miércoles, 21 de noviembre de 2012

La Musa dormida

Ilustración de Quint Buchholz.
Hay días en que a uno no le sale nada que decir. 

Y planteada en esa frase la cuestión, que uno siente como un problema, resuelto queda al instante; pues no hay tal dificultad. Porque al decir que no se tiene nada que decir, se está diciendo, así que uno es un mentiroso o cuenta una paradoja.

“¡Pues no digas nada!”, sería el más acertado consejo que en esos días se puede recibir. 
Pero ni con esas, pues a los escribidores nos gusta llevar la contraria a la Musa, siempre, y a los demás, casi siempre.

“¡Qué te calles..!”, nos decían nuestros padres, o en el colegio algún maestr@, y cuanto más nos lo decían, más queríamos hablar. A mí me da que  me tocaron gentes  que no conocían eso que llaman “Psicología inversa”, que debe ser como  tornar la lógica como quien da vuelta a los calcetines para seguir sudándolos. 

Pues si hubieran conocido ese ahorro de la colada del alma, nos hubieran dicho: "Anda, ven, siéntate aquí, ¿Qué es lo que te pasa? ..." Y entonces nosotros diríamos, seguro: “No, nada”, o nos quedaríamos callados como una espalda.

Y para no tener nada que decir, bastante estoy diciendo, y parece que me quiere  salir la carrerilla de los dedos.

Esto va a ser que la Musa me está dando la vuelta a la camiseta, después de  habérla  oreado esta noche   para que me la vuelva a poner otra semana.Y es que las intemperies de noviembre son buenas pilas lavanderas.

Resulta que llevo unos días que no me sale texto nuevo, que no desembalo página y no oigo la novedad del celofán de camisa sacada de su caja.

Uno se sienta al teclado estos días, y se queda  mirando la pantalla como una araña a la que se le ha olvidado comprar el carrete de seda para ese día en la mercería. O con la inopia de  un árbol al que no han suministrado el charol en la papelería…

Sí, va a ser eso, me dije ayer: todo va a ser que es otoño y los rebaños de la inspiración  ya se han ido a la Extremadura, y no es tiempo de que los árboles recorten  y peguen como aplicados párvulos sus hojitas verdes,  y las arañas… por cierto: ¿Qué es lo que hacen las arañas cuando marchan los insectos…? No sé, tendré que buscarlo en la Wikipedia,  que ésa no hiberna.

Pero en fin, a fuerza de mucho machacar, va  quitando el herrero al metal su desafuero y forjándole el  carácter utilitario. De igual manera, a base de martillazos, se aprende que cuando uno no tiene nada que decir, lo mejor es encontrar mucho que escuchar.

Y ya se sabe que el escuchar es rara habilidad.

Uno puede entonces sacar esas novelas que escribió y tiene en el cajón aguantando inviernos. Sí, es buena idea corregirlas de una vez y mandarlas a algún editor benevolente.  Así que se pone a leerlas, que es como  escuchar la propia voz. Pero no funciona, pues ocurre lo que  ocurre cuando uno escucha la grabación de su hablar: que  le resulta extraña, que se advierten muchos fallos, que uno se oye decir muchos “¡Eh!”, “Entonces”, “Es decir”… y demás mojones  que  cada cual intercala entre frase y frase. Y que no, que el tipo ése que habla no es uno, que  qué  va a serlo, pero si le salen de vez en cuando hasta un gallitos.

Así que por ese camino no se puede llevar a guerrear a las mesnadas de la creación.
Entonces uno se pone a leer, el libro ése nuevo o uno de los tantos que tiene a medias.  Y uno comienza  a leer, y la página se le asemeja un gran campo donde germinará, sin duda, el ánimo y la emoción. Pero que va. Que tampoco. Al poco se comienza a sentir la  hoja como un terreno de labranza, y los ojos van haciendo surcos con la lentitud y ahogo de un arado romano, y la tierra  parece pastosa, muy aguada, muy pesada; pues no veas la que cayó la noche anterior.  
Así que se cierra el libro con desdén, como quien abandona caballería y aparejo y se va sin acometer su huebra de lectura (Huebra: espacio – comienza a decir el diccionario, que el muy jodido siempre tiene qué decir- que se ara en un día).

Por ahí tampoco vamos bien, así que puede que una película, un poco de música,  un paseo, un zambullido en Internet a ver qué dice la gente…
Pero nada, todo termina siendo una ruina circular. Esto último, lo de circular, creo que es un título de alguien, acaso de Borges, y si es así: ¡Vaya ruina de ejemplo el mío!


Dibujo propio para esta entrada, mientras buscaba palabras...

Ésto, lo de plagiar, es lo que nunca se debe hacer cuando uno no tiene nada que decir.

Además, sería una infidelidad, pues en estos días no es que uno no tenga Musa, sólo es que está dormida. Y advierto: las Musas tienen muy mala leche cuando despiertan y se encuentran en tu cama a otra más solícita. ¡Ja!, bien te puedes reír entonces de las tragedias griegas, pues su venganza va a ser  dejarte para siempre mudo, y sordo, para que no oigas tu voz; para que no la vuelvas a escuchar ni en un magnetofono.

Pero lo que sí se puede hacer para sufragar la espera del regreso, es visitar a los amigos leídos. Volver a esos pasajes que sabes que te curaran siempre, que restañaran la caldereta de latón para que puedas volver a extraer el agua fértil.

Así que te pones a picotear por tu biblioteca, y  cuando localizas algo, sujetas tu vuelo como un colibrí, y desenrollas tu mirada  para extraer el polen a una página de Xuan Bello, de Manuel Rivas, de Bernardo Atxaga..., o  a un poema de Rilke, de T. S. Eliot, de  Philip Larkin …

Yo, ayer, después de la conventual cena, me puse a revolotear así un par de horas. Vistas las noticias  cerré la tele, y cada vez que lo hago me alegro de poder hacerlo, por haber comprado un pequeño televisor pero con un gran botón de apagado.

