jueves, 28 de noviembre de 2013

Al otro lado del texto

Cada vez que la boca se me tuerce y se me
posa un noviembre húmedo y lluvioso...
Comienzo de “Moby-Dick”
Herman Melville

 
"Una mañana de noviembre".
Ilustración de Quint Buchholz.
Mañana, 29 de noviembre de 2013, es el día que han declarado como el día de la Librerías.
Esto para mí es una alegría, y, como toda alegría merecida, agridulce, por lo que ha costado merecerla; que no ha caído de cielo, vamos,  y en todo caso una cosa que me da qué pensar y qué escribir.
Resulta que este día será para mí uno de mis 5405 días de librería. No es que haya vivido tanto, aclaro  como si hiciese falta, no, pues el dios que se ocupa de esas cosas conoce torturas, pero aún no ha intentado la de que alguien sufra el despropósito de vivir tanto. 
Y tampoco es que haya negociado un pacto con el diablo (o con algún político influyente) para  estar por mil países de festejos libreros institucionales, que eso, aunque al principio sea estupendo, como el tener una plegaria atendida, luego ha de convertirse en otro tipo de maléfica tortura.
Nada de esas dos cosas; simplemente me refiero a eso que figura en lo que llaman "Vida Laboral", a la cantidad de días que hice, como pude, labores de librero, en esos obradores de cultura que eran - y siguen siendo, aunque menos- las librerías.
Por cierto, que no sé por qué llaman a la lista  donde computan con lo que te has ganado los garbanzos "Vida Laboral", pues todo el mundo sabe que cuando la miras,  la miras porque la necesitas, y cuando la necesitas es que estás leyendo, todavía con cara incrédula, tu esquela de currante.  
Fueron años, los míos de librero, edificantes, en entrañables establecimientos, a los cuales mañana se les rendirá onomástica de corrido, en el calendario.
Siempre fueron las librerías uno de mis lugares preferidos, a donde me llevaban, sin que opusiera mucho esfuerzo, mis descalzadas tardes de estudiante. En una de ellas entraba, aquí en Salamanca,  y ahí hallaba concilio mi adolescencia tan dolida, allí recibía comunión mi rebeldía de vida, al menos por unas horas, con la hostia ahuesada de las hojas de los libros. Allí conocí la primavera de las letras, en unos  tiempos en que la existencia, cómo la de todo joven, estaba tan desarbolada de certezas. 
Era una importante y longeva librería de la que escribo, y allí había un viejo dependiente, en los sótanos del local, que condescendía. Condescendía con mi monedero y con el revuelo de páginas que le hacía a los volúmenes de los estantes. Y se estaba calentito en aquel lugar, y los sorbos de lectura que daba a tantos libros, me iban calmando las ganas del saber;  a duras penas, como poco sacian también  el hambre, los caldos de la  beneficencia.

 Ilustración de Quint Buchholz.
Entraban en aquella librería, los clientes pudientes con su horas remansadas, y los profesores en busca de herramientas que movieran su cátedra, o se elevara. Entraban los bien orlados y miraban las estanterías con cara de suficiencia, y los estudiantes, que aún trajinabas su orla, se llevaban los libros como quien se lleva un azadón para su huerta. 
El viejo dependiente era de pueblo, y sin más diploma que los años en el establecimiento. Les hablaba a cada uno de los textos que le demandaban como si los conociera, como se solía decir, desde antes de que marcharan a la mili. 
Se sabía el linaje de cada título: si eran de buena pluma, de edición nombrada, de casa reputada, si habían llegado trajeados en tapa dura de tela, o con los informales vaqueros de la encuadernación en rústica; de su venturoso o desventurado pase por sus estantes, y de si estaban agotados, o de pedirlos vendrían, aunque de manera lenta y pesarosa como avance de recua de mulas.
Era entonces mil novecientos ochenta y tantos, y nadie conjeturaba siquiera con trastos portátiles, ni que a los libros les iba a dar con el tiempo, por batir sus alas, hacerse aéreos, echarse como gorriones al aire, y abandonar los nidales de los clásicos estantes. 
Era todavía el papel como un ancho ágora, era la celulosa olorosa como rosaleda de letras, era la letra de molde hiriendo la hoja como manos de amante lascivo la piel de la amante entregada. Era el polvo bailando en la lanza de luz que entraba por las ventanas de las bibliotecas municipales. Era la hojarasca sonora del silencio de la lectura, y del claro susurro de los párrafos entre las manos…Eran, en fin, horas de leerse la vida en la noche, en un cuarto de alquiler, bajo la luz de una bombilla de 60 w. sintiendo la fiebre fresca de un resucitado.
Para continuar la lectura iniciada en esa solitaria habitación, desestimé muchas noche el alterne estudiantil. Bueno: para eso, para algo que no voy a contar, y para pillar a tiempo la música de Pink Floid en el inicio del programa de radio "El loco de la colina", del estupendo Jesús Quintero. 
Hablo de tiempos en los que adquirí “Cien años de soledad” de García Márquez en la feria del Libro de la Plaza Mayor, o “El nombre de la rosa” de Eco, “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, “Memorias de Adriano” de Yourcenar, "La insoportable levedad del ser" de Kundera… Obras éstas que estoy aguardando a que se me olviden, para tener el placer de volverlas a descubrir, o acaso porque tengo la inconfesable esperanza que me lleven de regreso a mi juventud.
 Supe un día que los parques eran buen lugar también para leer, y para ver pasar por allí a damas con perritos, como salidas de un cuento de Chéjov. O cándidas estudiantes, que aún recuerdo con la boina francesa, como escapadas de un poema de Neruda.
 Y también comprobé que en los cafés, poner una descompostura lectora dejaba buena instantánea, y era buen inicio para pelear mujeres.  Así que me puse polo negro de cuello alto, y harta chaqueta gris de pata de gallo que había sido de mi padre, y esperé se cumplieran los conjuros leídos en tantos textos, y vistos en tantas películas. Y, sí, alguna vez acertó el cliché, y mi libro sirvió en ocasiones para hacer de almohada y desayuno a  trémulas lectoras de la carne.

