martes, 25 de diciembre de 2012

La sonrisa de la nieve (Cuento de Navidad)

Ilustración de Quint Buchholz.
Bien avenido, como una pieza a juego con su estuche, como un molusco entre sus conchas, como la luna y su cerco; así se me representa el viejo general en su despacho, cada vez que, caprichos de la mente, me viene a la memoria. 

Me llega ahora en su mesa de trabajo, sentado en el butacón demasiado gastado por la lija de tantas horas, ojeando el vespertino diario de la provinciana ciudad nuestra. 
Es el momento del café: solo, fuerte, un único terrón, la minúscula cucharilla de alpaca, la jarrita con el agua fresca. Entonces aporreo la puerta: un par de golpes secos, marciales, le dejo dicho a mi sucesor cuando me licencio.
Entraba en aquel despacho cuando la luz de la tarde atrapaba los objetos de la estancia en sus telarañas de sueño. Dejo la bandeja en la mesita supletoria. ¿Ordena algo más, mi capitán…? Nunca contesta. Salgo luego diligente, para no quedar anegado por el torrente del silencio  roto  que  comienza a reunirse raudo  como, me imagino, hicieron las aguas tras el paso de Moisés.


Sí,  a menudo rememoro  el trecho de tres a cuatro de la tarde de aquellos días de manera un poco nostálgica, como quien ve una vieja secuencia de cine, aunque siempre se me representa aquella escena nítida, bien perfilada, tal vez  por haber sido  esmerilada en mi memoria cientos de veces.

Creo haber dicho que la mente tiene caprichos y que por capricho recuerdo todo esto. Lo primero es bien conocido; en lo segundo he mentido. Es la necesidad la que me trae la escena en este momento en el que escribo en una habitación de un palacete ruso.

¿Y qué hace un español, viejo bedel de Diputación provincial, en un lugar tan remoto en un día de Navidad del fin del siglo veinte?

Pues verán: la historia viene, como vienen con sus meandros todas las historias que merecen la pena ser oídas, de los manantiales del tiempo.

Resulta que mi madre sirvió, cuando joven, allá por los años treinta, en  casa del general. Más bien en la casa de su familia, pues él andaba todavía en eso de ganarse el despacho de la Academia. Decía mi madre que era muy buen mozo, aunque matizaba que  entonces a ellas, a las criadas de dieciséis años, cualquiera se lo parecía vestido de cadete.  También decía que puede que el hijo de sus señores, aunque siempre educado y amable, fuera un poco estirado; un poco más estirado que los demás cadetes, quería señalar mi madre, como si el uniforme que él lucía  fuera en realidad de duro esparto. Y buen molde hubo de ser aquel uniforme, pues bien tiesa le he conocido siempre la figura, desde que hace ya tanto me pusieran  a su servicio. 

Así lo procuró él cuando mi madre se lo pidió, en los tiempos en que faltaba poco para que yo entrara en quintas. Mi familia se preocupaba por el poco provecho que me adivinaban.   Poco provecho saqué de mis días mozos, siempre rodando y sin que nada me diera asiento. Un tiempo anduve embadurnándome las manos y los días en un taller mecánico, pero el oficio resultó  no ser lo mío. Me dio después por unirme a un club  boxístico; deporte que por entonces hacía furor. En aquello anduve algunos años, y aunque no pasé de ser sparring de todo aquel que tenía o quería tener un nombre- poco más que un saco al que zurraban-,  no puedo decir que aquel ambiente no me gustara. Sobre todo disfrutaba cuando viajábamos a otras ciudades, lo cual era muy a menudo, para participar en combates en plazas de toros, descampados, ferias y en terrosos campos de fútbol. Sacaba mis buenos cuartos de los golpes que encajaba en los previos a la hora del gran combate de las figuras del boxeo. Además, como a las chicas aquello del ring las tentaba y aunque yo, la verdad, siempre he sido bocado de mal tragar para las mujeres, muchas fueron las horas que disputé  en el  cuadrilátero de las sábanas.

Obra del pintor filandés  Akseli Gallen-Kallela.


