...Viene de "El desengaño" primera parte.
Ilustración de Gerhard Glück |
Bien mirado, el asunto viene
de más atrás, de algunos años antes.
Acaso, si hubiese de definir el instante preciso, éste sería en el que conocí a aquella mujer.Se trataba de Verónica, y no sólo su nombre tenía perfume, sino que toda ella era delicada,
con una engañosa apariencia de fragilidad, y esquiva más que reservada.
Era francesa,
de Burdeos, pero de familia de andaluces que en el siglo pasado habían emigrado. Verónica llegó a nuestra pequeña ciudad como flamante
directora del “Banco Europeo de Crédito y Desarrollo”.
Hasta el día en que entré en la central de la nueva entidad, mi vida bancaria era gris, doméstica, de
subsistencia; como lo eran también por aquella época mis asuntos sexuales.
Mis
visitas a la sede del banco en el que desde siempre se habían realizado los
asuntos de dinero en mi familia, tenían la misma excitación que en el lecho los intercambios
pasionales con mi novia. Eran éstos, como aquellos,un asunto
de trámites que cumplir, de recibos que satisfacer, de domiciliaciones
recurrentes, de pago inevitable de las distintas cuotas vencidas, y , sobre
todo, de perpetuas frustraciones de mis más osados y recónditos deseos.
No recuerdo ya si por entonces mi chica era
Conchi, Chelo, o acaso Toñi. También ignoro el año preciso en que todo esto sucedía,
aunque podría asegurar que era el tiempo de la llegada del nuevo siglo XXI, éste
que, sin duda, iba a ser el nuestro.
Yo
odiaba los nombres escuetos de mis compañeras. Me parecían apocados,
como acortada también me parecía la realidad y las miras de nuestra ciudad y región.
Eran los de mis mujeres por lo general apelativos parcos, en exceso magros, prácticos para el día a día, pero escasamente jugosos para catar en los actos del amor, poco sabrosos para susurrar en las orejas de la hembra, y nada
burbujeantes en la copa del éxtasis final de los cuerpos.
Cómo comparar el descorche de un susurro postrero con los nombres de “Vanessa”, “Jennifer”, “Verónica”..., con los de Tina, Charo, Resu, Isa y demás. Sí, me preguntaba entonces: ¿Qué esperar de una mujer cuando ya su nombre es desde el principio ceniza que niega la llama?
Cómo comparar el descorche de un susurro postrero con los nombres de “Vanessa”, “Jennifer”, “Verónica”..., con los de Tina, Charo, Resu, Isa y demás. Sí, me preguntaba entonces: ¿Qué esperar de una mujer cuando ya su nombre es desde el principio ceniza que niega la llama?
De igual manera pensaba de los
bancos tradicionales con los que estaba obligado a
trabajar. A ellos acudía una y otra vez para saciar las ganas emprendedoras de mi juventud, que como toda juventud me venía osada, airada y sin haber salido del terruño: cosmopolita.
Pero nula satisfacción conseguían mis ímpetus también de ellos. La entidad que más visitaba era la centenaria “Caja Comarcal del Ahorro”, que había sido el gran arcón de guardar de mis abuelos, y
el de sus padres, allá, en la estanca sucursal del pueblo. Luego sería también esta Caja quien concediera la hipoteca del piso de la ciudad a mis padres, y, donde yo
abriera mi primera libreta de ahorros por el tiempo de mi Primera Comunión.
La directora de la central urbana de
esta Caja era Tere, a la que yo, siempre que podía, llamaba doña Teresa. La recuerdo de “toda la vida”, desde los primeros caramelos
y consejos que me daba cuando acudía a ingresar mis aplicados ahorrillos dominicales.
Siempre
me pareció esta mujer de edad indeterminada, acaso porque siempre lucía igual, y así la había visto desde muy pequeño, o tal vez
porque se quedó en un año y se dedicó a
clonarlo los treinta siguientes.
Invariablemente con vestidos floreados,
como si los confeccionara con la tela que le sobraba al hacer las cortinas, de cuerpo neumático, y con la
cara inmutable y colorada de feliz comedora de coles.