De librero,
Feria del Libro, en la PLaza Mayor
de Salamanca. Mayo de 2004.
Luego vine a ser librero, y ni yo, ni ningún conjuro lo hubiera podido fiar años antes.
Aquello sucedió en los mejores párrafos del cuento de mi juventud. Entré a trabajar en un establecimiento donde el rótulo de "Librería" andaba a empujones encima de la puerta con los otros. Enseguida supe que estaba en una "Papelería", en una "Imprenta", una "Encuadernación", y ya, como condescendencia a pariente pobre, también  en una "Librería".
Así lo habían querido los noventa años de la institución. Así, también, lo habían requerido los recientes y pasados tiempos históricos de permanente hoja en blanco, en los que nadie se atrevía a signar su signo, y menos en un libro público.
El negocio -me dijo su gerente y propietario, (que era un veterano militar), había estado durante la larga posguerra de la contienda incivil, en conseguir el papel. 
Me contó de los innumerables, largos, y nocturnos viajes ferroviarios, para acercarse a las papeleras del norte, las de Tolosa, y las de Cataluña, y conseguir así algo de papel por estas mesetas de Dios, y nuestras.
Escaseaba todo menos el miedo, y faltaba  la materia prima para imprimir los formularios municipales, las cartilla, los carnets, u otros papelajos necesarios en aquella vida tan reglada.
Conseguir unas resmas de papel para partirlas, pautar las hojas con una o dos rayas, y encuadernado para venderlo en cuadernos, era una odisea. Gracias a su estatus y a la repleta billetera de piel, mi jefe ajustaba algunos envíos que se hacían de rogar para que llegaran, y cuando llegaba, bautizaban con los tipos de molde de plomo o de madera de boj si eran carteles, lo recibido, esos pliegos de cáñamo y vaya usted a saber qué más, que intentaban parecerse al buen papel de otros tiempos.
Y lo de leer, pues, sí, me decía el viejo coronel, se leía, pero los textos devocionales que venían de las imprentas de los frailes y, por ahí, no se podía meter mano. Un día, ya al final de aquella librería, recuerdo que convinimos con unos vinos de por medio, que todo era asunto de fe, y que habiendo fe, que llega de arriba: para qué necesitaba nadie transcripción escrita de los hombres. Luego se soltó, y me dijo que había sido, precisamente, la duda, la disidencia soterrada de las nuevas generaciones, y sobre todo la prohibición, la que había hecho que se  compraran libros, esos objetos que en su negocio habían sido los convidados de piedra. 
La “Historia de la Guerra Civil española” de Paul Preston -me confesó- había sido de los más vendidos. Libro éste que consiguió casi de estraperlo, y albergó bajo el mostrador, y que sólo se daba a amigos, o a quien se mostraba por encima de sospecha de delación. De varios títulos de los que tuvo, me habló de “secuestro”, que eran esas expediciones que hacían- siempre fuera de la hora del pincho funcionarial- hombres visitadores de librerías, y que requisaban los libros proscritos por el régimen. 
Y que se supiera ya era lo mismo, pero fueron muchos, casi todos editados en Argentina o México,  los vendidos de esa manera. Pues aunque él fuera militar, el negocio necesita que se le baile su comparsa...
 No me lo dijo aquella vez, pero yo se lo noté, que los años de oficio, le habían puesto en la pechera, sin pretenderlo, la medalla del orgullo: la de ser considerado, después de todo, el gran librero, el gran sembrador  de esperanza de la ciudad.
Estábamos entonces en los postres del siglo XX, y había hambre todavía por los dulces de los libros. Las librerías se llenaban como las confiterías y todos degustaban lo dulce de las confidencias oscuras de las letras. Buen negocio era entonces, buen mercado el atender la carencia de decenios del sabroso libro de buen y terso papel. Hambre natural tenía el estudiante, hambre también el obrero acaso para dejar de serlo, hambre de gloria más dorada el catedrático… y con tanto apetito, había febril traqueteo de baile en las alemanas máquinas de Offset de las imprentas.
Año 2001, en la extinta imprenta segoviana "Viuda de Mauro Lozano",
junto a mis compañeros cajeros, tipistas y encuadernadores del taller.
En los buenos tiempos, llegaron a ser 40 trabajadores.
Pero nadie le dijo a las librerías que un paquidermo nuevo las devastaría. Fue la fotocopiadora, con su hambre voraz de zampar hojas libradas. Nadie les advirtió tampoco que al monstruo aquel le habrían de salir alas, y que ya sus palomares no serían los únicos lugares de incubación del sueño de la letra.
Hace algo más de un año escribí lo que sigue, y que envié a un periódico local; ellos lo publicaron:
 Réquiem por las librerías
Si los resucitados de otros tiempos se pasearan por nuestras calles, poco reconocerían. Sucede que a las ciudades les gusta remudarse; ocurre que la Salamanca de una generación, aun siendo la misma, es distinta de la que conoce la siguiente. Uno se sabe mayor cuando siente la falta - como dientes caídos - de los lugares en los que se aprovisionó de sus vivencias. Así un día dice: ahí estaba la librería Calón, Núñez, Plaza, Portonaris, o Aniceto.  Los ojos jóvenes dejarán de golosear el escaparate de los chuches para mostrarle indiferencia, y él se sentirá un poco extranjero. Y es que estos tiempos son más de  endulzar las horas con las golosinas que con el agror de las letras. Y qué le vamos a hacer: también los antiguos supieron de muchas librerías en la calle Libreros. Descansen en paz. Gira de nuevo la tramoya, cambian una vez más el escenario; hemos de seguir narrando en el  libro de la ciudad el drama o la comedia de nuestras vidas.
La Gaceta Regional de Salamanca,
11 de marzo de 2011.