Pero en resumidas cuentas: de todo aquello no me llevé más que la nariz rota, una gran cicatriz en la ceja y el nombre, pues aunque Enrique Bravo me bautizaron, no me encontrarán si no preguntan por Pistón. 
Ya no me acuerdo si lo de Pistón me vino  por mi  forma de  pelear, pues dicen que movía los brazos como esa pieza de  mecánica con la biela, o por lo que se reseñó  en una gacetilla después de que noqueara a un oponente en una de mis primeras veladas. Quien aquello escribió, comparó mi puño izquierdo con el fulminante de un fusil que  también dicen  pistón. El caso es que me quedé con el motecillo y hasta ahora. En la gacetilla se puso también, en las únicas  líneas que sobre mí se han escrito, que apuntaba maneras de buen púgil.  A veces pienso que de haber seguido lo hubiese conseguido; pero el caso es que llegó un momento en que me pareció que los golpes eran una mala pedagogía para aprender las cosas, y buena hora resultó aquella en  que abandoné aquel mundillo.
Ya por  entonces mi vida andaba un poco descarriada como consecuencia de aquel ambiente.  Fue cuando mi madre saltó a la lona de mi vida y me vi obligado a tirar la toalla. Como a mí nunca me vio la buena mujer talla para la sotana como a mi hermano mayor,   se las apañó para que entrara en el cuartel. Así que después de la necesaria instrucción guerrera, acabé de camarero en el bar de oficiales del Regimiento de Artillería, bajo el ala del capitán Antonio Moragón..
Pero la milicia tampoco resultó ser lo mío, y gracias de nuevo a su mediación, me dieron un puesto de ordenanza en la Diputación, y de mandado en mandado, aguantando los puños de la rutina entre las cuerdas institucionales, se me han ido los años como el rostro a los santos de arenisca de los claustros.
Era verdad que el apuesto capitán tenía mucho empaque, y en el tiempo en que estuve  a sus órdenes no hallé resquicio para entrarle en el alma. No diré nada malo de él, porque no podría hacerlo sin resultar desagradecido, aunque  hay que decir que a todos nos parecía de puro justo, cruel; por serio en exceso, pétreo, y en una palabra, de tan inquebrantable como se nos mostraba: odioso.
Por ello lo ocurrido últimamente a todos les parece extraño. 
Casos no han  faltado en nuestra ciudad de hombres rectos como vigas a quienes han apolillado los caprichos y la locura de la vejez, pero nadie lo hubiera dicho en el caso de este hombre; nadie hubiera podido adivinar lo sucedido al general Moragón, nadie, digo, excepto yo.
Uno de sus hijos vino a verme hace unos días. El caso de su padre no se sabía, pues la familia lo llevaba con mucha cautela. Tampoco sabían ellos si la desaparición del abuelo, de 81 años, en Moscú, obedecía a un rapto de la mafia de por allí enterada de sus asuntos, o a la demencia del anciano o a la fuerza de cualquier otra fatalidad aún peor. Por no explicarse, los descendientes no se explicaban tampoco el empeño insobornable que había puesto el anciano en acompañar a la delegación comercial de la fábrica familiar a tan lejanos territorios, ni la súbita llegada de las cartas rusas que un día, sin más, comenzaron a llegar  con abultados pedidos de juguetes que ellos fabricaban, pero sobre todo: de sus afamadas muñecas.
Pero según me iba contando detalles su hijo, actual gerente de la fábrica de juguetes que su padre fundara en 1944, a mí se me fue formando una idea clara de lo que había pasado. Supe el paradero del viejo general y todo el embrollo ruso que había armado. Pero aunque  tranquilicé a los familiares, nada les dije de lo que se desveló en mi interior.
Muy desesperados debían de andar los familiares, o muy tranquilizadores le hubieron de parecer mis ojos con el barrunto que me acababa de nacer y que en ellos flotaba, para que aceptara todas y cada una de mis condiciones sin rechistar.
Hace  años que paseo las tardes con el general por la alameda del río. Hasta entonces, debido a las ocupaciones de cada cual, apenas nos habíamos visto en los años. Él siempre fue vigoroso y nada hacía prever el decaimiento en que se enredó cuando murió su esposa y al poco su hijo mayor y una nieta en un accidente. Ningún hombre sabe parar la mengua de su cuerpo cuando estas cosas suceden, ni el derrumbe de su espíritu altivo, como nadie supo  de la leve pero fatal mano de la grafiosis sobre los centenarios olmos de nuestros parques.
Mucho parecía buscar desde entonces mí compañía, pues se sentía un poco solo, me confesó. Sus hijos atareados con los negocios que cada día eran más prósperos, los nietos repartidos por medio mundo y sus antiguos camaradas de armas y tertulia en el Casino, habían tomado, como me repetía, la mala costumbre de dejarse morir. Así que a los pocos meses se me destiñó el respeto timorato por su rango, y no sin que casi me lo impusiera a bastonazos, comencé a llamarle Antonio y a labrar con él una amistad como  acaso no he tenido con ningún otro hombre.
Y eran esas charlas caminadas las que rememoraba mirando por la ventanilla del tren que me llevaba a San Petersburgo, observando la llaneza, la sobriedad y la contundencia de la tierra  helada.
Así también, con velocidad, extensión y hielo, observaba el general su vida cuando a mi me la relataba. Así recordaba los días de espanto de 1941, cuando siendo un teniente artillero, avanzaba también hacia la ciudad de los zares, entonces llamada Leningrado, con la División Azul en el invierno más gélido del siglo. Y el frío hubo de ser tan intenso, que casi sesenta años después, cuando me hablaba de aquello, el hombre aún tiritaba.

