El joven
(su nombre no ha llegado hasta nosotros,
y es harto probable que perdiera la
vida
en la primera gran guerra) se ofreció gustoso
a subir él mismo una
bandeja.
“Tres
rosas amarillas”
Raymond Carver
Recorte de un viejo cartel publicitario. |
Fue en uno de los veranos de mi juventud cuando conseguí trabajo en la cadena de hoteles de los Paradores Nacionales.
Aquello fue posible por la mediación de un familiar mío que ejercía allí
de conserje, todo hay que decirlo, y el contrato duraría solo los tres meses de
verano, pero una vez dentro, se me aseguraba, que lo de aprobar las oposiciones
para personal fijo de la red, sería fácil.
El establecimiento al que me asignaron había sido instalado en un castillo del siglo XII, en una vetusta ciudadela castellano-leonesa situada a mitad de camino entre Madrid y La Coruña.
Apenas llevaría un par de semanas trabajando, cuando una tarde, serían las siete, me dirigí, como cada día, al comedor
de los empleados para cenar antes de comenzar mi turno hasta la media noche.
Me gustaba esa hora de la cena, cuando los empleados de cada departamento del hotel nos
sentábamos en la gran mesa del comedor, y hablábamos mientras comíamos en
franca camaradería, aunque, eso sí, sin olvidar los rangos de cada cual, y sin poder a veces sustraerme a las rancias rencillas que siempre arrastran los miembros de toda plantilla; un poco como recordaba haber visto en la serie “Arriba y abajo”.
Pero esa tarde no pude sentarme, pues apenas había cogido mi plato para servirme, llegó el jefe
de Recepción y me indicó que buscara inmediatamente un paquete de galletas, de
las sencillas, de las redondas de toda la vida, de las que tenía en casa todo hijo
de vecino, insistió. En la mesa estaba el jefe de Cocina y me miró, y supe por su gesto que
las humildes marías no se encontraban entre los ingredientes de su- aunque aún no etérea como ahora nos toca- sí excelsa
gastronomía.
Así que hube de acercarme al pueblo, y en uno de aquellos socorridos ultramarinos , adquirí una de aquellas grandes cajas cúbicas, por si acaso, me dije. Al regresar hube de ponerme rápido el uniforme y preparar el mandado. Así que calenté la
jarrita de leche semidesnatada en la cafetera, puse en perfecta espiral las galletas sobre
la blonda que previamente había colocado en la fuente de brillante alpaca; luego repasé la taza, la
cucharilla, la almidonada servilleta, la jarrita de fina loza con una lozana rosa blanca; y con la bandeja presta para el servicio
de habitaciones, me encaminé a la suite del cliente VIP que la había demandado.
Cuando llegué a la mejor habitación del establecimiento, esperé unos segundos concentrado antes de golpear en la adusta puerta, pues sabía que la llamada no se puede hacer de cualquier manera, sino con tiento y mimo, tocando -qué digo tocando; más bien acariciando- en la parte que tiene mejor sentir la madera, que es, como se me había enseñado, en su tercio superior
y a tres palmas por encima del picaporte. Así lo hice, y me salió un "toc-toc-toc" cadencioso, y esperé con el cuerpo
muy estirado, los pies juntos a la manera marcial, la cabeza alta, los
pantalones bien planchados, la chaquetilla americana con una tersura impecable, el
lazo de la pajarita bien anudado ,y manteniendo la pesada bandeja de alpaca con todo su servicio, alta, plana y con la apariencia imperturbable de la meseta castellana.
Este escribidor en los tiempos del relato... |
Esperaba escuchar en cualquier momento el
"¡Pase...!", que habría de sonar cavernoso y asertivo si la respuesta
salía de boca varonil, o el afrutado y sugerente "¡Adelante...!", si dama era quien lo pronunciara.
Pero
nada oía. Volví a percutir la madera con
mis nudillos, con ritmo sostenido, acompasado, midiendo los tiempos,
vamos: que se notara que quien estaba reclamando era de Escuela de Hostelería. Pero ni
aún así; nada del otro lado.
Mi aguardo se volvía incrédulo. Llamé una tercera vez, haciendo casi un redoble circense con mi aporreo en las tablas. Ésta sería la última- me decía- pues no es correcto insistir una cuarta vez, que eso no es servicio sino
impertinencia. Entonces hay que presuponer que los huéspedes hayan salido de su cuarto, que tal vez estén en la terraza contemplando las vistas de la vega, que les haya vencido la fatiga del viaje, o que quizás, vaya usted a saber, estén ocupados en actividad
absorbente… Y lo que hay que hacer en estos casos es comunicarlo a la Recepción, que ellos
resuelvan, que ellos medien con su profesional voz a través del teléfono.
Y con el brazo ya dolorido me disponía a claudicar. Diría al jefe que si había alguien dentro, no podía estar ignorando, sin una buena causa, la perfecta ejecución de mi insistente y ortodoxa llamada,
acometida con sus tres intentos reglados y con sus pausas de rigor.
