Ilustración de Quint Buchholz. |
Me llega ahora en su mesa de trabajo, sentado en el butacón demasiado gastado por la lija de tantas horas, ojeando el vespertino diario de la provinciana ciudad nuestra.
Es el momento del café: solo, fuerte, un único terrón, la minúscula
cucharilla de alpaca, la jarrita con el agua fresca. Entonces aporreo la
puerta: un par de golpes secos, marciales, le dejo dicho a mi sucesor cuando me
licencio.
Entraba
en aquel despacho cuando la luz de la tarde atrapaba los objetos de la estancia
en sus telarañas de sueño. Dejo la bandeja en la mesita supletoria. ¿Ordena algo más, mi capitán…? Nunca
contesta. Salgo luego diligente, para no quedar anegado por el torrente del
silencio roto que
comienza a reunirse raudo como,
me imagino, hicieron las aguas tras el paso de Moisés.
Sí, a menudo rememoro el trecho de tres a cuatro de la tarde de
aquellos días de manera un poco nostálgica, como quien ve una vieja secuencia
de cine, aunque siempre se me representa aquella escena nítida, bien perfilada,
tal vez por haber sido esmerilada en mi memoria cientos de veces.
Creo
haber dicho que la mente tiene caprichos y que por capricho recuerdo todo esto.
Lo primero es bien conocido; en lo segundo he mentido. Es la necesidad la que
me trae la escena en este momento en el que escribo en una habitación de un
palacete ruso.
¿Y
qué hace un español, viejo bedel de Diputación provincial, en un lugar tan
remoto en un día de Navidad del fin del siglo veinte?
Pues
verán: la historia viene, como vienen con sus meandros todas las historias que
merecen la pena ser oídas, de los manantiales del tiempo.
Resulta
que mi madre sirvió, cuando joven, allá por los años treinta, en casa del general. Más bien en la casa de su
familia, pues él andaba todavía en eso de ganarse el despacho de la Academia.
Decía mi madre que era muy buen mozo, aunque matizaba que entonces a ellas, a las criadas de dieciséis
años, cualquiera se lo parecía vestido de cadete. También decía que puede que el hijo de sus
señores, aunque siempre educado y amable, fuera un poco estirado; un poco más
estirado que los demás cadetes, quería señalar mi madre, como si el uniforme
que él lucía fuera en realidad de duro
esparto. Y buen molde hubo de ser aquel uniforme, pues bien tiesa le he conocido
siempre la figura, desde que hace ya tanto me pusieran a su servicio.
Así lo procuró él cuando mi
madre se lo pidió, en los tiempos en que faltaba poco para que yo entrara en quintas.
Mi familia se preocupaba por el poco provecho que me adivinaban. Poco provecho saqué de mis días mozos,
siempre rodando y sin que nada me diera asiento. Un tiempo anduve
embadurnándome las manos y los días en un taller mecánico, pero el oficio
resultó no ser lo mío. Me dio después
por unirme a un club boxístico; deporte
que por entonces hacía furor. En aquello anduve algunos años, y aunque no pasé
de ser sparring de todo aquel que tenía o quería tener un nombre- poco más que
un saco al que zurraban-, no puedo decir
que aquel ambiente no me gustara. Sobre todo disfrutaba cuando viajábamos a
otras ciudades, lo cual era muy a menudo, para participar en combates en plazas
de toros, descampados, ferias y en terrosos campos de fútbol. Sacaba mis buenos
cuartos de los golpes que encajaba en los previos a la hora del gran combate de
las figuras del boxeo. Además, como a las chicas aquello del ring las tentaba y
aunque yo, la verdad, siempre he sido bocado de mal tragar para las mujeres, muchas
fueron las horas que disputé en el cuadrilátero de las sábanas.
Obra del pintor filandés Akseli Gallen-Kallela. |
Pero en resumidas cuentas: de todo aquello no me llevé más que la nariz rota, una gran cicatriz en la ceja y el nombre, pues aunque Enrique Bravo me bautizaron, no me encontrarán si no preguntan por Pistón.
