No te precipites.
Si existe la luz
ella misma dará
contigo.
Charles Bukowski
LA PIEDRA LUNAR. Ilustración de Quint Buchholz. |
A menudo recibo carta de
mi madre.
Mi madre es ya anciana, y como todas las madres, tiene tendencia a desnaturalizarse como persona, como mujer de carne, hueso y suspiros, e irse transformando en un símbolo, y los símbolos - nadie lo ignora- habitan todos en la nebulosa del pasado.
Pero mi madre es aún
presente y, decía, me pone cada quince días un puñado de letras, como cuando de
pequeño me llenaba el plato de porcelana de lentejas con arroz.
Y su caligrafía
es abigarrada, humilde y sustanciosa como un buen guiso de legumbres. El sobre
que me llega resulta del todo anticuado en estos tiempos digitales. Es un sobre
que decían de tela, casi cuadrado, con
ese papel de seda por forro que hace un ruidillo avieso al abrirlo, y al
hacerlo uno encuentra dentro una cuartilla doblada con celo, resguardada y
dormida como si hubiese hecho el trayecto tapada con un edredón.
Tiene la mujer
el “Horror vacui” típico de las generaciones de la escasez, así que cubre con su grafía
ambas caras del sobre con la dirección de destino y el remite, y la cuartilla
la llena con surcos de letras grandes como hechas con un azadón; hasta el
límite de su extensión, como si no hubiera más papel en el mundo.
Lo primero
que pone es una cruz, y lo último lo escribe haciendo una espiral por los
bordes de la hoja, así que hay dar
vueltas al papel para terminar de leer lo que pone tan apurada como quien
termina de correr un maratón. Es frecuente que su última palabra acabe, después
de subir por los bordes hasta el encabezamiento, junto a los dos palitos de la
cruz. Frecuentemente también, esas palabras postreras suele ser: <<hijo,
sé “Onesto”>>, y esto es lo que me propongo hacer hoy, como siempre, vamos…
Cuando hablo por teléfono
con mi madre, la mujer, si no me ando con tiento para terminar, me pregunta: “¿Pero
no te casas, hijo?”. Otras veces me lo dice cuando la visito, acaso por
Navidad, y en una hora arquetípica de la tarde en la que ella cose y hay en la
chimenea un fuego incombustible, yo hago como que leo mientras miro su estampa
de reojo. “¿Estás con alguien...? Con las novias que has tenido…”, dice ella. Es que
a mí, madre -digo yo- me gustan las mujeres inteligentes…
Yo no sé cuantas novias me
tiene contadas ella, aunque, modestamente, he tenido mi correspondiente ración
de las legumbres de Cupido.
Los hay, como un tal George
Clooney, que cuentan haber estado con miles de mujeres. ¡Hala buffet libre del
amor! Me cae bien este Jorge, al que todas creen y todos envidiamos, pero me
gustaría decirle que hacer el amor con 2000 mujeres no tiene mérito, que si te
pones, pues que a lo mejor…Que lo que tiene mérito es hacer dos mil veces el
amor a la misma mujer con idéntico asombro y entrega cada vez, y arrebañarle
una y otra vez los besos de su boca como jornalero hambriento un plato de
huevos fritos.
Y volviendo a la escena con
mi madre, donde ella sigue cosiendo, continúo la
frase que dejé arriba en puntos suspensivos: “Es que a mí, madre, me gustas las
mujeres inteligentes, y hasta ahora todas con las que he estado lo han sido, y
mucho, pues en cuanto me conocieron un poco, salieron corriendo…” Y ella se ríe con alboroto de cacerolas por los suelos, y yo sé que ha hecho por olvidar esta respuesta, la que siempre le doy,
porque sabe que me gusta oír el crepitar de su risa.
Y si todavía queda alguna
mujer por estas cuartillas, le diré que sí, que las considero agraciadas,
generalizando, por poseer la excelsa inteligencia de la sensibilidad.
Retrato de Carson McCullers |
Y como me parece oír un aviso taurino, pues
que cambio de tercio.
Hay un cuento precioso de
Carson McCullers titulado “Un árbol, una roca, una nube”, en el que esta autora tan interesante desvela un poco el
misterio del amor.
La idea, casi calcada, se puede oír también de boca del
personaje del viejo juez en la incipiente novela “El harpa de hierba” de Truman
Capote.
Un día de estos me pondré a
investigar quién copió a quien, aunque me inclino a pensar que fue el avieso y versátil
hombrecillo de cabeza prominente.
