Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Blas de Otero
En mis tiempos de escolar,
allá por los diez años de mi edad, ocurrió que un día busqué en clase, como tantos, una palabra en mi
diccionario.
En realidad, lo que buscaba era el dibujo de la representación del
vocablo en cuestión, pues ya por entonces era muy dibujador y andaba siempre llenando mis
cuadernos de monigotes.
Se me daba bien dibujar los pistoleros de las películas,los bólidos, los tractores y maquinaria agrícola, hacer caricaturas a los que me caían mal (empezando por el maestro), y las poco peraltadas curvas que mostraban las mujeres de algunas revistas clandestinas, curvas estas , en las que mi lapicero terminaba siempre por derrapar.
Se me daba bien dibujar los pistoleros de las películas,los bólidos, los tractores y maquinaria agrícola, hacer caricaturas a los que me caían mal (empezando por el maestro), y las poco peraltadas curvas que mostraban las mujeres de algunas revistas clandestinas, curvas estas , en las que mi lapicero terminaba siempre por derrapar.
Pero lo que aquel día
quería dibujar era un astronauta. Vaya usted a saber por qué me había dado
por esos hombres ingrávidos, saltadores y que calzaban botas tan anchas para pisar el polvo no usado de la luna.
Eran los míos tiempos de la EGB, la primera de este
peloteo de leyes educativas que se traen los políticos de turno en nuestro
País, como si fuesen pandillas enfrentadas, que no saben hacer buenas migas en los patios del
recreo, y a la menor desbaratan a pedradas lo hecho por los predecesores, dejando casi siempre dañados a los estudiantes y, me dicen, a los docentes.
El diccionario que los de
mi curso usábamos era, creo, el “Iter” de la entonces casi centenaria editorial Sopena,
o acaso otro algo más cebado que llamaban “Rancés”. Abrí aquel día el volumen y
encontré la palabra, pero no había dibujo alguno que llevarme al cuaderno. “Astronauta:
Cosmonauta”, ponía, y se quedaba tan ancho. Así que tomé oxígeno, y flotando con
indiferencia por encima de las palabras de las siguientes páginas, alunicé en la cara oculta de la tinta del vocablo que buscaba. Tampoco había allí ilustración de los “pateaestrellas”
embuchados es sus trajes, y encima la
definición decía: “Cosmonauta: Astronauta”. ¡Anda!, que para decir eso no hace falta echar merienda, hube de pensar, pues para lo de: "¡ Houston, Houston...! no andaba yo todavía, así que me quedé dando piruetas ingrávidas en el vacío estelar de la
ignorancia.
Esta anécdota -que juro me ocurrió ciertamente- me sirvió años después en mi
oficio de librero para vender diccionarios.
Me gustaba sacarla siempre que podía, sobre todo con la gente llana que
demandaba un buen diccionario, pues con los bien orlados no era de recibo. "El más gordo, el que más palabras traiga, el que
luzca mejor su estampa y encuadernación como los toreros sus trajes…", decían estos clientes a menudo, buscando sin disimulo el más apto para lustrar la
estantería del salón de la casa, o para regalar a algún abogado, notario
o médico famoso, para compensar favor recibido.
En general, a mi jefe de la librería le gustaba que contara mi sucedido para remarcar las
diferencias y particularidades de los distintas obras que teníamos en existencia,
pues la venta de esos artículos bien arreglaba un día gris, y lo volvían de un
multicolor pirotécnico si la obra que conseguía vender era un enciclopédico de unos cuantos
volúmenes.
Cuando todo eso,
internet era un pariente lejano, del que se sabía alguna noticia,sí, pero del que
no se esperaba vista ni pronto ni medio pronto. Así que el papel reinaba, y los
diccionarios eran los lugares donde habíamos de tener las citas a ciegas con
las palabras. Y ya se sabe lo que ocurre es esa citas imprevisibles...Y así era que se editaban
muchos diccionarios, se vendían bien, y no se leían tan mal.
Portada del primer tomo (1726), del "Diccionario de Autoridades", precursor del actual que edita la RAE. |
En los quince años que
trabajé como librero recuerdo muchos pelotazos de ventas de algunos títulos que fueron "Best Seller".
En mi primer año, 1993, fue el nuevo catecismo de la Iglesia Católica, que oye,
no dábamos abasto a desembalar cajas, y los clientes hacían fila en los
mostradores para llevarse su ejemplar, con la misma pose y unción con que toman
la hostia los fieles en la misa. Hala, tienes razón: no deja de ser una
exageración de escribidor.