Y por lo que me había ido revelado en nuestros paseos, es por lo que yo estaba en Rusia. Por lo que había  despistado en Moscú a su nieta Juana, jefa de la delegación juguetera, y los detectives que había contratado y hasta la propia policía moscovita, y  viajaba a toda velocidad hacia el pasado.
Me dirigía a aquí, a la ciudad de Rogatino, a unos ochenta kilómetros del actual San Petersburgo, no lejos tampoco de la ciudad de Nóvgorod. Aquí, en un palacete del siglo diecinueve convertido en hotel, y en la distante, cálida y risueña Cádiz, está la clave de esta historia.
Muchas veces me habló el coronel de la “zurra” que les habían dado los rusos en aquella guerra, y de lo bravos y fieros que habían resultado ser los rojos defendiendo su tierra helada.
Sofía Serguéyevna Troubetzkoi, princesa rusa,
casada con el duque de Sesto,
quien introdujera en 1870, la costumbre
del árbol de Navidad en España.
Él pertenecía entonces al único regimiento de artillería de aquella división. Estaban con sus baterías lejos del frente, haciendo sus parábolas de fuego sobre la tropa. En diciembre de 1942, eran ya muchas las semanas que, cada pocos días, había llegado hasta sus posiciones un sidecar alemán siempre con la misma orden: retirarse ordenadamente quince kilómetros. 
Hasta que en vísperas de la Navidad llegaron a Rogatino. Los mandos del regimiento se instalaron en un arrasado palacete rural, y aquella noche al teniente Moragón le tocó el mando de la guardia. Me dijo que las bajas en los artilleros se debían más a las borracheras, peleas y suicidios entre la propia tropa, que al fuego enemigo. Al parecer, las batallas que la desesperación y el alcohol libraban en cada hombre eran más cruentas que la atrocidad real que vivían cada día. Pero no eran los españoles los principales culpables de aquellas noches de horror, sino los voluntarios nazis de otros países, suecos, noruegos, y otras gentes nórdicas con las que coincidían en su retirada.
Haciendo su ronda, el joven teniente oye unos gritos desproporcionados entre los aullidos acostumbrados de las noches de campamento. Descubre que proceden que una casa cercana al palacio, dentro del terreno vallado del recinto. Según se  acerca con sus hombres, oye grotescas risas, desgarradoras palabras salpicadas de llanto, y  lo que no le ofrece dudas: disparos. Dentro de la casa, una enloquecida soldadesca se divierte con dos  mujeres con las ropas desgarradas. Son miembros de una partida de partisanos que fueron sorprendidos en acciones de sabotaje. Por los hombres apresados no pregunta; ve por una ventana sus cuerpos derritiendo el terco suelo de la tierra.
Esto, me dijo el general cuando me lo contara, sólo lo había relatado otra vez, sólo a otra persona, y ésta no había sido su esposa. También, que de lo que había sucedido en aquella casa no se arrepentía. Nada le pesaba tantos años después el haber disparado contra aquellos hombres, cuando, negándose a parar su desatino, y en prueba de desprecio por el mando de los españoles, habían matado allí mismo a una de aquellas mujeres. No era nada que hubiera podido contar hasta entonces y él, como aquella noche sus hombres, habían decidido enterrarlo en el silencio.
Pero en todos y en cada uno de los años transcurridos, cuando se acercaba la Navidad, se le aparecía la sonrisa que le dedicó la otra joven, poco antes de que diera un salto que superó el zócalo de la ventana rota. Y su voz quebrada también oía, con la que ordenó a sus hombres no abrir fuego sobre la mujer que corría por la nieve, perdiéndose en la penumbra de la noche y del tiempo.
Y el haber dejado escapar a aquella rusa enemiga era algo  que tampoco  le pesaba, pues lo había hecho sin pensar;  obedeciendo a las entrañas, a las que  no queda más remedio que obedecer. Y si me lo contaba a mí, me dijo para terminar, era porque no hacía mucho había creído identificar aquella sonrisa, y sentir el ágil salto que la vida da a veces, sobrepasa  la alta tapia de la edad, y sale corriendo hacia la juventud.
