domingo, 6 de abril de 2014

El desengaño. Final.


                                       ...viene de "El desengaño" 2ª parte.


Ilustración de Quint Buchholz.
Pero entonces, cuando la visita al abuelo en el pueblo,de la que he contado antes, todo me iba bien: demasiado bien. Había construido por toda la ciudad y por todos los municipios de su alfoz. Eran largas hileras de pareados que no entendían de las costumbres del sol ni de las andanzas de los vientos. Sólo procuraba que tuvieran buena vista, buena fachada, rápido alzado y bajo coste de fabricación. 

El sol ya domina ahora la extensión del cielo, y con su luz imparcial juzga a todo lo sobrevivido a la noche. He de terminar este escrito, esta confesión que tengo intención de titular: “A quien interese”. He de apresurarme, pues pronto abrirán los juzgados y no tardarán en llegar sus oficiales para cumplir las órdenes del juez.

Este pueblo está a pocos kilómetros de la ciudad, en un alto que permite ver el perfil soñador de ésta a lo lejos, o tenerla entera casi al alcance de la mano en el espejado aire de después de la lluvia.  Así la contemplé muchas veces en mi adolescencia, sentado en lo alto del palomar, cuando yo me prometía el mundo en un tiempo que era de los otros. Estos terrenos son los mejores del contorno. Diez hectáreas de tierra fértil en una suave pendiente hasta el valle fluvial. Era el lugar ideal para hacer una urbanización de chalets de lujo de segunda residencia. Proyecté pistas de tenis, piscinas, supermercados  y, sobre todo, un extenso campo de golf. 

Pronto conseguí los permisos y calificaciones de antiguos compañeros de correrías juveniles que habían llegado a concejales. Me fue también fácil hacerme con las tierras de los vecinos.  Pero no con los terrenos más importantes, los que constituían el corazón del proyecto. 

Tardé mucho en hacerme con ellos, pues estos eran los  de mi abuelo.

No conseguí, en los años que de vida le quedaron al viejo, que entrara en mi desmesurado proyecto inmobiliario. No pude con  su idea de que al hacerlo traicionaría a sus ancestros. La tierra era sagrada, me decía, y trasmitir a tus descendientes más de la que se te dio era lo correcto, me repetía con vehemencia en cada charla.

Era tanto el trabajo que yo tenía por otras partes, que en años apenas presté atención a este proyecto. Pero no se me olvidaba. A medida que iba yo adquiriendo propiedades colindantes, el abuelo me iba retirando sus palabras. Un día mandé llevar las máquinas para desmontar las tierras colindantes a las del viejo, iniciar algunas construcciones y comenzar el desmonte para el campo de golf. 

El abuelo murió poco tiempo después, y no faltó quien achacará a mi acción su muerte.

La abuela le siguió a los tres meses. No fue entonces difícil convencer a los herederos, a mis tíos y a mi padre, de las virtudes del complejo residencial “Vistas del Palomar”. Comenzamos enseguida la excavación de los cimientos del  núcleo central de la urbanización,  y allí donde la tierra había exudado cereal, la espera de los barbechos  o el alegre girasol, ahora se atragantaba con el cemento y los cantos advenedizos del hormigón. 

Pero empezaron los problemas en otros titánicas iniciativas mías. Crecían los impagos de los clientes, aumentaban mis deudas con los proveedores, y se estrechaba el estrangulamiento reptil que, los otrora generosos bancos, comenzaron a ejercer sobre sus millonarios créditos.

Hasta que todo colapsó. El asunto es conocido y no me demoraré en ello.

Lo he perdido todo. Han sido largos meses de ejecuciones y pleitos que me han minado el ánimo, la fama, la dignidad propia y la salud. De aquel proyecto mío, el más querido, no hay más que unas cuantas dentelladas dadas con ansia a la tierra, un palomar derruido y un tardío lamento. 

