Yo no sé si en
estos Damascos de fuego y trueno, las mujeres bañan a sus hijos con patitos de
goma.
Ignoro también, si
los niños de esas encendidas tierras chapoteaban en la espuma olorosa con
ellos.
Por no saber, no sé
si los padres, viendo la plaga de la época, cuentan a su familia, en la hora
del sol de ceniza, y sobre el pan que les trajo el día, de trayectos por los dibujos de los atlas
escolares.
Y si cumplidas sus
oraciones, se sientan en el borde de las camas de sus niños, y les hablan de
Aladino, de mágicas alfombras en los que huir de la guerra, o de aquel Simbad de marinas barbas y muchos prodigios, u otras mil y una historias para convocar su sueño.
Yo, no sé.
Pero he sabido que
las palomas mensajeras del oriente se
pierden cuando quieren llegar al Canadá, aquel de tantos peregrinos. Y que Europa
duerme y olvida con sus cuentos de metal.
He sabido, sí, un
día, en la hora en la que los gallos hacen gárgaras en su gaznate con la
aurora, y en la que los periódicos nos quitan las legañas, de Aylan Kurdi.
He conocido de
gentes que andan como boyas en el mar de sus sueños, de marenostrums, y de los maresuyos de la
política internacional.
Vi la foto de un
crío al que le había salido la blanca sombra de los héroes, de los
intrépidos, de los que leen cuentos..., de los ahogados. Y me quedé parado;
como tú, como el otro, como casi todos. Me dieron ganas de nadar por las
páginas para saber más, y de gritar pidiendo remedio, y de pedir, que le
pusieran al crío una mantita zamorana, que fuera verde como el trillado verde
de la esperanza, y unas sábanas rosas de franela, que la muerte se nos viene
siempre con los fríos del invierno, por ver si me resucitaba en los ojos.
Y, qué cosas, el
chiquillo, allí, sobre las sábanas de arena, destapado de la manta de espuma, durmiendo
boca abajo, desatijado como quien se revuelve en un sueño que no acaba de
controlar, empezó a resucitar cosas.
Pienso ahora, que
acaso el niño sonreía cuando su padre le llevaba sobre sus espaldas por el
camino de los mapas, cuando vio que su madre Rehan sacaba en el exilio unos
dátiles de su fardo, y el siempre nutricio alimento de su sonrisa.
Acaso, pensaba
también, el pequeño Aylan, viendo el brillo en los ojos de sus hermanos mayores
cuando les subieron al bote de goma, pensó que el gran mar era una bañera, y
aquella embarcación en la que iban, el patito soñado para navegar al fin las
pompas del jabón.
Total: ¿Qué le iba
a pasar si iba con su madre que olía a cedro del Líbano, y a su padre que todo
lo sabía?
Pero lo que no
sabía Aylan, y saben los teletipos, es que estaba llamado a convertirse en un
arquetipo picassiano contra las guerras como del Guernica, en un hito del
fotoperiodismo, en un flash de portada; y la suya, la historia de su madre y
hermano Galip, de otros tres niños y 7 adultos que vomitó el mar en una noche de
septiembre, serían al fin la voz, el grito, dijo Nilüfer Demir, la periodista
que difundió la foto de la playa, de tantos fallecidos en igual odisea humana.
Así, la imagen de un
niño de tres años en la posición de un sueño revuelto, se había convertido en
personaje de cuento de esos que relatan las
generaciones a los suyos cuando la luna se afila en las ventanas.
Y en héroe, pues él,
ha abierto caminos, ha salvado a los
demás de las estaciones estancas. Aylan no alcanzaría a imaginar en su mejor
fantasía, que iría volando en la alfombra de la red que todo lo visita, ni que
haría prodigios políticos dignos de Aladino, ni hazañas marinas como aquel
Simbad, ni que su blanca sombra de celulosa
por los rotativos abriría los despachos administrativos cerrados a cal y canto
por las aduanas.
Ni que su silencio
de goma y sal sería una canción de cuna para despertarnos, a ti, a mí, a Europa, al mundo, del naufragio
humanitario en el que dormíamos.
Publicado en el periódico digital
Salamanca rtv al Día,
Ángel de Arriba Sánchez
El Escribidor del Tormes
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