Ya no recordaba él desde cuándo veraneaba en Cádiz. Cada año, la segunda quincena de septiembre, se alojaba en una de las residencias que el Ministerio de Defensa  tiene por toda España para disfrute de sus  miembros.
En septiembre del año en que enviudó, al llegar se encontró que por convenios del Ministerio nuestro con los de otros países, en la residencia se hospedaban un nutrido grupo de militares de la antigua URSS con sus esposas y familias. A algunos de los antiguos compañeros de armas del general Moragón no les pareció esto bien, y en cuanto los eslavos llegaron interrumpieron sus estancias y se marcharon malhumorados.
Me decía que a él no le pareció ni bien ni mal. Que veían a los rusos entrar alos comedores cuando ellos salían, y usar la piscina cuando se sabían solos. Apenas coincidían tampoco en los salones de lectura, ni en el  bar. Los residentes parecían comportase como pandillas de barrios enfrentados, por lo que por mediación del Capellán, se organizó una cena común.
Fue una gran mesa imperial surtida con los mejor de la gastronomía de ambos países. A los comensales les habían sentado intercalados, como marca el protocolo para hacer animadas las veladas. Junto a un general ruso había una esposa española, y al lado de los españoles, una dama eslava. Había algunos viudos, como el propio Moragón, y lo que les resultó de lo más extraño, solitarias rusas de alta graduación.
La compañera de Antonio fue una coronel, viuda como él, que hablaba un español dulzón y fuerte, como destilado de la caña de azúcar. Se llamaba Sofía Galinova y en los años setenta había vivido en Cuba. Fue la que hizo de intérprete para todos, y era común que los comensales descubrieran que muchos años atrás, habían estado enfrente unos de otros como estaban en aquella mesa. Pero aquella noche hubo estallidos de risas por los riojas y los vodkas, y sobre los unos y los otros sólo caían los sonoros  cañonazos  de sus brindis: ¡ Na zdorovje! , ¡Salud!, ¡ Na zdorovje! ...
De Sofía me contó el coronel que tenía los ojos muy claros, la tez muy pálida y una sonrisa como la que intentó poner a su muñeca más famosa,la que fabricaba desde hacía tanto y que le había hecho sobradamente rico.  
La había ideado a su regreso en 1943, cuando al poco murió su padre y vendió las seis  tiendas de ortopedia que tenían por toda la región para embarcarse en la locura de montar un taller de fabricación de muñecas y juguetes. Y una locura fue llevar casi a la ruina a la familia por invertir en nuevas pastas, moldes, técnicas, traer maestros de otros partes a esta tierra nuestra con tan poca tradición juguetera.  
Pero logró la muñeca rubia de cabellos sedosos, la de ojos claros como el mar, y sobre todo la de la sonrisa inocente y osada a la par.Locura fue, ciertamente, en el famélico mercado juguetero nacional dominado por  gitanitas,  toreros, muñecas tétricas de ojos saltones ataviadas como enfermeras de la Sección Femenina.
A raíz de aquella cena en Cádiz, comenzaron a llegar cartas con pedidos de grandes almacenes rusos, tantos que para su empresa  suponía ya el 20% de sus exportaciones.
Y pocos enigmas quedan ya para saber las razones por las que esta tarde de Navidad escribe esto un hombre solitario en una habitación de un palacete ruso, mientras ve por la ventana como unos niños hacen un muñeco de nieve en una pequeña y cercana casa de labranza.
Pocos quedan, sí, y ya va siendo tiempo de desvelarlos.
Entre ellos no se encuentra el que Sofía sea aquella partisana  que el general salvó, aunque bien pudiera haberlo sido. Había combatido también por aquella zona, y también de guerrillera, pero ella no sabía la identidad de aquella joven, como acaso nadie la sepa nunca.