Me entretuve  un par de horas en varios parajes de los que contaré dos.

El primero es de José Saramago. Sí, de esa señora “Sara” que una ministra de cultura no conocía- y eso que entonces no había recortes-, y que tuvo la mala suerte de que al poco de su metedura de pata, le dieran a la tal “Mago” el más alto premio que dan por esas cosas del escribir.

El pasaje es de su discurso ante la Academia Sueca cuando recibió el premio Nobel. Empieza diciendo que las dos personas más sabias que conoció no sabían leer ni escribir: sus abuelos. Todo el texto es precioso, pero en especial la parte en el que el portugués rememora la muerte de su abuelo, Jerónimo, el cual cuando supo que tal día moriría, lo último que el hombre  hizo en ésa dura tierra, fue salir al pequeño huerto y abrazar uno a uno a los frutales. Y cuando se desanudaba de un tronco, les daba las gracias por las manzanas, por las peras, por vaya usted a saber qué dádiva recibida, y se fue despidiendo, de cada uno llorando,  como se hace ante lo más querido.

Y luego se echaría en su alcoba a esperar la muerte.

Y cada vez que leo ese pasaje, me digo que pocas veces la muerte taló árbol con tantas hojas, ramas desnudas, flores y lozanos frutos. Ni se llevó escarcha tan afilada,  ni sombra tan rumorosa, ni viento tan furibundo ni  sol embelesado, pues las florestas de la memoria sólo tienen una estación.

Diría de este libro que es "delicioso",
 pero no lo  diré, para no ser cursi...

El segundo pasaje  fue del libro “El mudejarillo”, de José Jiménez Lozano. 

Con el libro me metí en la cama. El autor hace en este texto la biografía de Juan de Yepes,  o el san Juan de la Cruz del santoral.  Cada vez que leo a Jiménez Lozano degusto el lenguaje, lo mastico, lo paladeo, pues es tan rico, sabroso  y rotundo que deberían incluir a este autor en las guías de gastronomía. 

Y es que me alegro de conocer ése castellano suyo, como me alegro de conocer las patatas meneadas, el cocido o el rotundo embutido ibérico.

Hay en su libro un capítulo titulado “Paisaje” que narra lo que le ocurrió al niño Yepes, el mudejarillo,  cuando su familia decidió dar la vuelta a esa prenda de la vida, y mudarse  de Fontiveros a la más grande población de Arévalo. 

Los muchachos le preguntan que cómo era de dónde llegaba. Y aunque aquello sucediera hace tanto, ya se debía de saber  que cuando se llega forastero  a un pueblo, conviene exagerar  y decir comedidas maravillas, para que los chavales te admiren y no te den una pedrada. Al menos es mi experiencia. 

Pero  Juan no, y en esto se asoma ya la santidad linguística  que luego le vendría.  Así que fue y les dijo que aquel pueblito suyo era muy poca cosa, pero que, eso sí, estaba lleno de cosas como:

     “…la torre de la iglesia, las campanas y la cigüeña, la plaza y las   calles, los palacios, las casas y las nagüelas; los corrales, los cobertizos…”

Y sigue así en el relato aquel mozalbete, con la pluma vicaria de don José, declamando otras 258  palabras sencillas de cosas humildes y cotidianas, de seguido, con el único respiro de una coma, que es como el respiro que se da entre sorbo y sorbo cuando se bebe en la fuente. Termina  diciendo que se deja  muchas cosas más, que eso es bastante.

Yo me imagino  a aquella chiquillada bajo los soportales de la estupenda plaza castellana. Escuchan a ese enclenque  recién venido a sus territorios, bailan sus cantos en las manos, le miran de a través, le aguardan quietos,  emboscados como se acecha  la caza. Pero le oyen nombrar  animales, objetos, frutales, cualidades de los vientos, cosas de la vivienda, misterios de los clérigos, gajes de arrieros y otros oficios,  y de los humores del campos y de los cielos… 
Y es de suponer que mucho de lo que oyen lo conocen, que son cosas de por allí, pero, ¿y esas otras?, se preguntarían, todas las demás que dice el rapaz y que va sacando de como legumbres, como tajadas jugosas,  como condumio interminable de su boca, como  de un puchero que no parece tener fondo…

Seguro que ya para el final seguirían la ristra que ocupa todo el capítulo, la  que el nuevo les ha soltado, con el mismo fastidio, impotencia y admiración,  con que se observa el requiebro de las codornices advertidas.

Uno de ellos le dice:

     -  ¿Y cómo va a haber tantas cosas en tu pueblo, si es más pequeño que Arévalo?

Y el niño JUan respondía:
        
     -No sé.

Y éso del no saber me pasaba a mí anoche antes de quedarme dormido, solo, como conviene que se acuesten los escribidores para poder dormir, para poder soñar.

Pero esta mañana al despertar encontré a la Musa a mi vera, caliente, tierna, dulce como un panecillo de leche. Y me traía estas 1701 palabras que van puestas hasta aquí, y las pocas más que me quedan para terminar. 

Será que los telediarios interiores siguen emitiendo noticias aunque uno se desenchufe.

Y me daba ella todas esas palabras como besos, y me susurraba que yo vería, que le siguiera siendo fiel, pues entonces vendrían muchos más... 

Ahora, ya al mediodía, me pregunto si mi musa quiso decir que vendrían muchos vocablos, o acaso se refería a muchos besos más.   

Pero no la despertaré, que siga durmiendo; que ayer tuvo turno de noche...



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