domingo, 28 de octubre de 2012

Palabras, sólo palabras con don Camilo

Caricatura de Camilo José Cela,
 de MIguel Herranz


Ayer me acerqué hasta la Plaza Mayor y visité la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión que estos días, y hasta el 4 de noviembre, ocupará el ágora salmantino

Llovía, y aunque la lectura y la lluvia son buenos amigos, para los asuntos del comercio, es mala cosa: "Calle mojadas: cajón seco", se dice con resignación en el gremio; y así era que la plaza estaba vacía. 

Muchas Ferias del Libro tengo hechas, tanto del libro nuevo, que decíamos para la de mayo y el Día del Libro en abril, y de viejo, la de estos días del otoño medianero. 

Ayer entretuve el rato en las casetas, hablando con libreros amigos y conocidos de la atracción que se tienen el agua y las letras. Después de años de observar y vivir el puntual fenómeno, llegué a la conclusión de que no hay nada mejor para que llueva que montar una Feria del Libro. Lejos estamos de aquellas sequías pertinaces de los años sesenta, pero en el caso de haber estado allí, y estando saber lo que ahora sé, hubiera aconsejado que en vez de santos y vírgenes paseados por calles y campos, montaran  unas casetas, las llenaran de libros, y a esperar, no mucho, pues el cielo no habría de tardar en vaciar sus cántaras.

Pienso ahora que a lo mejor no llovía en aquellos años por -aunque mantuvieran lo contrario- ya para entonces andaba la fe muy menguada, pues en todas las fotografías de aquellas profesiones rogatorias, no he visto a nadie con paraguas. Por ello sería que hicieron tantos pantanos. 



Cartel Feria del Libro de Bogotá,2009.
Dicho esto, a modo de introducción, diré que me gusta rebuscar y comprar libros usados, como sí tuvieran el valor añadido de  un trocito de vida de sus lectores entre sus ahumadas hojas: sus dedicatorias, fechas, notas, subrayados, algún billete de tren, una entrada de cine, algún pétalo de rosa...

Ayer compré, entre otros, un librito de cuentos de Camilo José Cela del año 1974. Es un conjunto de relatos que podrían llamar del tipo castizo,esto es: de comidillas de gentes de Casino en alguna adormilada ciudad de provincia. Pero, eso sí, narrado con la sobrada maestría del Nobel gallego. 


Lo compré sobre todo  por su título: "Cuentos para leer después del baño",  y es que me entró la risa; pues hace apenas dos  días comenté en una entrada de este blog, hablando de chascarrillos del oficio de librero, que un joven me había pedido para su padre un libro para leer en el "water".

Y como los  libros viejos nos traen trocitos de vida de sus lectores, a menudo, al tirar de una anécdota, salen otras enganchadas como si fuesen cerezas. 



Así me acuerdo ahora de aquella vez en que conocí a don Camilo. Sería en el año 1990, o acaso era ya el 91. No hacía mucho que yo trabajaba de camarero en el Parador Nacional de Benavente. Entré aquella tarde por la puerta de la cocina, serían las siete y me dirigí como siempre al comedor de los empleados para cenar. Me gustaba esa hora, pues nos sentábamos en una gran mesa todos los que estábamos de turno y comíamos y hablábamos en franca camaradería. Pero esa tarde no me dejaron sentarme, pues llegó el jefe de Recepción y me indicó que buscara un paquete de galletas, de las sencillas, de la redondas de toda la vida, insistió. Así que me acerqué al pueblo y en una tiendecita compré una caja, pues en la Alta Gastronomía del Parador no tenían morada las humildes marías. Al llegar me puse rápido el uniforme, calenté un tazón de leche sola, preparé la bandeja de servicio, y la  llevé a la suite del cliente VIP que las había demandado. Llegué e hice el toc,toc,toc en la adusta puerta de la habitación buscando la mejor cadencia de la madera, con el cuerpo muy estirado, la cabeza alta y procurando con los nudillos un ritmo sincopado: que se notara que era de escuela de hostelería. Esperé a oir el "¡Pase...!" cavernoso del otro lado, o el soterrado "¡Adelante...!", pero nada se oía. Lo intenté de nuevo, y otra vez más, acentuando mis golpes, pero sin perder el estilo. Mucho me estaba extrañando  que la perfecta ejecución de mi reclamo no tuviera contestación, cuando, sin haber filtrado palabra alguna, la puerta de la suite se abrió. Salió de ella una niebla huidiza, un vaho oloroso y tibio. En medio del vapor que salía de la inmediata puerta del cuarto de aseo, había una mujer. Era menuda, eso lo pude ver, de pelo largo y bien castaño, los ojos indeterminados de una mirada fugaz, la piel rojiza, casi escaldada por el agua. Tenía los cabellos empapados,estaba descalza y tan sólo una toalla blanca cubría su delgado cuerpo.
Yo no sé como recuerdo tantos detalles de aquel recibimiento, pues no duró  más que unos segundos. La mujer nada me dijo entonces ,  ya que apenas me abrió,  dio un etéreo giro y regresó a la niebla de donde había salido.  Va ha ser que cada vez que lo rememoro, el asunto se me va alargando.

