Cada vez que la boca se me tuerce y se me
posa un noviembre húmedo y lluvioso...
Comienzo de “Moby-Dick”
Herman Melville
Mañana, 29 de noviembre de 2013, es el día que han declarado
como el día de la Librerías.
Esto para mí es una alegría, y, como toda alegría merecida, agridulce, por lo que ha costado merecerla; que no ha caído de cielo, vamos, y en todo caso una cosa que me da qué
pensar y qué escribir.
Resulta que este día será para mí uno de mis 5405 días de
librería. No es que haya vivido tanto, aclaro
como si hiciese falta, no, pues el dios que se ocupa de esas cosas
conoce torturas, pero aún no ha intentado la de que alguien sufra el despropósito de
vivir tanto.
Y tampoco es que haya negociado un pacto con el diablo (o con algún político influyente) para estar por mil países de festejos libreros institucionales, que eso, aunque al
principio sea estupendo, como el tener una plegaria atendida, luego ha de
convertirse en otro tipo de maléfica tortura.
Nada de esas dos cosas; simplemente me refiero a eso que
figura en lo que llaman "Vida Laboral", a la cantidad de días que
hice, como pude, labores de librero, en esos obradores de cultura que eran - y siguen siendo, aunque menos- las librerías.
Por cierto, que no sé por qué llaman a la lista donde computan con lo que te has ganado los
garbanzos "Vida Laboral", pues todo el mundo sabe que cuando la
miras, la miras porque la necesitas, y cuando la necesitas es que estás
leyendo, todavía con cara incrédula, tu esquela de currante.
Fueron años, los míos de librero, edificantes, en
entrañables establecimientos, a los cuales mañana se les rendirá onomástica de
corrido, en el calendario.
Siempre fueron las librerías uno de mis lugares preferidos,
a donde me llevaban, sin que opusiera mucho esfuerzo, mis descalzadas tardes de
estudiante. En una de ellas entraba, aquí en Salamanca, y ahí hallaba concilio mi adolescencia tan
dolida, allí recibía comunión mi rebeldía de vida, al menos por unas horas, con
la hostia ahuesada de las hojas de los libros. Allí conocí la primavera de las
letras, en unos tiempos en que la
existencia, cómo la de todo joven, estaba tan desarbolada de certezas.
Era una importante y longeva librería de la que escribo, y
allí había un viejo dependiente, en los sótanos del local, que condescendía.
Condescendía con mi monedero y con el revuelo de páginas que le hacía a los
volúmenes de los estantes. Y se estaba calentito en aquel lugar, y los sorbos
de lectura que daba a tantos libros, me iban calmando las ganas del saber; a duras penas, como poco sacian también el hambre, los caldos de la beneficencia.
Ilustración de Quint Buchholz. |
Entraban en aquella librería, los clientes pudientes con su horas remansadas, y
los profesores en busca de herramientas que movieran su cátedra, o se elevara. Entraban los bien orlados y miraban las estanterías con cara de suficiencia, y los
estudiantes, que aún trajinabas su orla, se llevaban los libros como quien se
lleva un azadón para su huerta.
El viejo dependiente era de pueblo, y sin más
diploma que los años en el establecimiento. Les hablaba a cada uno de los
textos que le demandaban como si los conociera, como se solía decir, desde
antes de que marcharan a la mili.
Se sabía el linaje de cada título: si eran de
buena pluma, de edición nombrada, de casa reputada, si habían llegado trajeados
en tapa dura de tela, o con los informales vaqueros de la encuadernación en
rústica; de su venturoso o desventurado pase por sus estantes, y de si estaban
agotados, o de pedirlos vendrían, aunque de manera lenta y pesarosa como avance
de recua de mulas.
Era entonces mil novecientos ochenta y tantos, y nadie
conjeturaba siquiera con trastos portátiles, ni que a los libros les iba a dar con el tiempo, por batir
sus alas, hacerse aéreos, echarse como gorriones al aire, y abandonar los
nidales de los clásicos estantes.
Era todavía el papel como un ancho ágora, era la
celulosa olorosa como rosaleda de letras, era la letra de molde hiriendo la
hoja como manos de amante lascivo la piel de la amante entregada. Era el polvo
bailando en la lanza de luz que entraba por las ventanas de las bibliotecas
municipales. Era la hojarasca sonora del silencio de la lectura, y del claro
susurro de los párrafos entre las manos…Eran, en fin, horas de leerse la vida
en la noche, en un cuarto de alquiler, bajo la luz de una bombilla de 60 w.
sintiendo la fiebre fresca de un resucitado.
