jueves, 11 de julio de 2013

El ladrón de cerezas

“Mi madre dice desde el mirador de la casa varada, apacíguate: 
Quédate aquí, no crezcas que es peor”

 Carmen Martín Gaite




Ilustración de Quint Buchholz ( Buch mit Zunge)
El verano, como todo el mundo sabe, es el tiempo de la carnosidad frutal de la cereza. 

Luego, hacia su final, llegarán otras frutas al remanso del otoño; acaso más dulces, más dormidas, más asentadas. 

Todas las historias sobre la adolescencia se parecen, y las que sucedieron en el verano se asemejan aún más; así que no veo por qué esta mía ha de ser distinta. 

Pero intentaré tomar una frase, por ver si esta se engancha con otra, que a su vez agarre a otra más, un poco como hacen los rabos de las cerezas cuando se las quiere sacar de una cesta.

Hace más de treinta años que no como cerezas; son para mí el fruto prohibido.

El asunto ocurrió una tarde de principios de julio, cuando el verano, al que habíamos recibido como un monarca benigno y deseado, comenzaba a convertirse en un tirano de fuego. Andaba yo por los trece años, y si me pusiera nostálgico, diría que aquel fue el verano en que se me acabó la niñez, y aquel, el enorme cerezo del Tío Lesmes, el árbol prohibido que me arrojó del paraíso de la infancia.

Es muy socorrido acogerse al mito del Edén para cantar las excelencias pasadas, aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero no, los años que me habían llevado hasta el momento en que me encaramé al frondoso cerezo, no habían sido precisamente idílicos. 

Pero yo no lo sabía, pues eso es el paraíso: una especie de benévola idiotez, y por entonces estaba ocupado, como bien sabía la madre de Carmen Martín Gaite, en la terquedad animal del crecer. 

Y crecía con la certeza y ceguera vegetal de los sarmientos en las vides. 


Desde el balcón.Dibujo propio. Año1990.

Era ya un buen mozalbete, aplicado comedor de patatas y, decían, trabajador y buen estudiante. Aquel curso me había propuesto un hito escolar y lo conseguí. Se trataba de arrancarle a don Teodoro, el tacaño maestro, un sobresaliente en los exámenes. El hombre se jactaba de que en sus veinte años de sufrido docente en aquel exilio rural que le parecía nuestro pueblo, no había concedido más que dos sobresalientes a otros tantos alumnos. Aquel era el tercer año que cursaba con él y aquel curso era el de 7º de EGB. Ya le había arrancado con mis exámenes un puñado de calificaciones de “Bien” y algún que otro “notable”, sobre todo en Lenguaje, por mis redacciones y poemas, a pesar de mis garrafales faltas de ortografía. También me gustaba la Historia; aquel revolutum de fechas, tratados, batallas y personajes de nuestros libros de texto. 

Y el examen de Historia era el último que aquel año haría. Lo recuerdo bien: era la mañana de san Juan, y durante toda la noche estuve estudiando en mi cuarto, desoyendo los consejos de mi madre de que descansara y madrugara, y los sobornos de los de mi pandilla de que bajara a la plaza a ver la hoguera. 

El examen final era de todo aquel mamotreto de libro de Historia de España: desde antes de la Iberia de los romanos, hasta las primeras arenas movedizas de aquella tierna “Transición Democrática” en la que se deslizaba el país. 

Nuestra casa estaba junto a la Plaza Mayor del pueblo, donde los vecinos habían apilado enseres viejos, trastos y todo aquello de lo que se querían deshacer para hacer la hoguera oportuna. Yo pasaba de lección en lección oyendo el crepitar del fuego desatado en la noche, el regocijo de los chiquillos con las llamas, la voz líquida y extintora de advertencia de las madres, y sobre todo oliendo el humo prófugo y lastimero de todo lo que ardía sobre la indiferente mirada de las estrellas. Allí, sobre una adusta mesa, frente al libro, me aguantaba las ganas de bajar a la plaza a saltar las brasas moribundas de la hoguera como estaban haciendo mis amigos con gran regocijo. 

Me presenté a la evaluación sin haber dormido en toda aquella noche de fuego. 