Pero no es desorbitado contar que en años posteriores, la Real Academia Española de la Lengua editó, en dos tomos manejables (aunque no se podían llamar de bolsillo, pues ni exagerando se me ocurre prenda que los pudiera llevar), la vigésima primera edición de su policial diccionario. Y lo vendimos como churros calentitos, pues venían en una cajita muy práctica, y resultaba la obra barata y tentadora comparada con el volumen grandote, serio y muy pagado de sí como sargento de la Guardia Civil en traje de gala, que se venía editando desde casi trescientos años atrás.
Y ahora que he aludido a
la órbita, volvamos al aula de mi infancia, en el pueblo de Sequeros, en la Sierra de Francia de Salamanca, la que, para que os hagáis una idea,era un lugar como sacado del poema de Antonio Machado: " ...Y todo un coro
infantil va cantando la lección: mil veces ciento, cien mil, mil veces mil, un millón...".
Pues bien, allí había en
un rincón un armario de recio roble, con dos puertas, y las puertas con finos cristales viselados, que siempre estaban cerradas con llave.
Sus estantes estaban llenos de libros grandes, gruesos, con lomos fileteados en
oro cierto o de pega que brillaba con los espadachines rayos del sol que se
colaban por las ventanas; volúmenes serios, de pose tieso, llenos de un
silencio que sabía callar muy bien lo mucho que ponían decir, siempre bien alineados por su tamaño; como los ocupantes de la tribuna de un importante desfile militar.
Aquel armario fue uno de
mis primeros objetos de deseo.
Yo me ponía muchas
veces a mirar los ejemplares que había tras los cristales, de igual manera que miraba los escaparates de las pastelerías cuando me llevaban a la ciudad, y goloseaba lo que podía ver de los diccionarios
enciclopédicos, de los atlas universales, de los de astronomía, o de los tomos de historia, de una
gran biblia ilustrada de adusta estampa, de un Quijote, de obras de Azorín, Rosalía de Castro, Unamuno, Emila Pardo Bazán…
Sin embargo, esos libros nos estaban vedados, salvo en algunas ocasiones. Allí estaba el diccionario de la Real Academia Española también, y era el que más me encandilaba por su aspecto. Encuadernado con tapas de piel española jaspeada, con los enérgicos nervios en el lomo de un forzudo, con sus tejuelos rojo y azul reluciendo como carteleras de neón, y doradas letras estampadas por doquier, que me prometían grandes dulces del saber en su interior.
Sin embargo, esos libros nos estaban vedados, salvo en algunas ocasiones. Allí estaba el diccionario de la Real Academia Española también, y era el que más me encandilaba por su aspecto. Encuadernado con tapas de piel española jaspeada, con los enérgicos nervios en el lomo de un forzudo, con sus tejuelos rojo y azul reluciendo como carteleras de neón, y doradas letras estampadas por doquier, que me prometían grandes dulces del saber en su interior.
Una de las ocasiones en
que se sacaba ese diccionario, era cuando alguno de los últimos cursos se topaba con palabra difícil. Yo, que andaría por cuarto o quinto todavía, y decepcionado
por los Sopena que tenía que manejar, me lo aprendí, y probé muchas veces a buscar rarezas para preguntar al maestro por ver si me dejaba el libro. Pero él, la más de las veces, me
decía que la palabra por la que preguntaba era de nivel, poco usada, que no la necesitaba ni la iba a necesitar, y que si eso, pues que ya, que ya la aprendería a su tiempo.
Otra de las ocasiones en
que el armario lucía abierto, era los días en que llegaba uno de aquellos
inspectores itinerantes que visitaban las escuelas rurales. “A ver, De Arriba, busque usted en
el diccionario la palabra...”, me dijo un día, años después, nuestro maestro
delante del inspector de turno. Entonces tomé el deseado tocho y me puse a toda
velocidad a ello, pues de eso se trataba: de hallarla con rapidez, y de
espigarla con habilidad del gran trigal de hojas, y sobre todo, de leer después la definición con voz fluida, nítida, sonora y convincente como el discurrir de riachuelo serrano.