Ya no me acuerdo si lo de Pistón me vino por mi
forma de pelear, pues dicen que
movía los brazos como esa pieza de
mecánica con la biela, o por lo que se reseñó en una gacetilla después de que noqueara a un
oponente en una de mis primeras veladas. Quien aquello escribió, comparó mi
puño izquierdo con el fulminante de un fusil que también dicen pistón. El caso es que me quedé con el
motecillo y hasta ahora. En la gacetilla se puso también, en las únicas líneas que sobre mí se han escrito, que
apuntaba maneras de buen púgil. A veces
pienso que de haber seguido lo hubiese conseguido; pero el caso es que llegó un
momento en que me pareció que los golpes eran una mala pedagogía para aprender
las cosas, y buena hora resultó aquella en
que abandoné aquel mundillo.
Ya
por entonces mi vida andaba un poco
descarriada como consecuencia de aquel ambiente. Fue cuando mi madre saltó a la lona de mi vida y
me vi obligado a tirar la toalla. Como a mí nunca me vio la buena mujer talla
para la sotana como a mi hermano mayor,
se las apañó para que entrara en el cuartel. Así que después de la
necesaria instrucción guerrera, acabé de camarero en el bar de oficiales del
Regimiento de Artillería, bajo el ala del capitán Antonio Moragón..
Pero
la milicia tampoco resultó ser lo mío, y gracias de nuevo a su mediación, me
dieron un puesto de ordenanza en la Diputación, y de mandado en mandado,
aguantando los puños de la rutina entre las cuerdas institucionales, se me han
ido los años como el rostro a los santos de arenisca de los claustros.
Era
verdad que el apuesto capitán tenía mucho empaque, y en el tiempo en que estuve
a sus órdenes no hallé resquicio para
entrarle en el alma. No diré nada malo de él, porque no podría hacerlo sin
resultar desagradecido, aunque hay que
decir que a todos nos parecía de puro justo, cruel; por serio en exceso,
pétreo, y en una palabra, de tan inquebrantable como se nos mostraba: odioso.
Por
ello lo ocurrido últimamente a todos les parece extraño.
Casos no han faltado en nuestra ciudad de hombres rectos
como vigas a quienes han apolillado los caprichos y la locura de la vejez, pero
nadie lo hubiera dicho en el caso de este hombre; nadie hubiera podido adivinar
lo sucedido al general Moragón, nadie, digo, excepto yo.
Uno
de sus hijos vino a verme hace unos días. El caso de su padre no se sabía, pues
la familia lo llevaba con mucha cautela. Tampoco sabían ellos si la
desaparición del abuelo, de 81 años, en Moscú, obedecía a un rapto de la mafia
de por allí enterada de sus asuntos, o a la demencia del anciano o a la fuerza
de cualquier otra fatalidad aún peor. Por no explicarse, los descendientes no
se explicaban tampoco el empeño insobornable que había puesto el anciano en
acompañar a la delegación comercial de la fábrica familiar a tan lejanos
territorios, ni la súbita llegada de las cartas rusas que un día, sin más,
comenzaron a llegar con abultados
pedidos de juguetes que ellos fabricaban, pero sobre todo: de sus afamadas muñecas.
Pero
según me iba contando detalles su hijo, actual gerente de la fábrica de
juguetes que su padre fundara en 1944, a mí se me fue formando una idea clara
de lo que había pasado. Supe el paradero del viejo general y todo el embrollo
ruso que había armado. Pero aunque tranquilicé a los familiares, nada les dije de
lo que se desveló en mi interior.
Muy
desesperados debían de andar los familiares, o muy tranquilizadores le hubieron
de parecer mis ojos con el barrunto que me acababa de nacer y que en ellos
flotaba, para que aceptara todas y cada una de mis condiciones sin rechistar.
Hace años que paseo las tardes con el general por la alameda del río. Hasta
entonces, debido a las ocupaciones de cada cual, apenas nos habíamos visto en
los años. Él siempre fue vigoroso y nada hacía prever el decaimiento en que se
enredó cuando murió su esposa y al poco su hijo mayor y una nieta en un
accidente. Ningún hombre sabe parar la mengua de su cuerpo cuando estas cosas
suceden, ni el derrumbe de su espíritu altivo, como nadie supo de la leve pero fatal mano de la grafiosis sobre
los centenarios olmos de nuestros parques.