Para continuar la lectura iniciada en esa solitaria habitación, desestimé muchas noche el alterne estudiantil. Bueno: para eso, para algo que no voy a contar, y para pillar a tiempo la música de Pink Floid en el inicio del programa de radio "El loco de la colina", del estupendo Jesús Quintero.
Hablo de tiempos en los que adquirí “Cien años de soledad”
de García Márquez en la feria del Libro de la Plaza Mayor, o “El nombre de la
rosa” de Eco, “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, “Memorias de Adriano” de
Yourcenar, "La insoportable levedad del ser" de Kundera… Obras éstas que estoy aguardando a que se me olviden, para tener el
placer de volverlas a descubrir, o acaso porque tengo la inconfesable esperanza
que me lleven de regreso a mi juventud.
Supe un día que los
parques eran buen lugar también para leer, y para ver pasar por allí a damas
con perritos, como salidas de un cuento de Chéjov. O cándidas estudiantes, que aún recuerdo con la boina francesa, como escapadas de un poema de Neruda.
Y también comprobé que en los cafés, poner
una descompostura lectora dejaba buena instantánea, y era buen inicio para pelear mujeres. Así que me puse polo negro de cuello alto, y
harta chaqueta gris de pata de gallo que había sido de mi padre, y esperé se
cumplieran los conjuros leídos en tantos textos, y vistos en tantas películas. Y, sí, alguna vez acertó el cliché, y mi libro sirvió en ocasiones para hacer de almohada y desayuno a trémulas
lectoras de la carne.
De librero, Feria del Libro, en la PLaza Mayor de Salamanca. Mayo de 2004. |
Luego vine a ser librero, y ni yo, ni ningún conjuro lo
hubiera podido fiar años antes.
Aquello sucedió en los mejores párrafos del cuento de mi
juventud. Entré a trabajar en un establecimiento donde el rótulo de
"Librería" andaba a empujones encima de la puerta con los otros.
Enseguida supe que estaba en una "Papelería", en una
"Imprenta", una "Encuadernación", y ya, como
condescendencia a pariente pobre, también
en una "Librería".
Así lo habían querido los noventa años de la institución.
Así, también, lo habían requerido los recientes y pasados tiempos históricos de
permanente hoja en blanco, en los que nadie se atrevía a signar su signo, y
menos en un libro público.
El negocio -me dijo su gerente y propietario, (que era un
veterano militar), había estado durante la
larga posguerra de la contienda incivil, en conseguir el papel.
Me contó de los
innumerables, largos, y nocturnos viajes ferroviarios, para acercarse a las
papeleras del norte, las de Tolosa, y las de Cataluña, y conseguir así algo de
papel por estas mesetas de Dios, y nuestras.
Escaseaba todo menos el miedo, y faltaba la materia prima para imprimir los formularios
municipales, las cartilla, los carnets, u otros papelajos necesarios en aquella vida tan reglada.
Conseguir unas resmas de papel para partirlas, pautar las hojas con una o dos rayas, y
encuadernado para venderlo en cuadernos, era una odisea. Gracias a su estatus y a la repleta
billetera de piel, mi jefe ajustaba algunos envíos que se hacían de rogar para que
llegaran, y cuando llegaba, bautizaban con los tipos de molde de plomo o de
madera de boj si eran carteles, lo recibido, esos pliegos de cáñamo y vaya usted a saber qué más, que intentaban parecerse al buen papel
de otros tiempos.
Y lo de leer, pues, sí, me decía el viejo coronel, se leía,
pero los textos devocionales que venían de las imprentas de los frailes y, por
ahí, no se podía meter mano. Un día, ya al final de aquella librería, recuerdo
que convinimos con unos vinos de por medio, que todo era asunto de fe, y que
habiendo fe, que llega de arriba: para qué necesitaba nadie transcripción
escrita de los hombres. Luego se soltó, y me dijo que había sido, precisamente,
la duda, la disidencia soterrada de las nuevas generaciones, y sobre todo la
prohibición, la que había hecho que se compraran libros, esos objetos que
en su negocio habían sido los convidados de piedra.
La “Historia de la Guerra
Civil española” de Paul Preston -me confesó- había sido de los más vendidos. Libro éste que consiguió casi de estraperlo, y albergó bajo el mostrador, y que sólo se daba a amigos, o a quien se mostraba por
encima de sospecha de delación. De varios títulos de los que tuvo, me habló de “secuestro”, que eran esas expediciones que hacían- siempre fuera de la hora del pincho
funcionarial- hombres visitadores de librerías, y que requisaban los libros
proscritos por el régimen.