Así también me quiero ir hoy: sin escabullirme por el foro, pero con un giro de tramoya.
Será un nuevo día de las librerías; por ello empezó este post.
¿Qué será de ellas ahora que nadie prohíbe nada, ahora que no hay que peregrinar los sueños, sino que te llegan a tu sillón de orejas enlatados, a una sola tecla del embotamiento?
Es su día, es el mojón puesto en el año para recordar esos lugares, esos sitios, esas pilas bautismales, esas despensas de creatividad, esos enclaves de encuentro, esas trastiendas de revolución, esas cuevas del tesoro de la imaginación…
He de irme ya, que siento este noviembre más húmedo que de costumbre. Tal vez no haya zarpado aún el navío de Melville, y el capitán Ahab me quiera dar oficio de grumete en su navío.
He ido tecleando  cada letra de esta entrada a lo largo de una mañana muy fría. Me voy tranquilo porque siguen existiendo los imprescindibles protagonistas de siempre: alguien que escribe, y alguien como tú, que lo está leyendo al otro lado del texto, sea el que sea su soporte.
Para ti este  escrito registrado con etéreas letras digitales, limpio, sin manchones de tinta, sin el olor de las hojas que recordaba a los besos de pasión, sin el tacto amigable del papel, sin la cola que encuaderne estas páginas de aire, aunque, espero, no sin el sabor del extraño maridaje culinario del futuro y de la nostalgia.

Ilustración de Quint Buchholz.


Sí, ahora lo he sabido sin asomo de duda, ha sido  al ver tu sonrisa: la magia de la lectura continúa.
                                                                 









Nota: Sois much@s los que me habéis comentado la imposibilidad de dejar vuestros comentarios, o lo habéis hecho a través de Google+, a donde apenas voy, pero que iré más...
A dos días de haberlo escrito, o reescrito, más bien, es uno de los posts que más han gustado, así que muchas gracias a cada uno de los lectores, y a l@s que me habéis hecho llegar vuestra opinión.
He cambiado el formato del blog, y ahora, en éste, más tradicional, sí, podéis dejar vuestros comentarios...

2ª Nota: Hace un año hice un post, con el mismo motivo: "El día de las librerías", que titulé: "Un noviembre húmedo". Pero ha pasado un año, y lo  leyeron numerosas personas, y me dieron su opinión, y de algún modo, he cambiado el tinte nostálgico que tenía aquella entrada. Esta es la riqueza de un blog: el intercambio. A la hora de querer reeditar el viejo texto, eran tantos los cambios que he optado por hacerlo casi nuevo. Hoy creo que el futuro de la lectura es más esperanzador que nunca, y con las nuevas tecnologías arriban nuevos lectores, y nuevas maneras de escribir y de leer. Aunque esto, como otras tantas cosas, sólo el tiempo nos lo certificará.
Hasta la proxima, Amig@s  lectores.

2 comentarios:

Ludymila dijo...

Las librerias tambien son uno de mis lugares favoritos. besos

Ángel de Arriba Sánchez dijo...

Gracias por tu testimonio, Ludymila, me alegra que compartamos gustos...Un afectuoso saludo.