Yo ya sabía que el de la
Academia era nulo en dibujos, pero no me importaba, pues había mudado de
afición, y lo que buscaba eran palabras ensortijadas, cuanto más cultas mejor, vocablos como si tuvieran cascabeles, para que hicieran de sonajero y lucieran sus brillos en mis trabajos de redacción.
De entonces me viene la manía de pedir a las palabras que
me cuenten las cosas de la vida, los secretos del mundo, la caladura de los
humanos. Y a los humanos les requiero
que me cuenten las palabras que sujetan la deriva de su vida, que apaciguan los
terremotos de su mundo, las que silencian en los malos tragos, o dan con alegría a los que más quieren para hacerlos germinar.
En busca de ellas he
reventado las clausuradas puertas de los armarios de los poetas, de los filósofos, me he sentado
en los corrillos en las fuentes de los pueblos, he esperado en los cruces de caminos para acoger la palabra del viajero; he habitado casi las bibliotecas municipales , y he entrado a buscar sus confidencias más a las librerías que a las iglesias; he escarbado con mis manos los
extensos sembrados de las novelas, he buscado
en los labios de las amadas la mejor definición de lo que sentía; he
buscado sin acierto la palabra que me demandaba la inspección disciplinaria del silencio, y, en fin, me he tenido que tragar muchas veces la respuesta tautológica que da a mis preguntas (como las que daba el "Iter") la soledad no deseada…
Y todo lo contado hasta aquí bien está, pues
es lo que hacemos los cuentistas a la menor. Pero las razones de esta entrada son
dos:
La primera es que recientemente se ha cumplido el tercer centenario de la
fundación de la Real Academia Española de la Lengua, y la consecuente edición príncipe del diccionario que ahora
manejamos en su 22ª confección.
La segunda es que hoy termina el VI Congreso de la Lengua Española que desde el pasado día 20 han estado hilando 200 expertos en Panamá.
Sobre la primera causa que
me ha movido a estos párrafos, diré que me gusta el arrojo que tuvieron Juan Manuel Fernández Pacheco, el marqués de Villena, y siete amigos para confabularse la tarde del 3 de
agosto de 1713 en Madrid, y proponerse hacer un
diccionario digno de su lengua. Así, sin más, sin ser
ni gramáticos ni expertos en lenguas. He leído que lo que les motivaba era el escozor
por la decadencia política de su época que tenía contaminada las palabras, y por el gran temor
a que su idioma no fue más que otro barbecho, otra ruina de la otrora grande España.
En
nuestro país nunca ha sido difícil encontrar opositores a tu intención, y ellos
las tuvieron muy fornidas, por esto y por lo otro, o porque sí, pero les echó
el rey, recién llegado y encima francés, un capote y al final sus intenciones cuajaron. Y fundaron la
Academia, y veintiséis años después de
aquella reunión lograron el deseado diccionario, en seis volúmenes, el llamado “De autoridades”,
no por ellos, sino porque dotaron a cada una de las 42.000 entradas de que costa la edición germinal, de ejemplos de los que creían habían sido preclaros en su empleo, vamos: como si hubiesen sido ellos los parteros , los modelos que nos enseñan todavía cómo usarla. Y gastaron muchas horas para restituírles la potestad, y devolverle la autoridad que las palabras siempre han tenido para albergar los arcanos del
mundo.
Y, qué cosas, a mi la aventura de estos hombres, de los que alguno iba en mula a las reuniones de los jueves para hacer arqueología lingüística, me resulta más interesante que los tiroteos, las carnes sexuales al peso, y las intrigas esotéricas que tantos abundan.
Tengo comprobado que seguir el significado original de las palabras, es como leer la mejor novela de misterio, y que encontrar las que necesitas para alimentarte, es un empeño tozudo, de años de paciencia y extravió y de pasar
sonrojo por el desdén o bufa de los
demás, pero eso sí: apasionante.
María Moliner en el salón de su casa, construyendo su particular diccionario. |
Así les ha ocurrido como norma a muchos de los autores de los más nombrados diccionarios de nuestra lengua. Le ocurrió a la autora
de uno de los que más quiero: el de Uso de María Moliner. Ella fue de la primera generación de mujeres que pudieron entrar en la universidad en España, jefa de la biblioteca universitaria de Valencia, degradada por
el régimen franquista a sufrida archivera y gracias. Pero eso le dio tiempo, como ella dijo: "Sentía la melancolía de las energías no aprovechadas". Y se confabuló contra la desazón en que la habían metido, y durante quince años se sentó por las tardes en la mesa de su
salón, con un buen mazo de fichas de cartulina rayadas, una máquina de
escribir, y la intención de hacer con método artesanal, evitando un
corta y pega del diccionario de la RAE, como había sido hasta allí habitual, y
cuidándose de enfangar los entes del nombrar con barros ideológicos, crear un digno inventario de palabras.
