cabeza tapando su blanco moño.
Y me
acuerdo que cuanto más me alejaba de ella el autocar, más grande se me hacía a
mí su figura por la ventanilla del vehículo. Hasta que al pasar una curva, la
perdí. Pero entonces su orondo cuerpo creció, y se me hizo del todo grande, más quieto, y comencé a sentir su lejanía como una cosa muy dura y pesada.
Me preguntaba si seguiría áun con
la mano levantada, con los gruesos tobillos en sus grandes y sobrios zapatos
oscuros que, sin embargo, quedaban ninguneados como en una figura de Fernando Botero.
Y a lo mejor mi abuela
Margarita era de negra piedra negra - como las neumáticas esculturas del
escultor colombiano que viera más tarde- pues eso fue lo que pensé cuando, en
lo último que pude ver aquella madrugada,
mi abuelo tiraba del brazo de Margarita y a mí me parecía que el hombre ni
siquiera la movía.
Sí, cómo olvidar aquellos zapatitos que aún me siguen mordiendo.
Y la pesada rodada por lo empinado de la Sierra de aquel trasto maloliente y
ruidoso, del que yo esperaba se rompiera
en la siguiente cuesta.
Pero llegamos a la ciudad, a la aturullada estación aquella, y avanzamos por aquellas calles tan altas y que
hacían tanta bulla. E íbamos todos en fila, apretando cada uno la mano del otro; temerosos, como no queriendo ir, como queriendo clavar los talones en los
adoquines; como en una ristra de espantos.
Pero al final llegamos donde teníamos
que llegar, pues menuda era mi madre cuando tiraba por las aceras del rosario de sus críos.
De la primera noche en
aquel colegio no me he olvidado. Ni del alivio de quitarnos los zapatos. Ni del
dolor que cuesta ir decente, ni del
contento de haber cumplido el deseo del abuelo. Y de que algún hermano pequeño
lloró en aquellas literas donde nos acostaron, pero de que yo no, que yo
pensaba en mi pandilla del pueblo, y en
las zarzamoras de la dehesa, y en las cerezas, y en el pilón de las afueras, y
en la fuente chica que tenía el agua más fresca y más sabrosa, y en los nidos
de los pardales, y en las vueltas sobre el trillo por las parvas de la era.
La Alberca. (Salamanca) . Foto de Pelayo Mas, circa 1927. Fondos fotográficos del Institut Amatller D´Art Hispànic. |
Y
mis dos hermanos mayores también andaban en eso, y nos lo averiguamos, y
empezamos a susurrar del resucitado que vivía en el campanario de la iglesia y
de si estaría en la ciudad la gran noria
que llevaban en fiestas.
Entonces hubo un
silencio que nosotros no habíamos traído, y nos miramos, y uno de ellos dijo que claro; que por todo lo que nos
habíamos guardado de Babeca, nuestro pueblo, había tardo tanto y avanzaba por la carretera tan lento el autobús. El otro respondió que lástima había sido de no meter más, pues aún
así y todo, el maldito trasto había aguantado la carga.
Y
yo me sonreí, pues supe que habíamos andado todos en iguales pensamientos.
Y por la abuela que –dije
yo muy convencido- es de piedra.
Mis hermanos mayores se rieron, y me respondieron que
no: que la abuela, aunque enorme, aunque pesada, aunque fuese siempre con sus sayas negras, no era de roca fosca como yo
discutía, sino tierna, mullida, como la miga del bizcocho maimón que nos hacía
en las fiestas.
A lo peor, pensaba yo entonces, por eso ha sido que hemos llegado donde no queríamos llegar.
Seguimos buscando
consuelo en lo
mucho que habíamos sacado del pueblo, en aquella hora apagada que nos tocaba vivir de sopetón.
Y seguimos hablando de otras tardes, las del verano, cuando al término de los juegos, entrábamos tan
despacito en la casa para sorprender a las mujeres que cosían en el balcón. Y ellas hacían
como que se asustaban mucho con nuestros sustos, y atizaban el espanto, y alguna decía: “¡Por la
Virgen Bendita! Pero mirad cómo llegan estos muchachos: ¡Si vienen todos hechos unos
adanes!”.
Pero no pudimos seguir
pues en aquella primera noche en la
ciudad, en aquel enorme dormitorio del colegio a donde nos habían llevado, vino una monja muy alta, nos reprendió, y nos
obligó a dormir el sueño que no queríamos dormir.
A mí me dio igual, pues yo ya
me había grabado todo aquello en la memoria recién estrenada, y de la que ya sospechaba que tendría que hacer buen uso a partir
de entonces.
Tan bien grabado dejé las
cosas ocurridas aquel día -para andar tan novato en esas cosas- que hoy, cuarenta
años después, aún las recuerdo.
Sobre todo recuerdo los
que fueron mis primeros zapatos, los que hiciera el abuelo: negros, de cuero
rígido, con repujado de pájaros y flores, con hebilla dorada, hechos para una
urgencia y que sonaban tristes en la madrugada.
Será porque dicen que el
dolor es una buena cola para pegar las cosas.
Aunque del espanto de las
mujeres con aquella pandilla de adanes que éramos, de las grandes llamaradas
de risas que nos entraba a todos, y de la alegría con que se nos iban aquellas
tardes; de eso tampoco me he olvidado.
El colegio al que llegamos...Salamanca, Extinta Residencia Provincial de Niños de San José.Fotografía de 1957 |
Continuará...
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