Pero tal vez la vida, siendo esencial, no basta. Es un cuento seco. Hay una desazón en el hombre que puede ser, simplemente, la búsqueda, siempre fallida y renovada en la vida, del cuento lejano que nos contó la abuela.
“A la luz cambian las cosas”
Medardo Fraile
Para saber lo que
hay que saber en la vida, puede bastar con un
solo gesto, pero la dificultad está en que te llegue a tiempo, y en que tú lo
sepas entender.
Escribo este texto en la casa cerrada de un pueblo, en la misma mesa en la cual hace años recibí la señal que necesitaba, y que no supe, o no quise, entonces entender.
¿Cuándo empezó todo? ¿En
qué preciso instante comenzó a fraguarse la ruina que se ha tragado en tres
años lo que había alzado en veinte, y la desazón en la que me encuentro?
Esto, las respuestas a las
insidiosas preguntas que desvelan mis noches, si es que las hay, es lo que he venido
a buscar en estos días, antes de tener que sacar lo que hay de valor en la
vivienda de los ancestros, antes de que lleguen los del juzgado el lunes a
ejecutar los embargos: el de esta casona y sus corrales, el de las tierras que
desde siempre pertenecieron a la familia, el de lo apenas levantado donde
antaño se alzaba el trigo, y, acaso, también, el embargo inevitable e
inservible de mi propia vida.
He llegado hace un par de
días, y ahora, en este tercero, empieza
a amanecer. Si miro por los ventanales de esta cocina, echo en falta la silueta
del blanco palomar, ahí, donde siempre estuvo y tantas veces viera, en medio de
la loma de la colina de los campos de siembra, orillado en el camino que va y
viene. Su silueta fue la que tomé para logotipo de mi empresa, pues como símbolo,
como refrenda de una tradición, como adorno superfluo después de todo, llamé a
mi constructora “El Palomar Proyectos Inmobiliarios”.
También fui yo quien lo
mandara derruir.
Pienso en lo que busco, y
creo que tal vez todo empezara en la
mañana que subí la colina que observo ahora con el viejo, con el abuelo, como
tantos amaneceres de otoño la habíamos subido juntos, en silencio concorde, ajustando cada uno el
paso al del otro, respirando el mismo aire inaugural de la mañana, cuando yo
intentaba solapar mi respiración agitada
y el deseo gaseoso de mi pecho a su pausado andar, en los felices días en que me llevó de caza.
Palomar castellano. |
Pero en aquella ocasión, la
que ahora recuerdo, no había consenso en
nuestra mudez, y él se sentía, ahora lo sé, la presa de mi ambición desbocada.
Sí, sé que en aquellos
días de porfía en que llegué con mi
proyecto, fue cuando saqué la primera palada de la fosa en la que me
encuentro. Y sin embargo, nada siquiera se atisbaba todavía de la lenta molicie
que llegó.
Estudié Derecho, y
aunque el panorama para los negocios aún no era prometedor en aquellos días, no
me entretuve en preparar oposiciones,
como era aconsejable, ni en procurarme
ningún trabajo subsidiario en las consabidas entidades provinciales, y como ya
estaba inoculado con la inquietud de hacer grandes y novedosas
obras, busqué como pude los medios
necesarios y fundé mi empresa
inmobiliaria.
Nací en la capital de
nuestra provincia, a la que se trasladaron
mis padres a principios de los años sesenta. Durante la niñez
íbamos al pueblo en las vacaciones, en quincenas
alternas; unas al de los abuelos paternos
y otras al de los maternos. Me
gustaban esos días como a todo chiquillo suelen gustar por el festín de
aventuras agrestes, sencillas e inusitadas.
Aburridas me empezaron a parecer esas estancias en la adolescencia,
cuando el terruño y sus gentes me resultaban desgastados como un chicle mil veces
salivado; desoladas y yertas en mi juventud, en las que mi carácter me
demandaba lugares exóticos y excitantes, y más tarde, en los inicios de mi
madurez, venir por aquí, no sólo a mi familia, sino a mí mismo, nos resultaba
una nostálgica pérdida de tiempo, cuando había tanto mundo por conocer.
