lunes, 23 de junio de 2014

Crónica real desde mi balcón.

El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad”.
Ana María Matute

(In Memoriam, Maestra, 26 de junio de 2014.)



Llevo ya suficientes años en esto de ser escribidor, como para saber  que  del ejercicio de inventar historias no se sale impune.

Uno se mete en tareas de crear personajes para un relato, un artículo, novela o parrafada similar, sale de este génesis literario y se va a tomar unos vinos con los amigos como si nada.Ocurre, sin embargo, que a las creaciones literarias les gusta apenas han cobrado vida seguir a su aire, y si uno los quiere enamorar, que  no hay manera con la que uno quiere, y si la lógica de la trama exige para ellos unas dolidas exequias,por ejemplo, pues bien a veces, pero en muchas te saltan el párrafo y te siguen por toda la historia proclamando su derecho a vivir libremente.

"Strandbuch." Ilustración del artista francés y residente en Canadá Soizick Meister .
Alguien me dijo que conoció un caso en que los personajes de una obra llegaron en su rebelión de existencia a matar al autor para ser lo que querían, aunque a mí esto me parecen ganas de exagerar.

Dicho esto, amiga o amigo, voy a dar por sentado que tú que ahora lees estas letras, eres uno de los 33.000 lectores que por este blog se han acercado desde que hace año y medio lo abrí. Y esto lo digo no para fardar (aunque oye, me ha quedado el orgullo muy comedido), sino porque esta entrada se la debo a uno de los personajes de mis relatos en el sentido que digo al inicio, y como he de contar un poco su historia y su final para que se entienda este escrito, pues que no quiero chafarte su lectura de antemano.

El relato se llama “Penélope en el balcón” y lo puedes encontrar en la biblioteca de este blog en varias entregas, dada su extensión.Merece la pena leerse , no te creas, o al menos eso me dicen, e incluso una vez de dieron por él un premio internacional. 

Será verdad que es bueno, y en cuanto a mí, sólo puedo decir que me mereció la pena escribirlo.

El personaje central de esa historia es doña Rosario, una anciana imaginaria de 95 años que habita un pueblo llamado Babeca, lugar también anclado en lo ígnoto de la invención.

Pero he tenido tiempo de comprobar que la ilusión de que todo es ficción en la invención, es la mayor de las ilusiones que se hace un escribidor.

La anciana de mi cuento está hecha con todas las mujeres que me cuidaron y conocí en mi niñez (abuelas, tías,vecinas, monjas del colegio...), y en cuanto al lugar de “Babeca” está levantado letra a letra con todas las calles de los pueblos de la tierra donde nací: La Sierra de Francia de Salamanca, y un poco también con todos los lugares con los que me he ido rozando por el mundo.

Para hacer ese lugar de aire, hube de coger la mirada ancha de Sequeros, lugar donde me crié, un poco de los romances del agua y de las sombras de La Alberca, lugar donde nací y un poco de aquello con los que me impregnaron los demás lugares hermosos de la zona que tanto frecuenté: Mogarraz, San Martín y Miranda -ambos del Castañar- Villanueva y Las Casas –ambas del Conde-, Sotoserrano, Cepeda, la Nava de Francia y Monforte la Herguijuela...

Por lo demás, doña Rosario es como una de esas longevas serranas de sayas oscuras, cabellos albos, sentidos silencios, palabra delgada como de oblea y dulce como de miel, y con una vida amalgamada con cosas duras y blandas como en el turrón.

La mujer llevaba con mucho tiento la etérea existencia  en su Babeca, hasta que a mí me dio por irle con mis historias.

Como sabréis si habéis leído el relato –y si no ya lo cuento ahora- todo empieza cuando en una comida familiar uno de sus nietos cuenta una secreta noticia, y la anciana entiende que el Rey hará en breve una visita al pueblo, y a ésa su casa. Todos se alegran claro, pues un rey es un rey y no cualquier famosillo de la tele. Pero a la anciana la noticia le produce temblores y mareos tantos, que han de meterla en la cama. En los días siguientes y hasta que la excelsa noticia acontece, doña Rosario se agita día y noche, y dado su comportamiento las mujeres bordadoras del balcón temen que a la anciana se le hubiera descosido definitivamente la cabeza.