Balance, Ilustración de Ceslovas Cesnakevicius, año 2013. |
Y la mujer me hacía
siempre esperar en demasía, por ver si desesperaba y me marchaba con mis extraños proyectos.
Luego me recibía con el poco pero educado interés de un pariente lejano. Me sentaba y empezaba yo a poner los papeles de mis ideas sobre su mesa.
Ella se echaba hacia atrás, recostaba su espalda sobre el alto respaldo del sillón, se agarraba fuerte a los brazos de su cátedra de los dones, como si se preservara de un repentino ciclón que la hubiera sorprendido en su despacho.
Yo no paraba de hablar, de sacar estadísticas, documentos y ejemplos de lo hecho en otros lugares, y le hablaba de la centuria que llegaba, que era sin duda la mía y de nuestra generación, convicción ésta que le ofrecía como único aval.
Luego me recibía con el poco pero educado interés de un pariente lejano. Me sentaba y empezaba yo a poner los papeles de mis ideas sobre su mesa.
Ella se echaba hacia atrás, recostaba su espalda sobre el alto respaldo del sillón, se agarraba fuerte a los brazos de su cátedra de los dones, como si se preservara de un repentino ciclón que la hubiera sorprendido en su despacho.
Yo no paraba de hablar, de sacar estadísticas, documentos y ejemplos de lo hecho en otros lugares, y le hablaba de la centuria que llegaba, que era sin duda la mía y de nuestra generación, convicción ésta que le ofrecía como único aval.
Pero lo que hoy recuerdo de aquellos
encuentros es su mirada desdeñosa, indiferente, un tanto altiva; y la sensación
que me producían sus ojos hortelanos era la misma que encuentran los jugadores de pelota en los frontones: la
seguridad de que será rebotado lo que se les eche.
Y efectivamente, durante años, fuera lo
que fuere para lo que le pedía sus millones de pesetas, invariablemente me los
negaba. La mujer se sabía al dedillo el catecismo crediticio de aquellos días, lo
aplicaba con celo de beata, y nunca se
salía de la doctrina –la muy pía, pensaba yo entonces- para cometer ningún
pecadillo financiero.
Así que siempre andaba yo por las tertulias de los bares
despotricando por lo rancio de nuestra ciudad, por la mala fortuna de tener que
vivir en tiempos tan cegatos, y, sobre todo, porque mi economía dependiera de
aquella recia entidad, de aquella mujere a la que yo, en
mi afición de alargar los nombres llamaba: “La madre Teresa de cicuta”.
Pero un día llegaron los euros, con ellos Verónica, y con ella un nuevo misal crediticio recién salido de los concilios de la economía emergente, allá en los despachos del norte continental.
Ahora a los bancos ya no les bastaba la aplicada gestión de cartillas de ahorro, ni el trasiego mensual de las pensiones de la Tercera Edad, ni el pastoreo de las subvenciones agrarias y ganaderas. Sí, ya no hacía falta para que la gente ventilara sus ahorros, demorarse trajinando con vajillas, sartenes y edredones, pues los ahorros de provincias siempre han tenido demasiado aplomo, y era necesario varearlos con esos regalos, como a la vieja lana, para airearlos un poco.
Al entrar en la sucursal del “Banco Europeo de Crédito y Desarrollo”, lo primero que observaba era que no había aquellas anticuadas ventanillas, y que todo era cristal y luz y alegres proclamas estampadas en vistosos paneles.
Daba gusto entrar en esos nuevos bancos, pues enseguida te ofrecían, sin que hubiera que pedirlos, productos financieros de todo tipo, y créditos rápidos y livianos para esto y lo otro, y sobretodo, te acercaban su gran oreja para que tú expusieras tus proyectos.
Era verdad, pensaba yo en esos días: había llegado el siglo nuevo y era de verdad el nuestro.
Así me lo dijo Verónica en nuestro primer café, poco después de firmar el crédito que me concedió. También firmamos dos años más tarde el acta de nuestro matrimonio civil, y poco después en las hojas del registro del nuestros dos hijos, y no hace tanto, estampamos también la rota y última caligrafía de nuestra relación en los papeles del divorcio.