Y eso es lo que consiguió con su ardua tarea en su diccionario. Contaría más de esta obra que le pone a las palabras un halo amigable y casi poético, y te llegan como de una tertulia de amigos, pero: “Es
el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la
lengua castellana”, dice de él Gabriel García Márquez, y si lo dice Gabo…
Antes he llamado
“policial” al de la RAE, su misión es legítimamente normativa cierto, pero a veces me
resulta seco,huesudo, adusto, justo pero escaso, un poco como un correcto pero
desmotivado funcionario tras una ventanilla. Escribiría de estupendos
diccionarios que al igual que en mis tiempos escolares me siguen fascinando:
del etimológico de Joan Corominas, que parece un Arca Perdida y muestra la maravillosa ascendencia de los vocablos, relataría del Ideológico de Julio Casares, que también,según nos cuenta hubo de pasar un calvario para concluir su obra hasta que encontró al editor García Gili; del especial de Rufino José Cuervo, del excepcional de Manuel Seco y sus colaboradores, que alquilaron un piso e iban a él como quien va a las cuevas de Atapuerca, y lo fueron llenando también de las fichas que iban encontrando en el habla de allá y de acá, de antaño y de hogaño; y treinta años después, en 1999, nos entregaron su Diccionario de Uso, como quien reparte grano de un cupido silo ignorado.
Y hablaría también de los numerosos, humildes, de Diputación de provincias, que recogen las palabras autóctonas de las comarcas que nos vieron crecer..., pero es tarde, me estoy extendiendo y quiero que te quedes hasta el final de este post.
Y hablaría también de los numerosos, humildes, de Diputación de provincias, que recogen las palabras autóctonas de las comarcas que nos vieron crecer..., pero es tarde, me estoy extendiendo y quiero que te quedes hasta el final de este post.
Sobre el VI congreso de
la lengua de Panamá diré poco.
Podría reseñar ocurridos y ocurrencias de los otros cinco que se han celebrado.
De la pretensión, por ejemplo, de Gabo de enmudecer del todo a nuestra “H”, la pobre, o su propuesta de poner manga por hombro nuestra gramática, pero no voy por ahí, lo que quiero es hacer una fábula.
Ilustración de Quinnt Buchholz. Uno, después de todo, también se alimenta de palabras... |
¿Qué hacer cuando uno
siente que las palabras que tanto le ha costado vendimiar de la experiencia,
están de repente huecas, vacías de ánima?
¿Qué hacer cuando las que escuchas las adivinas duras como rocas volcánicas, con las tertulianas televisivas y bobaliconas, o les pillas un descarado gusto por el embuste a otras, sobre todos cuando te las dicen los políticos, o hueles una soterrada amenaza si te llegan de los economistas internacionales bien comisionados y primados?
Qué hacer,sí, cuando uno nota el lenguaje contaminado por estos tiempos de escarnio.
Qué hacer,sí, cuando uno nota el lenguaje contaminado por estos tiempos de escarnio.
Cuando uno está enfermo acude al médico y le restituye la salud; cuando roto tiene los zapatos, se los lleva al artesano del barrio y te los apaña; a los bajos de moral el psicólogo les restaña el ánimo, y así…
Pues, se me ocurre, que podíamos mandar los vocablos achacosos que todos sabemos, a uno de esos congresos, donde van, digo yo, los sanadores de la lengua que hablamos, que callamos, que escribimos y que sentimos.
Oigan ustedes, doctos ponentes, versátiles
conferenciantes, académicos sedentes en sillones mayúsculos o minúsculos, nombrados autores encuadernados con el dorado del Nobel -diría-, aquí les traigo este camión lleno de palabras para que nos las arreglen, para que les hagan el boca a boca como a los ahogados a ver si vuelven a respirar; para
que les traben los huesos pues van por los días con gran cojera, para que encuentren su sentido después de que les den sesiones de Logoterapia (la estupenda terapia de Viktor Frankl de curación por la palabra, el logos arcáico), para que juzguen a algunas por su violencia y las encierren para siempre...
