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Feria del Libro en la Plaza mayor de Salamanca. |
Siempre
fueron los libros para mí lugares predilectos, a donde me llevaban sin que
opusiera mucho esfuerzo, mis descalzas tardes de estudiante. Sí, lo volúmenes leídos
son tierras que visité, ciudades que conocí, casas donde habité, gentes con
quiénes viví.
He frecuentado a menudo las librerías para
hacerme con ellos, sobre todo una de ellas en mi juventud, la más grande de la
ciudad, y allí hallaba concilio mi adolescencia tan desaforada, allí recibía
comunión mi rebeldía de vida, al menos por unas horas, con la hostia ahuesada
de las hojas de los libros. Allí conocí la primavera de las letras, en
unos tiempos en que la existencia, como suele ser a menudo la de todo
joven, estaba tan desarbolada de certezas. Es de la célebre Cervantes de Salamanca de la librería que
escribo, reciente y tristemente extinta. En ella trabajó un sabio dependiente
durante 42 años: Eleuterio Alonso. Él siempre condescendía con mi
monedero por lo mucho que le leía y lo poco que le compraba en los sótanos del
local, y con el revuelo de páginas que le hacía a los volúmenes de los
estantes. Y se estaba calentito en aquel lugar, y los sorbos de lectura que
daba como colibrí a los libros, me iban calmando las ganas del saber;
aunque a duras penas, como poco sacian también los caldos de la
beneficencia, y lo que te despiertan, más bien, son las hambres.
Entraban
en el señero edificio de la calle Azafranal, en aquella alta pagoda de libros, los
clientes pudientes con sus horas remansadas, y los profesores en busca de
herramientas que movieran cátedra, que elevaran doctorado. Entraban los bien
orlados y miraban las estanterías con cara de suficiencia, y los estudiantes,
que aún trajinaban la cinta y la orla, salían de allí con los libros bajo el
brazo como quien se lleva un azadón, una pala, un corvillo para su
huerta.
Eleuterio era del mismo pueblo que mi padre: de Abusejo,
y sin más diploma que los de la labor en el establecimiento. Hablaba de los
textos que se le demandaban como si los conociera, como se solía decir, desde
antes de que marcharan a la mili. Se sabía el linaje de cada título: si
eran de buena pluma, de edición nombrada, de casa reputada, si habían
llegado trajeados con su tapa dura de cartoné, o con los informales vaqueros de
la encuadernación en rústica; de su venturoso o desventurado pase por sus
estantes, y de si estaban agotados, o si de pedirlos vendrían rápidos por ser
nacionales, o habrían de llegar del otro lado de los océanos de la
tinta desde la buena América que tantas hambres clandestinas sació en otros
tiempos, o, si era el caso, desde que otra parte del mundo habrían de
acercarse.
Era,
de cuando hablo, mil novecientos ochenta y tantos, y todavía nadie conjeturaba
siquiera con trastos portátiles, ni que a los libros les iba a dar por batir
sus alas, hacerse aéreos, echarse como gorriones al viento, y abandonar los
nidales de los clásicos estantes.
Era
todavía la página un ancho ágora, era el papel oloroso como
rosaleda de letras, era la letra de molde hiriendo la hoja como manos
lascivas piel de amante entregada. Era el polvo bailando en la lanza de
luz que entraba por las ventanas de las bibliotecas municipales. Era la
hojarasca sonora del silencio de la lectura, y del claro
susurro de los párrafos entre las manos… Eran, en fin, horas de leerse la vida
en la noche, en un cuarto de alquiler, bajo la luz de una bombilla de 60 sintiendo
la fiebre fresca de un resucitado.
Fueron
los tiempos en los que adquirí “Cien años de soledad” de García Márquez en la
feria del Libro de la Plaza Mayor salmantina, o “El nombre de la
rosa” de Eco, “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, “Memorias de Adriano” de
Yourcenar, "La insoportable levedad del ser" de Kundera… Obras estas
que me gustaría se me olvidaran para tener el placer de volverlas a descubrir,
o acaso porque tengo la esperanza que maneja todo lector que abre un libro: que los párrafos le
lleven a la ilusión juventud. Supe
entonces que los parques eran buen lugar también para leer, y para ver
pasar por allí a damas con perritos, como salidas de un cuento de Chéjov. O en
los autobuses donde viajaban cándidas estudiantes con la francesa boina del
poema de Neruda. También comprobé, que en los cafés, poner una descompostura lectora
dejaba buena estampa y era buen inicio para ligar. Y, sí, alguna vez acertó el
cliché, y mi libro nos sirvió de lecho y de almohada para trémulas las lecturas
de la carne.
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Día del Libro en los soportales de la Plaza Mayor de Salamanca. 23 de abril de 2016. |
Luego,
andando los caminos y los años, acaso inclinado por una especie de vocación,
vine a ser librero durante quince años.
Ahora
mayo, y como cada año en el ágora ciudadana crecerán los jardines de las
feriales casetas libreras. En estos tiempos de contumaz crisis, las librerías
están sufriendo, como tantos otros sectores. Según las estadísticas, cada día
se cierran en España dos librerías. Triste noticia, sí, aunque es reconfortante
que se abran también nuevas con atractivos complementos, que reactiven sus
acciones culturales y sociales, y que hasta las más castizas se reformen para tomar
los trenes de estos tiempos, pues lo importante es seguir repartiendo la grana de la letra.
Y
es que se lee más que nunca.
Siempre
buscaremos los contenidos que nos demandan nuestras entrañas, como siempre la
humanidad los ha buscado, estuvieran estos grafiados en las estrellas, en
tablas de barro, en tercas piedras, en papiros, códices monacales, o en
fértiles libros.
Hoy
esos susurros de la vida y de la experiencia de los hombres gustan de ir por
los aires, pero siempre terminan posándose, como los estorninos al atardecer, en las mismas arboledas:
en los insondables ojos de todo ávido lector.
Artículo editato en el nº 6 del periódico mensual
Salamanca al Día. Mayo de 2016
Ángel de Arriba Sánchez
El Escribidor del Tormes
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Feria del Libro en la Plaza Mayor de Salamanca. |