Mucho
parecía buscar desde entonces mí compañía, pues se sentía un poco solo, me
confesó. Sus hijos atareados con los negocios que cada día eran más prósperos,
los nietos repartidos por medio mundo y sus antiguos camaradas de armas y
tertulia en el Casino, habían tomado, como me repetía, la mala costumbre de
dejarse morir. Así que a los pocos meses se me destiñó el respeto timorato por
su rango, y no sin que casi me lo impusiera a bastonazos, comencé a llamarle
Antonio y a labrar con él una amistad como acaso no he tenido con ningún otro
hombre.
Y
eran esas charlas caminadas las que rememoraba mirando por la ventanilla del
tren que me llevaba a San Petersburgo, observando la llaneza, la sobriedad y la contundencia
de la tierra helada.
Así
también, con velocidad, extensión y hielo, observaba el general su vida cuando
a mi me la relataba. Así
recordaba los días de espanto de 1941, cuando siendo un teniente artillero,
avanzaba también hacia la ciudad de los zares, entonces llamada Leningrado, con
la División Azul en el invierno más gélido del siglo. Y el frío hubo de ser tan
intenso, que casi sesenta años después, cuando me hablaba de aquello, el hombre
aún tiritaba.
Y
por lo que me había ido revelado en nuestros paseos, es por lo que yo estaba en
Rusia. Por lo que había despistado en
Moscú a su nieta Juana, jefa de la delegación juguetera, y los
detectives que había contratado y hasta la propia policía moscovita, y viajaba a toda velocidad hacia el pasado.
Me
dirigía a aquí, a la ciudad de Rogatino, a unos ochenta kilómetros del actual San Petersburgo, no lejos tampoco de la ciudad de Nóvgorod. Aquí, en un palacete
del siglo diecinueve convertido en hotel, y en la distante, cálida y risueña Cádiz,
está la clave de esta historia.
Muchas
veces me habló el coronel de la “zurra” que les habían dado los rusos en
aquella guerra, y de lo bravos y fieros que habían resultado ser los rojos
defendiendo su tierra helada.
Sofía Serguéyevna Troubetzkoi, princesa rusa, casada con el duque de Sesto, quien introdujera en 1870, la costumbre del árbol de Navidad en España. |
Él
pertenecía entonces al único regimiento de artillería de aquella división. Estaban
con sus baterías lejos del frente, haciendo sus parábolas de fuego sobre la
tropa. En diciembre de 1942, eran ya muchas las semanas que, cada pocos días, había
llegado hasta sus posiciones un sidecar alemán siempre con la misma orden:
retirarse ordenadamente quince kilómetros.
Hasta que en vísperas de la Navidad
llegaron a Rogatino. Los mandos del regimiento se instalaron en un arrasado
palacete rural, y aquella noche al teniente Moragón le tocó el mando de la
guardia. Me dijo que las bajas en los artilleros se debían más a las
borracheras, peleas y suicidios entre la propia tropa, que al fuego enemigo. Al
parecer, las batallas que la desesperación y el alcohol libraban en cada hombre
eran más cruentas que la atrocidad real que vivían cada día. Pero no eran los
españoles los principales culpables de aquellas noches de horror, sino los
voluntarios nazis de otros países, suecos, noruegos, y otras gentes nórdicas
con las que coincidían en su retirada.
Haciendo
su ronda, el joven teniente oye unos gritos desproporcionados entre los
aullidos acostumbrados de las noches de campamento. Descubre que proceden que
una casa cercana al palacio, dentro del terreno vallado del recinto. Según
se acerca con sus hombres, oye grotescas
risas, desgarradoras palabras salpicadas de llanto, y lo que no le ofrece dudas: disparos. Dentro de
la casa, una enloquecida soldadesca se divierte con dos mujeres con las ropas desgarradas. Son
miembros de una partida de partisanos que fueron sorprendidos en acciones de
sabotaje. Por los hombres apresados no pregunta; ve por una ventana sus cuerpos
derritiendo el terco suelo de la tierra.
Esto,
me dijo el general cuando me lo contara, sólo lo había relatado otra vez, sólo
a otra persona, y ésta no había sido su esposa. También, que de lo que había
sucedido en aquella casa no se arrepentía. Nada le pesaba tantos años después el
haber disparado contra aquellos hombres, cuando, negándose a parar su desatino,
y en prueba de desprecio por el mando de los españoles, habían matado allí
mismo a una de aquellas mujeres. No era nada que hubiera podido contar hasta
entonces y él, como aquella noche sus hombres, habían decidido enterrarlo en el
silencio.
