Con el permiso de María, de Ucrania, y con mi respeto y empatía. |
Iba yo a comprar el pan…
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Francisco Umbral
Francisco Umbral
Vamos a ver cómo
cuento lo que sigue sin resultar pastelero.
Iba yo una mañana
de no hace nada a papelear por la administración, cuando me vi comprando pan.
Las oficinas a donde se me había convocado para la trilla de mis asuntos
ciudadanos, era en el nuevo edificio de La Junta de Castilla y León en Salamanca, allá en el popular barrio de
La Prosperidad.
El verano ya había
hecho sus anticipados pactos con los aires, y a las diez ya enseñaba el sol su
bastón y se enseñoreaba en el pleno municipal del día.
Acudía yo con pocos
ánimos, y esperaba un tiempo anodino de cola en una sala de esas de las
administraciones que se obstinan en ser antipáticas a los ciudadanos (qué les habremos hecho), con
el número de carnicería en la mano, viendo pasar gente por las mesas
funcionariales, como cuando de niño contaba las vueltas a la parva en la era.
Iba desganado,
ya se sabe, pues presuponía que de mis gestiones poco sacaría, que de mis venteos
de papeles con los aires administrativos,
no me llevaría más que mucha paja, y poco grano.
Ocurre que en el
preciso lugar donde este moderno y suntuoso edificio de los servicios centrales
de nuestro gobierno regional, está donde escarbaba felizmente la tierra las
piscina grande del colegio donde me crié desde los 3 a los 8 años.
Aquello, hay que
decirlo, era un colegio, puesto que colegiados andábamos allí los 500 huérfanos
provinciales, pero la ciudad lo conocía como el Hospicio, el Orfanato que está
junto a la cárcel, o la inclusa, que decían los más añejos y los mal
dichos.
Las monjas,
benditas sean, que eran las que sustentaban aquello entre rezo y rezo, en su
afán de zurcir los rotos del mundo, lo llamaron Residencia Provincial de Niños de San José.
Y nosotros, los internos;
niñas de floreo tardío, y niños rebeldes y recios como los espinos: La Resi, la decíamos, y así la seguiré
llamando por estos patios de letras por donde te entretengo.
Y sí, toda aquella
zona que ahora nos ha mudado la cara y se da aires de modernidad, eran nuestros
patios de barro, y donde da hoy el do de pecho el auditorio del CAEM (Centro de Artes Escénicas y
Musicales), nuestro campo de fútbol de “Las arenas”, el mejor, en el que jugaban
su liga ciudadana los mayores. Y una tapia circundaba todo aquello, y tras la
tapia un camino que llevaba al Tormes, y la otra tapia de la antigua cárcel( hoy el Museo DA2) y
la distancia, y la noche donde en las altas horas nos asustaban las voces de
los centinelas de las garitas: ¡Las dos y sereeeenooo…!
Uno de los días más
esperados era cuando a mediados de junio se abría la piscina. La primera tarde
en que, después de la siesta, las sores nos acercaban a esos lagos de maravilla,
todo era velocidad, vértigo, y nos zambullíamos sin consenso en las aguas
esmeraldas del deseo, como ahora se zambullen los asuntos regionales en las estancas albercas de los negociados administrativos.
Piscina grande de nuestra Resi, ca. 1960. Foto de los fondos de la Diputación Provincial de Salamanca. |
Pero volvamos al
día en que yo no iba a comprar el pan.
Resulta que me
demoraba por aquellos territorios de mi infancia, y donde ahora hay un tremendo
bloque de pisos, yo colocaba la nave de nuestros dormitorios, y la pista de
tenis y de patinaje, y la de voleibol de las chicas, y la capilla, y todo lo demás
de aquellos tiempos ya traspapelados.
Donde estaba
nuestro salón de recreo de los días de lluvia, y donde nos proyectaban cine los
domingos, y veíamos aquella televisión vespertina de Chiripitifláuticos, hoy es
un supermercado muy bien surtido. Cuando ya me había decidido a volver a la
realidad y hacer mis gestiones, un reclamo me paró. Era una voz débil, y en
ella iban unas frases trabadas, a trompicones parecían llegar como música de serruchos, como de trillo
desdentado por la era del aire. ¡Dame algo, por favor, una limosna que Dios te
lo agradecerá!, era lo que me decía una joven sentada en la acera con la mano
extendida y una mirada lastimera.
Díselo; y como andaba
yo en ternuras de recuerdos, pregunté si era posible hacerla una foto. Asintió. Me
agaché en la larga pasarela de baldosas, y apresé con mi cámara el helado desfile de mi modelo.
A veces, caigo ahora, crecen en las aceras sombras de muchachas si flores.
A veces, caigo ahora, crecen en las aceras sombras de muchachas si flores.
Al fotografiarla,
no sabría decir si pensaba en que en mi acción
había sentimiento, motivación engreía, empatía, o tan solo puro y disimulado morbo.
La gente pasaba y
ella extendía su mano para recogerla igual de vacía. Ella se quejó de su poca
pesca, y luego, echándome las redes oceánicas de su mirada, que diría Neruda, me dijo que tenía hambre, que
le comprara algo, e igual que las monedas, pidió que el Señor se lo apuntara, que en
un tendero muy atento y generoso con su libreta de los fiados.
Así que me puse a
pasillear en el supermercado y compré el pan de marras.
Y no pude evitar
mirar a la sección de frutería donde antaño estaban los grandes servicios del
orfanato. Allí nos metía mi madre huyendo monjas, pues ella trabajaba de
limpiadora en nuestra Resi. Y cerrando la puerta de una letrina, nos daba del
frasco del calcio blanco, que era bueno para los huesos, o llenando un vaso que
se traía envuelto en un pañuelo en un bolsillo de su uniforme, echaba una
pastilla, y nos hacía beber el fluorescente líquido naranja que tenía mucha
vitamina C; o pelaba los plátanos, lujo de aquellos tiempos, y nos decía: “Comed
plátanos, que tienen mucho potasio”.
Con el permiso de María, de Ucrania, y con mi respeto y empatía. Salamanca, 16 de junio de 2015. |
Entonces compré
medio kilo de la fruta canaria. Me pareció ver una sonrisa en la joven cuando
le di mi compra. Que se llamaba María, que era de Ucrania, me decía mientras
santificaba el pan con sus labios.
Una señora se paró
para decir que qué tontería, que todos eran una mafia, y que más les valdría
que se pusieran a trabajar, o que se fueran a su país. Y un anciano que pasaba
más lento que su sombra tan sólo me sonrió, y entendí mejor su callada plática.
Yo en estas cosas
no quiero entrar. Solo cuento de un día que iba yo a hacer papeleos.
Y que le pregunté
si le gustaban los plátanos, y que me dio un sí muy campanero, y que le dije
una frase que tú te sabes…, también os lo contaría, pero mira por donde que he
prometido no ser pastelero.
Publicado en el periódico digital
Salamanca Rtv al Día,
miércoles, 24 de junio de 2015
Ángel de Arriba Sánchez
El Escribidor del Tormes