Y les diría más, pero seguro que a estas alturas ya me habrían echado de la sala.
¿Y con qué palabras llenaría yo el hipotético remolque?
Se me ocurren muchas, juntas o acompañadas como “Estado de bienestar” para que le quiten la anorexia que viene sufriendo, o “Futuro” para que en sus ventanillas se vuelvan
a vender billetes, o “Crisis”, para que nos creamos su sentido de oportunidad, como el que
los chinos dibujan en su pictograma, y nos confabulemos con nuestras pequeñas obras contra el desaliento, o “desempleo" para que deje de comer tanto, que tiene serios problemas de obesidad, o corrupción, para que le quiten el olor a huevos podridos que se siente tan solo al imaginarla; o "Suiza" para que vuelva a ser el país de las postales bucólicas y no la cueva de los ladrones,... y tantas otras a las que en estos días no le veríamos ya la sombra ni aunque nos las hicieran de relieve en ancho granito: esperanza, ilusión, fraternidad, progreso...
Y para salir de un lenguaje plano, ¿A cuáles mandarías tú a los buenos cirujanos congresistas de la lengua?
Voy ya terminando.
Lo que hoy intento decir, es que para conseguir las palabras con
que nos habla nuestra conciencia, con las que grita el silencio, con las que nos
sentimos acompañados en la soledad, son muy arduas de encontrar nutridas, que requieren mucha paciencia, acaso toda la vida, pero al cabo son el diccionario propio que cada cual nos hacemos, del que tomamos para entender y entendernos, y del que sacamos para dárselas a los que más queremos,
como esas que guardamos celosamente, con las que nos hablaron nuestros ancestros, y las que a veces aún les escuchamos; o las dejadas por los autores de todos los tiempos, con los que conversamos mediante los libros sin necesidad de tabla de ouija.
Y sobre las demás, con las que hemos de hablar y escuchar a los demás, con las que
hemos de movernos por el mundo
interpretado, esas son las que
esperan bien escritas en los meritorios diccionarios.
Cada cual tiene el
lenguaje que se merece, cada uno las palabras que ha podido cosechar de su experiencia.
Dicen que de esta vida no nos llevamos nada, pero mienten: nos llevamos la última palabra que pensamos y acaso pronunciamos, y la que siempre recordarán.
Hay un elogio supremo en lengua española para definir a alguien: “Es un hombre, o mujer, de palabra”.
Dicen que de esta vida no nos llevamos nada, pero mienten: nos llevamos la última palabra que pensamos y acaso pronunciamos, y la que siempre recordarán.
Hay un elogio supremo en lengua española para definir a alguien: “Es un hombre, o mujer, de palabra”.
Sí, el valor, la virtud suprema de la palabra ha de ser devenir en hechos, en pensamientos germinales, en conocimiento que posibilite el futuro, en imaginación fecunda que posibilite el presente, pues, si no, no son más que papel mojado, aire fofo y "mitinero".
Hecho está este escrito,
dichas este puñado de palabras que he encontrado en una tarde lluviosa. ¿Cuánto valen?... Espero que valgan al menos la paciencia que tú has tenido para leerlas.
Postdata
Sería el año
2000 cuando de la oficina de la librería donde trabaja en Segovia, me pasaron una llamada
de Barcelona. Era una comercial de la Editorial Sopena que nos ofrecía las
otrora valiosas obras enciclopédicas de su catálogo casi a precio de saldo.
Pedí las que creí que se venderían como gangas por ese precio, pero no resultó bien la
operación: había llegado ya por el aire un pariente lejano, y al poco un señor de gruesas gafas de pasta llamado Google que lo sabía todo, y luego una solícita señorita llamada Wikipedia, y un colega de la vega que te lo contaba todo llamado Facebook...
Me acordé del “Iter” de mi infancia y de que “Astronautas” eran, siendo rigurosos, los americanos de la NASA, y los de la agencia espacial rusa “Cosmonautas”.
Si buscáis ahora "Cosmonauta" en el actual diccionario RAE, dice lo mismo que mi "Iter", pero añade el vocablo ruso del que procede, un detalle.
En 2OO4 la editorial Sopena quebró, como tantas últimamente, así que ahora
es una casa extinta, otra palabra ésta última que también metería en el remolque, pues ella misma está en peligro de
extinción.
Hasta la próxima, Amig@s...