Ya
había girado sobre mis talones en una semicircunferencia rabiosa para enfilar la
engreída soledad del pasillo de la Planta Noble, cuando me pareció oír como una música
desvaída que salía del interior que se me negaba.
De
repente, sin que voz alguna avisara, la taciturna barrera de madera se abrió.
Salía por el vano de la puerta un vaho lechoso, una olorosa
humedad, una etérea sublevación de
sales de baño. En medio de la bruma tibia que huía hacia el pasillo, iba también prófuga la música que yo juraría
que era el vals “El Danubio azul”. E imponiéndose a todo ello, aunque tan ingrávida como el vapor y los compases,
apareció una mujer menuda, delgada pero sin escatimar curvas, que cubría su cuerpo con una toalla blanca, con
los cabellos sueltos, resbaladizos, lisos y de un castaño resplandeciente como un atardecer de otoño. Los ojos de la
mujer poseían la indeterminación de una
mañana de invierno, y su piel, la que se le veía y no se adivinaba, la de sus hombros desnudos y el cuello pedestal,
estaba rojiza, como raspada por el fuego del agua, y de esa carne acalorada me pareció
que nacía aquella niebla, el perfume marino
que me adormilaba, la fugaz música vienesa y hasta mi quieta estampa.
Dibujo de Juan José Coll Espluges. |
No sé cómo conservo tantos detalles de aquel recibimiento, pues no duró más que unos
segundos. Pero el tiempo me ha enseñado que no es la duración de los instantes lo que fija nuestros recuerdos, sino su gravidez.
La mujer, apenas respondió a mí entrecortado saludo, hizo un grácil giro sobre sus talones y regresó al cuarto de baño. Fue entonces cuando aprecié que estaba descalza, y
que dejaba a su paso un rastro tímido de agua en el suelo, como si fuese un ánfora de fino barro que
rezumara.
Me pregunté si no habrían puesto las chicas las correspondientes zapatillas de felpa en su baño, y si acaso
mis aporreos no habrían sido, después de todo, demasiado apremiantes para escenificar aquella visión.
Crucé entonces el recibidor de la suite cargando con la bandeja, y el terco peso de ésta me restituyó en la realidad. Me adentré en la cámara principal de la suite. Sobre la gran cama
de época con palanquín, sentado en uno de sus bordes, había un hombre en mangas
de camisa, de figura un tanto avasalladora, a toda vista anciano, con la cabeza
gacha, las piernas abiertas, los brazos caídos y a toda vista también, fatigado.
Las puertas del amplio balcón estaban abiertas, y por ellas entraban sin mediación los gritos de júbilo de los chiquillos en la piscina. Aún se resistía la tarde a soltar el
látigo de su calor, y me pareció
desmedido el baño caldo que se daba la huésped. Oí ladridos en el exterior, próximos, de un animal sin duda pequeño que se inquietaba en la balconada.
"¡Coño,
don Camilo!", exclamé al reconocer al sentado sobre la
cama.
Enseguida me preocupé por mí
exclamación irreverente a un huésped, a un cliente, a un VIP, al eximio escritor nada menos. Pero él ni siquiera me miró. Posé la bandeja en la medieval mesa que había en un
rincón, me giré y quedé inmóvil, recto como un mayo y seguramente igual de resbaladizo por mi súbito sudor, con el brazo izquierdo pegado
a la espalda y mirando con expectación al ilustre Nobel que nos visitaba.
Caricatura del escritor Camilo José Cela , por Miguel Herranz |
Pero
éste me ignoraba y parecía sustraído en alguna parte de un remoto abatimiento.
Nada respondió cuando
le pregunté si deseaba algún otro servicio. Esperé unos segundos que se fueron cebando de
silencio hasta consumar más de un minuto.
Nada decía, nada hacía la personalidad.
Al fin alzó la vista y pareció sorprenderse de verme en medio de su alojamiento tan tieso, servicial y desaprovechado como un paragüero en aquellos momentos estivales.
Nada decía, nada hacía la personalidad.
Al fin alzó la vista y pareció sorprenderse de verme en medio de su alojamiento tan tieso, servicial y desaprovechado como un paragüero en aquellos momentos estivales.
Al fin hizo el claro gesto de que me acercara. Así lo hice hasta
quedar a un metro de él. Tomó su cartera y me alargó un billete azul, de aquellos de las quinientas pesetas. No pude frenar la sonrisa que me llegó, pues era una propina demasiada generosa para
tan nimio servicio. "¡Muchas gracias, don Camilo, es usted muy amable!",
dije seguramente con voz tintineante, le deseé feliz velada, y me dispuse a salir.
Al
pasar junto al baño, aspiré de nuevo la fragancia oceánica que vagabundeaba en el recibidor, y capté retales de música aguada por los chapoteos de la dama.
Cuando,
ya del lado del pasillo, cerraba la puerta, me alcanzó la respuesta de don Camilo: “De nada, joven…”, había dicho con su voz seca y fosca, pero a mí me pareció blanca, liviana, húmeda; como cargada de niebla, como me lo estaba pareciendo todo en aquel instante.
Continúa...
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