Pero en todos y en cada uno de los años
transcurridos, cuando se acercaba la Navidad, se le aparecía la sonrisa que le
dedicó la otra joven, poco antes de que diera un salto que superó el zócalo de
la ventana rota. Y su voz quebrada también oía, con la que ordenó a sus
hombres no abrir fuego sobre la mujer que corría por la nieve, perdiéndose en
la penumbra de la noche y del tiempo.
Y
el haber dejado escapar a aquella rusa enemiga era algo que tampoco le pesaba, pues lo había hecho sin pensar; obedeciendo a las entrañas, a las que no queda más remedio que obedecer. Y si me lo
contaba a mí, me dijo para terminar, era porque no hacía mucho había creído
identificar aquella sonrisa, y sentir el ágil salto que la vida da a veces,
sobrepasa la alta tapia de la edad, y
sale corriendo hacia la juventud.
Ya
no recordaba él desde cuándo veraneaba en Cádiz. Cada año, la segunda
quincena de septiembre, se alojaba en una de las residencias que el Ministerio
de Defensa tiene por toda España para
disfrute de sus miembros.
En
septiembre del año en que enviudó, al llegar se encontró que por convenios del
Ministerio nuestro con los de otros países, en la residencia se hospedaban un
nutrido grupo de militares de la antigua URSS con sus esposas y familias. A
algunos de los antiguos compañeros de armas del general Moragón no les pareció esto
bien, y en cuanto los eslavos llegaron interrumpieron sus estancias y se
marcharon malhumorados.
Me
decía que a él no le pareció ni bien ni mal. Que veían a los rusos entrar alos
comedores cuando ellos salían, y usar la piscina cuando se sabían solos. Apenas
coincidían tampoco en los salones de lectura, ni en el bar. Los residentes parecían comportase como
pandillas de barrios enfrentados, por lo que por mediación del Capellán, se
organizó una cena común.
Fue
una gran mesa imperial surtida con los mejor de la gastronomía de ambos países.
A los comensales les habían sentado intercalados, como marca el protocolo para
hacer animadas las veladas. Junto a un general ruso había una esposa española,
y al lado de los españoles, una dama eslava. Había algunos viudos, como el
propio Moragón, y lo que les resultó de lo más extraño, solitarias rusas de
alta graduación.
La
compañera de Antonio fue una coronel, viuda como él, que hablaba un español
dulzón y fuerte, como destilado de la caña de azúcar. Se llamaba Sofía Galinova
y en los años setenta había vivido en Cuba. Fue la que hizo de intérprete para
todos, y era común que los comensales descubrieran que muchos años atrás,
habían estado enfrente unos de otros como estaban en aquella mesa. Pero aquella
noche hubo estallidos de risas por los riojas y los vodkas, y sobre los unos y
los otros sólo caían los sonoros cañonazos de sus brindis: ¡ Na zdorovje! ,
¡Salud!, ¡ Na zdorovje! ...
De
Sofía me contó el coronel que tenía los ojos muy claros, la tez muy pálida y
una sonrisa como la que intentó poner a su muñeca más famosa,la que fabricaba desde hacía tanto y
que le había hecho sobradamente rico.
La había ideado a su regreso en 1943, cuando al poco murió su padre y vendió las
seis tiendas de ortopedia que tenían por
toda la región para embarcarse en la locura de montar un taller de fabricación
de muñecas y juguetes. Y una locura fue llevar casi a la ruina a la familia por invertir
en nuevas pastas, moldes, técnicas, traer maestros de otros partes a esta
tierra nuestra con tan poca tradición juguetera.
Pero logró la muñeca rubia de cabellos
sedosos, la de ojos claros como el mar, y sobre todo la de la sonrisa inocente y osada a la par.Locura
fue, ciertamente, en el famélico mercado juguetero nacional dominado por gitanitas,
toreros, muñecas tétricas de ojos saltones ataviadas como enfermeras de
la Sección Femenina.