Y que se supiera ya era lo mismo, pero fueron muchos, casi todos editados en Argentina o México, los vendidos de esa manera. Pues aunque él
fuera militar, el negocio necesita que se le baile su comparsa...
No me lo
dijo aquella vez, pero yo se lo noté, que los años de oficio, le habían puesto
en la pechera, sin pretenderlo, la medalla del orgullo: la de ser considerado,
después de todo, el gran librero, el gran sembrador de esperanza de la ciudad.
Estábamos entonces en los postres del siglo XX, y había
hambre todavía por los dulces de los libros. Las librerías se llenaban como las
confiterías y todos degustaban lo dulce de las confidencias oscuras de las
letras. Buen negocio era entonces, buen mercado el atender la carencia de
decenios del sabroso libro de buen y terso papel. Hambre natural tenía el
estudiante, hambre también el obrero acaso para dejar de serlo, hambre de
gloria más dorada el catedrático… y con tanto apetito, había febril traqueteo
de baile en las alemanas máquinas de Offset de las imprentas.
Año 2001, en la extinta imprenta segoviana "Viuda de Mauro Lozano", junto a mis compañeros cajeros, tipistas y encuadernadores del taller. En los buenos tiempos, llegaron a ser 40 trabajadores. |
Pero nadie le dijo a las librerías que un paquidermo nuevo
las devastaría. Fue la fotocopiadora, con su hambre voraz de zampar hojas
libradas. Nadie les advirtió tampoco que al monstruo aquel le habrían de salir alas,
y que ya sus palomares no serían los únicos lugares de incubación del sueño de la letra.
Hace algo más de un año escribí lo que sigue, y que envié a
un periódico local; ellos lo publicaron:
Réquiem por las librerías
Si
los resucitados de otros tiempos se pasearan por nuestras calles, poco
reconocerían. Sucede que a las ciudades les gusta remudarse; ocurre que la
Salamanca de una generación, aun siendo la misma, es distinta de la que conoce
la siguiente. Uno se sabe mayor cuando siente la falta - como dientes caídos -
de los lugares en los que se aprovisionó de sus vivencias. Así un día dice: ahí
estaba la librería Calón, Núñez, Plaza, Portonaris, o Aniceto. Los ojos jóvenes dejarán de golosear el
escaparate de los chuches para mostrarle indiferencia, y él se sentirá un poco
extranjero. Y es que estos tiempos son más de
endulzar las horas con las golosinas que con el agror de las letras. Y
qué le vamos a hacer: también los antiguos supieron de muchas librerías en la
calle Libreros. Descansen en paz. Gira de nuevo la tramoya, cambian una vez más
el escenario; hemos de seguir narrando en el
libro de la ciudad el drama o la comedia de nuestras vidas.
La Gaceta
Regional de Salamanca,
11 de marzo
de 2011.
Así también me quiero ir hoy: sin escabullirme por el foro,
pero con un giro de tramoya.
Será un nuevo día de las librerías; por ello empezó este post.
¿Qué será de ellas ahora que nadie prohíbe nada, ahora que no
hay que peregrinar los sueños, sino que te llegan a tu sillón de orejas
enlatados, a una sola tecla del embotamiento?
Es su día, es el mojón puesto en el año para recordar esos
lugares, esos sitios, esas pilas bautismales, esas despensas de creatividad,
esos enclaves de encuentro, esas trastiendas de revolución, esas cuevas del
tesoro de la imaginación…
He de irme ya, que siento este noviembre más húmedo que de
costumbre. Tal vez no haya zarpado aún el navío de Melville, y el capitán Ahab
me quiera dar oficio de grumete en su navío.
He ido tecleando cada
letra de esta entrada a lo largo de una mañana muy fría. Me voy tranquilo
porque siguen existiendo los imprescindibles protagonistas de siempre: alguien
que escribe, y alguien como tú, que lo está leyendo al otro lado del texto, sea el que sea su soporte.
Para ti este escrito
registrado con etéreas letras digitales, limpio, sin manchones de tinta, sin el
olor de las hojas que recordaba a los besos de pasión, sin el tacto amigable
del papel, sin la cola que encuaderne estas páginas de aire, aunque, espero, no
sin el sabor del extraño maridaje culinario del futuro y de la nostalgia.
Ilustración de Quint Buchholz. |
Sí, ahora lo he sabido sin asomo de duda, ha sido al ver tu sonrisa: la magia de la lectura
continúa.
Hasta la proxima, Amig@s lectores.