Hacía años que no me acercaba por el pueblo más que a los entierros, el día grande de las
fiestas, o en esporádicos fines de semana con los amigotes a matar perdices. Por ello mis abuelos se extrañaron cuando
volví para quedarme una temporada
aquella vez.
Aunque, para qué
engañarnos; las gentes de campo son
intuitivas, y el viejo, en su barrunto, hacía tiempo que esperaba mi
vista.
Noté que sabía a qué
había venido la primera tarde, cuando, por costumbre, hacíamos la ronda por los
bares de la plaza, en espera de que la abuela aviara la cena. Así lo habíamos hecho cuando me gradué en el
instituto con brillantes notas, al regresar licenciado de la mili, cuando más
tarde saqué la carrera, o cuando inauguré
mi constructora. En aquellas
ocasiones, el abuelo había insistido en llevarme a cada una de las tabernas del
pueblo, y no eran pocas, y apenas entrábamos en la tasca de turno, el viejo
comenzaba a proclamar a los parroquianos las excelencias de aquel mozalbete que
no se hartaba de recordar lo que todos ya sabían: que era su espabilado nieto.
Pero en la tarde que
rememoro, el abuelo se mostraba taciturno. Entrábamos en los lugares habituales
y el hombre consumía el vino en un silencio ruidoso, como los bebedores
apurados, con la vista un poco perdida, escuchando lo que yo le iba diciendo,
oyendo mis palabras pero no albergándolas, dejándolas que le zarandearan la opinión, consintiendo que el
brío que yo les daba envolviera su
entendimiento. De vez en cuando me miraba fijamente y me hacía alguna pregunta
que generalmente no iba con lo que le estaba contando; se la contestaba y
volvía a lo mío, poniendo más énfasis en mis argumentos.
Apuraba él su vaso hasta
las heces, con una vehemencia que no le recordaba, como quien quiere extinguir
su amargura; se rascaba con sus gruesos dedos el cogote, se recolocaba la
boina, decía: “No sé hijo, no sé…”, y ya
me encaminaba hacia otra taberna, y allí lo mismo.
Alguien se acercaba a saludar en donde entrábamos, a decir que había visto mi cochazo y que sabía la buena marcha que llevaban mis negocios. Me dejaba regalar el oído por el parroquiano, que siempre terminaba por invitarme a merendar a su bodega; para beber unos jarros, para dar cuenta de su matanza, para charlar de los viejos tiempos…, aunque yo sabía que era para pedirme trabajo para tal o para cual, o para ofrecerme sus tierras o algún negocio.
Al abuelo ya no le
cabía presumir de su nieto: bebía,
callaba, rumiaba sus temores, me dejaba hablar.
Cuando regresamos aquella
tarde a la casa, sin apurar aquella vez el cómputo de las tabernas, yo pensaba que había quebrado sus reticencias
a mis planes, que con mi versátil
cháchara de vendedor de proyectos, que con el soplido inagotable de mis
argumentos, había terminado por quebrar
su adusto, arbóreo y reconocido escepticismo de hombre de campo.
Estaba tan acostumbrado a
hacerlo con extraños en la ciudad, que me lo había prometido fácil para con uno
de los míos. Pero qué iluso era aquella tarde, pues ahora comprendo que el
viejo hizo con mis palabras entusiastas lo que los árboles hacen con el
entusiasmo desaforado de los vientos para que no los partan: no les ofrecen
resistencia, les dejan cimbrear sus ramales, consienten en ser vareados por el
aire, resisten mudos, con el solo crujir del retorcimiento de su arboladura, y
así los van aflojando a base de hacerles
dar vueltas y vueltas por el laberinto de huecos de su ramajes.
El viejo luchaba contra
el vendaval que yo le traía de la ciudad
de igual manera; contra el tornado en cuyo centro se encontraba, y cuyas
señales ya hacía tiempo que había adivinado. El anciano se defendía del airón
de mis palabras, al igual que en las
dehesas las encinas de los vientos bravos, para no ser malamente desmochadas,
desarraigadas y dejadas esparcidas por la tierra como las sobras de una juerga.
Pero quizás me haya adelantado al suponer que aquella visita fue
el inicio de mi desgracia…
Continúa...