A
raíz de aquella cena en Cádiz, comenzaron a llegar cartas con pedidos de
grandes almacenes rusos, tantos que para su empresa suponía ya el
20% de sus exportaciones.
Y pocos
enigmas quedan ya para saber las razones por las que esta tarde de Navidad escribe
esto un hombre solitario en una habitación de un palacete ruso, mientras ve por la ventana como unos
niños hacen un muñeco de nieve en una pequeña y cercana casa de labranza.
Pocos
quedan, sí, y ya va siendo tiempo de desvelarlos.
Entre
ellos no se encuentra el que Sofía sea aquella partisana que el general
salvó, aunque bien pudiera haberlo sido. Había combatido también por aquella
zona, y también de guerrillera, pero ella no sabía la identidad de aquella
joven, como acaso nadie la sepa nunca.
Fotografía de la página de Facebook: I Love Winter, que bien podría ser : El Hotel de los Españoles de este relato (Гостиница испанцев). |
La mujer había seguido en el ejército rojo, y ahora, en este deshielo que vive su patria, su hija es empresaria de éxito, y quien a raíz del encuentro gaditano, tantas muñecas españolas está importando.
Y
en este hotel, esperándome para cenar,
fue donde encontré anoche al desaparecido general y a Sofía. “Mucho te has tardado, amigo
Pistón…”, me dijo Antonio apenas me vio.
Esta
mañana me desperté cuando un sol blando y dulce como un mazapán, entró por la
ventana e impactó con su mullido guante en mi deformado rostro.
Después del desayuno se me informó
que un coche me esperaba. Era un todo terreno, pero según recorríamos los
caminos blancos, viendo albura por todas partes, tenía la sensación de ir en un trineo al son de la música de
Tchaikovsky.
Pronto llegamos donde el general. Solo, a los pies de una colina,
contemplaba el gran paraje nevado y me esperaba para desvelarme el verdadero
motivo de mi viaje.
Me
indicó el enclave de sus antiguas baterías divisionarias, allá, en una altura lejana, y
me dijo que dónde estábamos, tras una suave colina, eran las posiciones de los
rojos. Entre ellos había algunos españoles republicanos, y los grupos se daban en
sus escaramuzas noticias de sus nombres y lugares de procedencia, sus viandas y
su tabaco.
Los alemanes les ordenaban bombardearlos, y los muy germanos no
entendían lo malos que eran los artilleros españoles que tantos tiros erraban. Hasta
que se enfadaron y trajeron sus propios cañones y los machacaron día y noche. Y allí
morirían casi todos, sin posibilidad de huida, me decía, pues a los que retrocedían, los
propios rusos, ametrallaban.
Y
en aquella hora supe al fin dónde había muerto mi padre, el que dejara a mi
madre soltera y embarazada antes de huir de la ciudad y unirse a las tropas
republicanas.
Muchos años tardó mi madre en desvelar la identidad de mi padre, y más aún en confiarme el general Moragón que le había conocido, que había hablado con él en estas estepas.
Y esta mañana, lo que sentí viendo toda la extensión nevada donde hubo tanto
rencor y muerte, como en cualquier campo de batalla, fue paz. Como si viera una gran sonrisa en la nieve, la que
todo iguala, la que al paisaje bello hermosea aún más, y a la tierra pobre
engalana, la que como el tiempo remansa, y como él nos cae lenta y suavemente y toda historia termina por serenar.
Sí, era como si el clueco sol eslavo que lucía sobre nuestras cabezas sacara de
las mejillas de la nieve su mejor gesto, y nos hiciera sentir en aquella inmensidad como simples muñecos, como dos de los innumerables juguetes con los que se ha entretenido el siglo que se va despidiendo, y ahora olvidara un poco rotos en cualquier rincón.
Y sin embargo, los dos oteábamos ávidos el horizonte helado, aviesos como águilas, buscando para la centuria que se nos va un poco de redención, y para cada uno de los hombres que dejaron su vida por éstas y otras extensiones, y acaso para nosotros mismos también.
Mirábamos quietos, anhelosos, callados, la extensa nieve como quien observa el ancho manto de sus años, intentando descifrar el sentido de la callada, misteriosa, y siempre benévola muesca que la nieve hace a los hombres de buena voluntad.
FIN
¡Feliz Navidad !