Fotografía de la página de Facebook:  I Love Winter,
que bien podría ser : El Hotel de los Españoles de este relato (Гостиница испанцев).

Sofía Galinova es la otra persona a la que el general ha confiado su secreto, allá, hace tiempo,en algún atardecer andaluz. 

La mujer había seguido en el ejército rojo, y ahora, en este deshielo que vive su patria, su hija es empresaria de éxito, y quien a raíz del encuentro gaditano, tantas muñecas españolas está importando. 
También ha sido su hija quien, por indicación de su madre, ha adquirido el viejo palacete de Rogatino, donde ahora me encuentro, para convertirlo en un hotel, el llamado:  "Hotel de los Españoles".
Y en este hotel,  esperándome para cenar, fue donde encontré anoche al desaparecido general y a Sofía. “Mucho te has tardado, amigo Pistón…”, me dijo Antonio apenas me vio.
Esta mañana me desperté cuando un sol blando y dulce como un mazapán, entró por la ventana e impactó con su mullido guante en mi deformado rostro. 
Después del desayuno se me informó que un coche me esperaba. Era un todo terreno, pero según recorríamos los caminos blancos, viendo albura por todas partes, tenía la sensación de ir en un trineo al son de la música de Tchaikovsky.
Pronto llegamos donde el general. Solo, a los pies de una colina, contemplaba el gran paraje nevado y me esperaba para desvelarme el verdadero motivo de mi viaje.
Me indicó el enclave de sus antiguas baterías divisionarias, allá, en una altura lejana, y me  dijo que dónde estábamos, tras una suave colina, eran las posiciones de los rojos. Entre ellos había algunos españoles republicanos, y los grupos se daban en sus escaramuzas noticias de sus nombres y lugares de procedencia, sus viandas y su tabaco. 
Los alemanes les ordenaban bombardearlos, y los muy germanos no entendían lo malos que eran los artilleros españoles que tantos tiros erraban. Hasta que se enfadaron y trajeron sus propios cañones y los machacaron día y noche. Y allí morirían casi todos, sin posibilidad de huida, me decía,  pues a los que retrocedían, los propios rusos, ametrallaban.


Y en aquella hora supe al fin dónde había muerto mi padre, el que dejara a mi madre soltera y embarazada antes de huir de la ciudad y unirse a las tropas republicanas.
Muchos años tardó mi madre en desvelar la identidad de mi padre, y más aún  en confiarme el general Moragón que le había conocido, que había hablado con él en estas estepas. 
Y esta mañana, lo que sentí viendo toda la extensión nevada donde hubo tanto rencor y muerte, como en cualquier campo de batalla, fue paz. Como si viera una gran sonrisa en la nieve, la que todo iguala, la que al paisaje bello hermosea aún más, y a la tierra pobre engalana, la que como el tiempo remansa, y como él nos cae  lenta y suavemente y toda historia termina por serenar.
Sí, era como si el clueco sol eslavo que lucía sobre nuestras cabezas  sacara de las mejillas de la nieve su mejor gesto, y nos hiciera sentir en aquella inmensidad como simples muñecos, como  dos de los innumerables juguetes con los que se ha entretenido el siglo que se va despidiendo, y ahora olvidara un poco rotos en cualquier rincón. 
Y sin embargo, los dos oteábamos ávidos el horizonte helado, aviesos  como águilas, buscando para la centuria que se nos va un poco de redención, y para  cada uno de los hombres que dejaron su vida por éstas y otras extensiones, y acaso para nosotros mismos también. 
Mirábamos quietos, anhelosos, callados, la extensa nieve como quien observa el ancho manto de sus años, intentando descifrar el sentido de la callada, misteriosa, y siempre benévola muesca que la nieve  hace a los hombres de buena voluntad.

FIN
¡Feliz Navidad !
  



























2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha parecido una historia bonita, propia de esta época, de reconciliación y buenas intenciones. Tal vez el relato pida más espacio y desarrollo, pues en este formato del blog se le nota demasiado compacta. Pero es refrescante y original. Gracias por compartirla.

Ángel de Arriba Sánchez dijo...

Gracias, tal vez la Navidad sea la sonrisa que cada año nos da. Un saludo.