¿Qué es lo que le ocurre a esta mujer?


Sucede que ochenta años atrás, en 1922, el Rey de aquella España de levíticos colores había estado en Babeca, y había pernoctado en la casa que la anciana habita en el presente del relato, tiempo éste en los finales del siglo XX. 

Ilustración propia  para el relato "Penélope en el balcón"
con e
scena del viaje que realizo a las Hurdes el Rey Alfonso XIII
entre el 20 y el 23 de junio de 1922.

Ella entonces era una niña, y al igual que para todo el País aquello resultó extraordinario. 

Además, algo especial aconteció en la visita del monarca, algo que compartió con sus dos mejores amigas.  "Y ahora vuelve el Rey" , se repite la anciana en los sofocos de su nerviosismo. De las tres niñas sólo  vive ya Rosario, y será ella la que tenga que devolver al noble visitante aquello que le tomaron...

Llega el día de la fiesta mayor de Babeca, y el ilustre tan esperado entra en la casa. Pero doña Rosario no lo ve: yo, el autor, hago que por un error quede encerrada en su alcoba. 

Tal vez así me lo dictara  el tiempo tan traidor a mi teclado, pues los años a nadie dejan apenas disfrutar de los réditos de su memoria.

Si doña Rosario hubiese estado en el balcón de su casa aquella tarde, hubiera sabido lo que todos sabían y yo como escribidor le andaba escamoteando: que el que llegaba era un joven rubio, Felipe, Príncipe de Asturias, y no su bisabuelo Alfonso XIII quien hiciera en 1922 su famoso viaje a las Hurdes y que como final se acercara a La Alberca, donde comió, habló de la cría de cerdos con su alcalde y partió hacia Salamanca si catar noche serrana.

Como autor, qué remedio, le tengo que ocultar cosas a los personajes y a vosotros, lectores, para que no haya rebeliones ni deserciones y la cosa llegue hasta donde me propongo.

Ahora bien: aún así uno no se libra de que se abandone a mitad de trecho la la lectura, o que un personaje fictício –ya lo dije- se las apañe para contarte a ti lo que quiera y como quiera, por mucho que le haya dicho yo, y que a veces a mi mismo me susurre mucha, pero que mucha realidad.

Ahora para seguir juro, o prometo, como queráis, que lo que viene fue totalmente cierto.

Me había ido a pasar una semana a Zaragoza. Mi último día aguanté a tope la hora de dejar las sábanas del hotel y luego salí a las  calles próximas a la Basílica del Pilar. La noche anterior, sábado, había conocido la marcha de la ciudad y me había dejado el cuerpo para pocas. Vi un establecimiento que tenía muy buena pinta. Era un Pub irlandés y a aquella hora lucía ancho, luminoso, silencioso y limpio, así que allí entré en busca de una caldereta de café solo y bien cargado.

Una joven rubia, de agraciado rostro y penetrante acento maño atendía la barra. En dos horas nadie entró, y  taza de café  a taza, mi cuerpo se iba acordando de mí y mi cabeza me empezaba a reconocer. La joven era risueña y parlanchina y nos fuimos contando de nuestras cosas. Seguíamos solos bajo una sedosa música celta, cuando entró a tropel una anciana monja toda vestida de blanco.

La miré con extrañeza y ella se dirigió al inicio de la barra hasta donde acudió la camarera. Allí estuvieron un rato tomándose algo  y en distendida charla.  Cuando la monja se iba, al pasar junto a mí, mi mirada de extrañeza es la que la hubo de avisar. “¿Qué?, se extraña de ver a una monja tan campante en un bar de copas, eh…”, me espetó.