Foto propia. Monumento a Carmen Martín Gaite,
en la salmantina Plaza de Los Bandos.
En aquella época no se estiraban las preguntas tipo test, y aunque las hubiera habido, a don Teodoro le hubiera dado lo mismo, pues su estilo de cuestionario era invariable: cuatro preguntas directas que había que contestar con la mayor exactitud, y luego el temido tema a desarrollar. 

Cuando yo me asomé al folio de las cinco preguntas de la prueba aquel día, debía tener la misma concentración y tensión que un nadador olímpico al borde de la piscina, o un corredor en la salida de los 100 metros lisos, o que un ciclista ante una cronoescalada… 

…Y el mismo hambre, pues era mi última oportunidad en aquel aula y no había obtenido mi medalla. 

Y ¡Pannn…!, el pistoletazo de salida. Las cuatro primeras preguntas me las sabía, y ¿cuál era el tema a desarrollar cuya puntuación era la mitad de la prueba? 

No había problema, había tenido suerte, uno de mis favoritos: Los Reyes Católicos y su época. 

Diez páginas, creo, que le arreé al maestro sobre el tema aquella vez. Me hice un esquema en un papel aparte de lo que le quería contar. Empezaba por la genealogía de Fernando e Isabel, o viceversa, pues ya se sabe que tanto montaba uno como el otro. Sí, me hice un diagrama de flujo con los datos como quien apila madera para una hoguera. Escribí un poco del emperador Carlos V y de los rebeldes Comuneros de Castilla. En estos antecedentes de la época, me sentía lento, sin brío, y mi prosa avanzaba pobre como llama de candil. Luego me crecí, y oía el galope del fuego en mi mente, y el bolígrafo Bic parecía un látigo sobre el papel. Conté del Gran Capitán Fernández de Córdoba, de Cristóbal Colón, del Nuevo Mundo y de Pizarro y Cortés. Sentía sobre mi cabeza una lengua de fuego, y le llegó el turno a los judíos y moriscos y a la Inquisición, y entonces todo se llenó de humo y del lastimero olor de lo que ardía… 

Después, cuando decaía mi fulgor escolar, era tiempo de nombrar Granada y las lágrimas de un moro chico que son buenas para apagar fogatas, y aquí parecía que me ponía de parte del perdedor

Pondría todo lo que he dicho, supongo yo, pues es imposible acordarse, para que consiguiera mi sobresaliente. 

Pero ahora sé que lo que realmente escribí sobre aquellos folios sin ni siquiera saberlo, es lo que cada miembro de cada generación responde cuando llega el primer momento en que la vida, implacable examinadora, le somete a prueba. 

Acaso lo que respondí sin responder, fue que me rebelaría contra el padre y los orígenes, fuese emperador o no, y que me haría comunero de lo propio. Que sería noble como los héroes de los libros de texto; que descubriría un nuevo mundo contra todo pronóstico; que conquistaría y sometería los nuevos “Dorados” de la experiencia con un exceso de vigor; que expulsaría a lo extraño al empuje de mi sangre y haría también piras de intransigencia; que saltaría insultante sobre las brasas de todo pasado, y que al cabo, terminaría llorando aquello que no hubiera sabido mantener… 

Por lo demás, aquellos veranos eran tiempo de hacer casetas en los bosques, de dar pedradas a los niños veraneantes, de baños en el río, de robar fruta, de bicicletas, cómo no, y poco más. 

Con mis buenas notas, me las prometía muy felices para abandonar al curso siguiente el pueblo y todo aquello, pues se me procuraba una beca para la Universidad Laboral de Gijón. 

Foto propia. Mi vieja calle en Sequeros, Salamanca.
Todo esto ocurrió en Sequeros, un lugar de la Sierra de Francia salmantina, pero podría haber sucedido en cualquier otro lugar; como te ocurrió a ti, supongo, a la misma edad.

Pero aquella tarde de julio que ha ido enganchando los párrafos hasta aquí, bajamos al río del pueblo vecino, Las Casas del Conde, y cuando la tarde ya resoplaba cansada como una vieja caballería, y nosotros regresábamos, entramos en el huerto del Tío Lesmes a robarle las mejores cerezas de la Sierra. 

