lunes, 29 de octubre de 2012

Penélope en el balcón. PRIMERA PARTE



El día 29 de noviembre de 2001, un jurado integrado por
 Eugenio Martín Zarza, Pilar de la Puente Samaniego, Antonio Sánchez Zamarreño,
 Juan Francisco Blanco, José Antonio Bonilla y Santiago Juanes, otorgó, 
entre las 450 relatos presentados,
 el VI Premio Fundación La Gaceta Regional de Salamanca, 
en su modalidad de relato salmantino, 
a la obra 
 "Penélope en el balcón" 
del autor  
Ángel de Arriba Sánchez



La señora Ángela, albercana, a sus 90 años.
Foto cedida por Mercedes Cano Herrera.
Desde que doña Rosario conoció la noticia, comenzó a manifestar actitudes que hicieron que en la casa se temiese seriamente por su salud mental. 


Era una de las más ancianas del lugar, y ésto ya es decir bastante, en una comarca en la cual la vida no acostumbra a achicárseles a las mujeres hasta pasados los noventa. 

El rumor surgió en el transcurso de una comida familiar de domingo. Uno de sus nietos, a la sazón guardia civil, sacó un tanto de soslayo la cuestión. Comentó, sin dar tregua a su asado, que para las fiestas de la Virgen de agosto se recibiría en el pueblo la visita de una muy importante personalidad que, por razones de seguridad, no podía aún revelar. Sin embargo, bien sabía él que su secreto poco podía mantenerse en el mantel de aquella familia.  

La anciana parecía seguir ávidamente con sus ojillos la disputa entre las mujeres y el guardia, por el que resultaría el bocado más sabroso del almuerzo. Pero como todos sabían, la mujer apenas nada estaba entendiendo, ya que desde hacía años no oía sino murmullos. Por eso hubo de ser la más pequeña de la reunión, su biznieta, cuando la abuela preguntó por el alboroto formado a raíz de que su nieto soltara su prenda, quien le gritase en su oído: "Yaya, !Qué viene el rey, reey, reeey...¡". Y entonces sí, entonces, por su expresión, nadie dudó que la mujer había entendido. Todos esperaban que la noticia la alegrará, como ellos mismos  la celebraban, pero no que le produjese los temblores y sofocos que de manera fulminante sacudieron su frágil y pequeño cuerpo.

En los días que siguieron, la anciana se mostró muy inquieta. No paraba de recorrer cada una de las estancias de la casa; abría y revolvía los los cajones de las cómodas,  dejaba los de los  vetustos armarios como corral que ha visitado la zorra, y azuzaba el interior de los amodorrados baúles de los rincones. Su hija se desvivía para que permaneciera en la camilla leyendo, como era su costumbre, pero no consiguió- por mucho que insistió- que la anciana le dijera qué era aquello que buscaba con tan desquiciado afán.

Y al fin, una mañana después del desayuno, doña Rosario lo recordó. Entonces pidió la llave de la puerta que franqueaba la subida al desván. Amparó su petición añadiendo que debía orear algunas labores de costura que allí se guardaban en grandes arcones de roble. "Pero, madre, si acaban de ser subidas después del día del Corpus, y aún queda para ponerlas en la balconada de nuevo el día de la Virgen...Además: acuérdese del susto que nos dio la última vez que subió al caerse por esas escaleras ..." , objetó la hija.

Niña albercana.
Foto cedida por Lola López Gil.
Mantuvo su empeño por desanimarla  esperando que se le olvidará la petición, pero la madre permaneció en todo momento insobornable. Viendo que se le negaban sus deseos, doña Rosario se encerró en su alcoba una tarde, de donde dijo no volver a salir hasta que no se la llevase al "sobrao". Y así lo hizo, y ni la súplica de sus familiares, ni de sus amigas, ni las de las vecinas que cada tarde llegaban para coser juntas en el balcón, le ablandaron la decisión.

Tal vez porque sabían que la tozudez es el arma  más afilada que esgrime la vejez- y más en el caso de la abuela- claudicaron en la casa y consintieron en subirla para que viera, al parecer, sus paños. 

Subir aquellas estrechas y empinadas escaleras de castaño fue arduo. Doña Rosario no aflojó su intención a pesar de la torpeza de sus pies, y de los últimos desánimos de su hija. "¡Anda, anda, calla...! ¿No habré de subir yo, que he subido estos escalones a brincos...?", repetía desafiante la anciana. 

Cuando llegaron, la encaminó a un ángulo luminoso donde había dos grandes arcones, sobrios prismas de madera y herrajes, donde se guardaban, por falta de espacio en las alcobas, las piezas más grandes que durante generaciones habían bordado las mujeres de la familia. Pero no era aquello lo que tan tercamente había estado demandando la madre. Doña Rosario tiraba del brazo de su hija hacia el lado opuesto del desván, y allí, próxima a  la vieja panera de adobe, la anciana señaló con su dedo hacia la tarima de la buharda. La hija se agachó, limpió el suelo y descubrió un agujero en las tablas. Su madre le indicó que tirara de él. Cuando lo hizo, levantó una trampilla y encontró, en una especie de nicho que veía sorprendida por primera vez, un solitario cofre, más bien mediano que pequeño. Lo tomó por sus asas y no sin fatiga, pues pesaba un tanto, se dispuso a sacarlo. Mientras,  su madre le decía que aquello había sido el cobijo donde algunos hombres habían salvado -encogidos como conejos- su vida, en aquellos tiempos  tan bárbaros de sus años mozos. 


Ilustración propia para la publicación de este relato
en las ediciones del Taller de Teatro del Ayuntamiento de Segovia ,
año 2001
                               
Continúa el relato, en cuatro partes, en este blog...














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