Luego supe que era tía abuela de la joven. Aquello fue a los pocos meses de haber ganado el premio por   “Penélope en el balcón”, y llevaba siempre en mi zamarra algunos cuadernillos que me había impreso La Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Segovia –lugar donde residía- con mi relato. Tiempo me había faltado para firmarle uno a la guapa camarera. Así que cuando su tía abuela empezó a interesarse en mí, la joven se lo enseñó.

Entonces vi cómo a la anciana monja se le encendían los ojos al conocer la historia de mi relato, y no diré que su blanco hábito se iluminó porque no va a haber quien se lo crea. Pero el caso es que marché de Zaragoza con dos amigas y un encargo.

“Díselo al Rey –me decía con énfasis sor María en aquel pub- has de decírselo, que seguro que le gusta tu relato.”

Resulta que cuando Juan Carlos I estudiaba en la Academia General de la ciudad, una mala pulmonía le atrapó, y me aseguraba la anciana que si no es por sus cuidaos enfermeros, aquel muchachote tan grande que entonces era el Príncipe, no lo cuenta. 

"Inkognito" Ilustración de  Michael Sowa. 
“Que soy su segunda madre dice nuestro Rey de mí…" Me aseguraba la buena monja. "No dejes de escribir, majo, y dale razón de mí que ya verás como se alegra”, insistia la sor.

Me lo pensé, pero terminé escribiendo al Palacio de la Zarzuela de Madrid. 
En un mes recibí respuesta.

El jefe de la Casa Real me respondía cumpliendo, me indicaba, el encargo de Su Majestad de agradecerme el envío. 

Que el Rey se alegraba de la noticia, que había leído el relato de doña Rosario y que le había agradado.

Pero no había tinta fresca ni la firma caligrafiada del monarca. 

Así que ya veis, amigos, que a mí también me encerraron en las alcobas burocráticas.

Todo va a ser que los rigores del protocolo nunca nos dejan saborear los réditos de nuestra ilusión.

Dicen que toda buena historia lo es porque no aprecias sus meandros, y yo no sé si esta en la que estamos metidos (tú leyendo  y yo escribiendo ) lo llegará a ser, pero he aquí que los personajes me piden seguir con sus vueltas.

Ocurre que hace unos días aquel joven príncipe de mi relato, el que no pudo ver doña Rosario, ha sido proclamado rey con el nombre de Felipe VI. 

Como ya sabemos, a los entes de ficción no le llegan todas las noticias de nuestro mundo, así que voy a tener que contárselo someramente; favor por favor…

A doña Rosario le cuento que el Rey que nos ha llegado hace tiempo que se casó. Le diré que lo hizo con aquella joven locutora que nos daba el parte de las noticias del mediodía. Sí, aquella que lo hacía con palabra tan recia y con aplicada labor, vamos: que no daba mal una puntada de la noticia. Y que es muy moderna, muy mujer de su tiempo... 

Habré de seguir diciéndole que ya tienen dos hijas, y que el otro día, cuando lo de la proclamación, hubieron de ponerles unas tarimas para que se pudieran asomar al balcón de Palacio  a saludar al público. 
Son unas niñas, doña Rosario, como lo era usted y sus amigas en mi relato, y acaso también ellas también ensoñaran con carrozas y príncipes...

Yo no sé si decirle a la anciana lo del elefante del Rey Juan Carlos I, ni lo de su hija la Infanta, ni lo de su esposo, a los que les dio por crear Institutos poco nobles y les decían a los ciudadanos: "¡Todo para Noos, nada para vos!". 

Ilustración propia para este relato.
Yo no sé si decirle que son tiempos de abdicación los que vivimos: que abdica el Papa, que abdica el Rey, que estamos abdicados del Estado del Bienestar, que la Economía ha abdicado de los trabajadores, que una generación quiere abdicar del legado de sus mayores, que lo distinto abdica de la unión...

Ay, yo no sé si será bueno que se lo cuente. 

Aunque no sé por qué me da, que todo lo que yo le pueda decir a mis personajes ya lo saben ellos , y vosotros amigos lectores,  muchas leguas antes de que yo siquiera toque estas teclas que ya tengo que soltar.



Ángel de Arriba Sánchez
El Escribidor del Tormes

























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