Y no, no fue una astuta serpiente la que encontré en aquel viejo cerezo y me engañó y me arrojó de todo aquello. 

Aquella noche tuve un cólico que las manzanillas de mi madre no pudieron aplacar. 

Apendicitis, dijeron en el hospital de Salamanca, a donde me llevó volando el viejo 1500 pintado de negro y con franjas amarillas que era el taxi del pueblo. Pero no sólo era eso, sino el viejo “Cólico miserere” (Apendicitis), ese engaño de los intestinos que a tantos había expulsado de la vida en el pasado. 

Sobreviví, Deus laude. 

No sobrevivió la vida que conocía, ni la que esperaba. 

De lo de Gijón no se volvió a hablar. 
Al curso siguiente dejé la escuela, y comencé a trabajar en una ciudad lejana; en casa hacía falta el pan, la sal, el sudor. 

Seguí creciendo, nada pude hacer, y siguieron llegando puntualmente los veranos con su terquedad estacional.

No perdí la afición de saltar tapias, de asaltar huertos, de robar frutos;  pero entonces eran solo los de la amada. Me agazapaba a la moza y buscaba la carnalidad frugal de sus labios, y entre el ramaje de su aliento saciaba mi sed, y le buscaba entre los dientes la lengua, como quien encuentra el pipo de la cereza y se entretiene. 

No hace mucho  pasé unos días de julio en Sequeros. 

Bajé a La Casas del Conde;procuré bañarme en el mismo río para llevarle la contraria a Heráclito; subí por el mismo camino ahora poco fiel por el abandono; busqué el huerto, aquel mismo cerezo de antaño… 

Pero no lo encontré, y sí: el río en el que me bañé no era el mismo, y sus espumas se reían de mí como un viejo baboso. 

Tampoco era Sequeros ya el pueblo mío, ni había huertos que hurtar, y ningún  cerezo supo reconocerme... 

Acaso todo lo dicho hasta aquí no ocurrió, como no te ocurrió a ti algo parecido alguna vez. 

No pasa nada, estoy acostumbrado, hace tiempo que sé que tarde o temprano la vida, la muy jodida, termina por colocarnos cada verano un suspenso por haber crecido.

Ángel de Arriba Sánchez
El Escribidor del Tormes


Jóvenes sequereños y serranos por aquellos tiempos.
De izquierda a derecha: Clemente, mi hermano Luis, (?), Enrique, Tinín y su hermano Manolito.
El que está detrás, tal vez  fuera Santiago, hermano de Enrique.


Para todos los amigos de la infancia
y juventud en Sequeros, en la Sierra de Francia,
especialmente para "Manolito", taxista en La Alberca, que se nos ha ido en estos días, y para su padre Manuel Martín Ciudad, que fue el taxista de Sequeros de este relato, 
y que si aquella noche 
no hubiese volado hasta Salamanca, tal vez
no os hubiera contado esta historia...

Salamanca, 24 de agosto de 2013

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por hacer que los días serranos vuelvan con tu relato. Te felicito y animo a seguir soñando y haciéndonos soñar caminos...Una amiga serrana.

Ángel de Arriba Sánchez dijo...

¡Qué alegría, una paisana! Gracias, se hará lo que se pueda... Un abrazo.

Un serrano dijo...

Gracias Angel por acordarte de nuestro Manolito.

la insoportable levedad dijo...

Qué hermoso relato, si es que puede emplearse ese adjetivo, vivo, ágil, creíble, metafórico. No es común encontrar en esta biblioteca virtual que recorremos sedientos textos como el tuyo. Una alegría, de verdad! Un saludo desde la Argentina, aquí no teníamos cerezas, sí mandarinas o granadas para comer con los amigos del barrio.

Ángel de Arriba Sánchez dijo...

Gracias Adriana por tu comentario. De verdad me alegran mucho tus palabras y son un estímulo para seguir contando.Qué bonito compartir mandarinas y granadas con los amigos en la bella Argentina...Leeré tus letras en tu blog, celebro conocerte, un afectuoso saludo...