Veo ahora, desde esta vieja cocina, la colina llena de las trincheras de los cimientos, mostrando su otro día apacible descenso, como lo dejado por el bombardeo de un sueño infausto. Acaso sea el símbolo que me merezco por estos quince años de insensatez.

El sol perpendicular de la mañana, se me antoja que cae como una lanza justiciera sobre lo que fue la tierra de mis ancestros.

Aún no llaman a la puerta. Busco un gesto que me de la redención. Aún me resisto a aceptar que lo que busco solo me lo ha de dar esta vieja escopeta del abuelo, la que he descolgado del clavo de la pared de blancas panzas de cal.

¿Dónde está el arma idéntico que en mi mayoría de edad me regaló el abuelo? No sé dónde estará. Y sin embargo: ¡Qué ilusión me hizo cuando me la entregó!  Dónde están también todos aquellos que se pegaban en los buenos tiempos por ser invitados a cazar por aquí las perdices de los domingos. Dónde está Verónica, dónde su banco, ahora  intervenido y rescatado.

Sí, esto es lo que pensaba hace unas horas: que el cañón del arma tenía la última palabra, que sería el triunfo del abuelo sobre mi ruina y mi traición. Pero hace nada un rayo de sol ha restañado mi emoción. Ha entrado por la ventana y ha despertado los brillos de los objetos de la vieja alacena del rincón. Entre ellos las cilíndricas latas de la abuela, mudas en el estante, observando inamovibles mi confesión sobre este papel.

He recordado.

Aquella tarde con el abuelo, de la que he escrito al comienzo de estas cuartillas, al regresar de las tabernas, cuando no lograba convencerle con el tornado de mis ideas, cenamos en esta misma mesa los tres. El viejo fumaba y esperaba el parte del tiempo en las noticias de la televisión. Yo seguía con mi runrún. 

La abuela nada decía; como siempre. Recogió la mujer la mesa y tomó una de estas  latas: la  de las lentejas. Arrimó también el saquillo de arpillera de la reciente cosecha de legumbres. Cogía del saco temblorosos puñados y los volcaba  sobre el hule de la mesa. Era una de las costumbres que conocía, la que habían hecho siempre las mujeres de la casa, pues así como por las tardes cosían o bordaban, en las noches, mientras los hombres fumábamos en el escaño y acaso bebíamos brandy, ellas se entregaban en silencio a llenar esos recipientes de alubias, lentejas o garbanzos limpios. Yo había hecho también, de niño, la anodina tarea como si se tratara de la más divertida aventura.

La noche a la que me refiero, el viejo salió al portal, acaso a otear el oráculo de las estrellas para el día siguiente. La vieja movía con sus huesudos dedos las verduscas legumbres sobre la mesa. 

“Y usted, abuela, ¿qué piensa de esto mío?”, dije al tiempo anunciaban lluvias en el televisor. Ella no respondió, me miró con sus ojos chiquillos, metió su temblorosa mano en el saquillo y puso delante de mí un puñado de lentejas. Allí estaban los parduscos botoncillos, los oliváceos, las semillas lozanas y las secas, allí los trocitos de palo, allí los abrojos estrellados como minas de profundidad, y las pajillas, los trozos de las vainas, y las piedrecillas prontas a arruinar cualquier puchero. 

“Anda, hijo, desengaña a las lentejas y las limpias échalas ahí...”, me dijo la mujer, señalando esta misma lata que tengo ahora junto a mí.

Fruit of the Vine. ILustración de Norman Rockwell, 1930.
Podría seguir, pero ya es tarde: están llamando a la puerta.

Vuelvo a colgar la escopeta.

He de abrir el portón a tiempos nuevos. ¿Con qué?, me pregunto. Sé la respuesta: Con un puñado de euros limpios en la lata de la cartilla de mi Primera Comunión, y un gesto que he sabido entender.

No es mucho, es nada; es una realidad con nombre apocado, para nada sonoro ni llamativo.  


Y sin embargo, ahora que he entendido, siento que es lo más valioso que jamás he tenido. 

Fin

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