Crucé el recibidor con la bandeja bien alta y me adentré en la cámara principal de la suite. Sobre la gran cama, sentado en uno de sus bordes, había un hombre, a toda vista anciano, con la cabeza gacha, las piernas abiertas, los brazos caídos y a toda vista también, cansado. "¡Coño, don Camilo!", exclamé al reconocerlo. No sé si me miró siquiera, si le pareció bien, o si acaso sonrió,  pues yo me dirigía  a posar la bandeja en la mesa de un rincón, y de paso a ver si allí me podía resguardar de mi desenfado. Desde allí miré al famoso escritor y éste seguía tan abatido como al entrar. Esperé unos segundos y pregunté si se le ofrecía alguna cosa más. Nada dijo. Me dispuse a marchar, y cuando pasaba por delante de él, levantó el brazo y con su mano me indicó que me acercara. Cuando lo hice, me dio una moneda de doscientas pesetas,  que como propina por tan nimio servicio, no estaba nada mal. "¡Muchas gracias, don Camilo!", dije muy tieso, con voz sonora, muy sentido: que se apreciara que tenía estudios de esas cosas.

Bar de la Torre, Parador de Benavente.
Dibujo propio,1991.

Supe por Izaskun  que los huéspedes de la suite marcharían a la mañana siguiente. Así que me propuse estar en la Recepción a primera hora, aunque mi turno no empezaba hasta la tarde, con todos los libros que de Cela tuviera para que me los firmara,  fotografiarme con él y si era posible, tener unas palabras con él: que me gustaba mucho, que yo escribía versos, y esas cosas. 

Bien sabía que eso no se le  puede hacer a un huésped, y menos VIP, y menos si se es de escuela de hostelería. Pero como la ocasión me parecía irrepetible y sabía que la directora estaba en Madrid, pues que me daba igual.

Pero a la mañana siguiente me fue imposible despegarme de los brazos de la nueva recepcionista de Donosti, y allí me quedé, sujeto por el engrudo de sus besos hasta el mediodía, con la tristeza de la ocasión fallida,  y con la resignada entrega que tendrán las moscas  presas en la telaraña, esperando la visita voraz de su anfitriona.

Mi turno empezaba aquel día a las cuatro de la tarde. Los clientes apuraban el almuerzo cuando pasé por el comedor camino del bar. Reparé que en una solitaria mesa, mirando por los ventanales hacia la ribera del río como en un estudiada pose, estaba la mujer de niebla de la suite. 

Supe que don Camilo estaba indispuesto, que no había salido de la habitación y que ambos huéspedes se quedarían un día más. Aquella tarde me tocaba estar de barman, en el bar de la Torre, por ocupar todo el amplio hueco de la llamada Torre del Caracol,  vestigio de la antigua fortaleza del siglo XII, en torno a la cual se había instalado el moderno hospedaje. 

Pensaba en cómo conseguir mis libros para que me los firmara, y si era conveniente, cuando la vi entrar en el bar. La serví en una de aquellas pequeñas mesas, con sus incómodas sillas, que por parecer de época, tanto gustaban a los decoradores de la Red. No sé si empecé yo o preguntó ella, pero nos arrancamos a hablar y nuestra charla duró. Aún me pregunto a quien debo la suerte de que en aquellas horas no entrará nadie en el bar, y de que de las habitaciones no me llegaran encargos. 

A don Camilo no lo volví a ver, pues aquella noche no fui yo quien subiera las galletas, y a la mujer de niebla y solícita palabra, tampoco.

Así que esta historia puede saber a poco.

Se han dado muchos consejos para eso de contar historias, y lo primero que dan en los talleres de escritura es alguno de los decálogos de consejos para cuentistas de algún afamado autor. No sé para qué diez, pues a mi con uno solo me bastaría para arreglar esto. 

No es un prontuario, pero  Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1923), que es sin duda uno de los mejores cuentistas españoles, tiene un pequeño relato,-que yo aquí acortaré más- que tomaré por consejo. Se titula su relato "Sesenta y cuatro caballos" y  hablando de un davidoso ancestro suyo, Pereira dice:

" Lo escribió Pedro de Bracelos: Que teniendo el don Gonzalo (Pereira) treinta y dos caballos, en un sólo día los regaló todos a distintas personas. La cosa huele a invención y adorno.
Pero sigue la crónica con que en ese mismo día los volvió a comprar don Gonzalo, aquellos treinta y dos caballos, para así poder regalarlos a otras tantas personas de su estima, y entonces el caso se hace creíble, porque a los escuchadores de historias nos resulta más fácil aceptar lo enorme que lo mediano."

Ya se sabe que no tuve mis palabras con don Camilo, y nada he dicho de quién era aquella mujer, ni he contado lo que viví en aquella tarde.  Así que esta historia trae poco de enorme. Será porque no pasó nada en aquella torre, o tal vez sí, y todo va a ser que me lo estoy callando.




1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha parecido hábil y divertido. Símpática historia sacado de una anécdota.