En el cuento de ella, en
un amanecer lluvioso, en un bar de carretera, un viejo bebedor cuenta a un
chico repartidor de prensa, que el error de los hombres es empezar la casa por
el tejado, esto es: amar a las mujeres enseguida, al principio de todo, sin
saber y si haberse ejercitado antes en amar las cosas sencillas del mundo: un árbol,
una roca, una nube, por ejemplo.
Qué bien escribía Carson,
y cómo acabó. “Arrebujada en su manta / en una hamaca / en un barco de / vapor…”
Nos dice de ese final Charles Bukowski, en el poema que le dedica. ¿He dicho: “Qué
bien escribía esa mujer”? No, me corrijo: qué bien reescribe McCullers su “Balada
del café triste” o su “El corazón es un cazador solitario” en nosotros, en cada
lector que deglutimos con admiración sus ambientes de niebla y fuego fatuo…
Y ahora se nos mete
Bukowski por medio.
Cuando trabajaba de
librero, muchos ejemplares vendí de este autor, pero casi siempre a estudiantes
de primer año en Salamanca; jóvenes embelesados en abrir todos los cerrojos de
la vida. Tal vez porque yo nunca he
llegado a ser tan joven, no le presté mucha atención a Charles. O puede que
títulos suyos como: “La máquina de follar”, “Escritos de un viejo indecente” o “Erecciones,
eyaculaciones, exhibiciones”, entre otros, me echaran para atrás.
Retrato de Charles Bukowski. |
Sin embargo,
llevo dos semanas leyendo “Los placeres del condenado”, la antología definitiva
de su poesía en la editorial “Visor”, y no salgo de la maravilla del descubrimiento.
Y es que a mí, que gusto de poetas más angélicos como Rilke, T.S. Eliot,
nuestro Valente, y compañía, las
diabluras de la prosa de Bukowski me están resultando reveladoras.
Hace poco, hablando con
alguien, vinimos a concluir que sí, que en estos tiempos estamos todos un poco
condenados. Por el Banco Mundial y el europeo y el de la esquina de nuestro
barrio, y hasta por el banco del parque al que nunca hemos sentido tan duro,
tan frío y tan triste, como sacado de una novela de McCullers. Estamos
condenados por nuestra desesperanza, y andamos por los días con la rabia de
Bukowski y con nada de su lucidez.
Sin embargo, es un tiempo
ideal para despojarse de lo superfluo, para darse cuenta que se puede vivir con
muy pocas cosas, con muy poco dinero a la semana y con casi ninguno de los
engaños de las masas. Es tiempo de saber que se puede poseer el mundo entero
sin acudir a un cajero, que se puede pasar sin esa tarjeta de plástico a la
que, los muy jodidos, le ponen pegamento y no hay manera de soltarla…
Sí, es tiempo de empezar
correctamente: de saber habitar el hueco entre las paredes antes de embargarse
en un Chalet, de saber beberse el viento sin necesidad de un Mercedes, de
poseer tu tiempo sin enlatarlo en un Rolex, de un poco de música callejera sin
necesidad de Filarmónicas, de saber dotarse de proyectos sin necesidad de
panfletos electorales, de saber adquirir placeres genuinos y no subsidiarios de
los demás.
Tiempos otra vez de
silencio como los de Luis Martín Santos, tiempos, y ya basta, de condena por haber
osado coger del árbol prohibido y bífido de la EconoSUYA.
Sí, hay que ser “Onesto”
con uno mismo: mea culpa.
Sólo conservo una carta de
mi abuela María. La mujer pasó de los noventa. A veces la llamó “La maga del
puchero”, pues nunca me supe cómo, con aquel puchero tan pequeño en el que
guisaba en la lumbre, conseguía dar de comer a tantos como nos sentábamos en la
mesa. También era la guardiana del fuego, pues un tronco de encina le duraba
semanas, y siempre andaba la mujer matando la viveza de la brasa con ceniza.
Acaso hizo eso mismo con su vida, para durar y no consumirse en vanas
llamaradas.
Esa carta es igual a las que escribe mi madre, y en ella, también
haciendo remolinos por el borde y terminando junto a la cruz de inicio, me pide
perdón por las faltas de ortografía. Qué cosas, si supiera la mujer que son
precisamente ésas, las palabras mal escritas, las que más quiero…
Y bien, espero haber sido “Honesto”,
pues ahora, después de haber puesto tantas letras, he encontrado la “H” que
perdió mi madre. Y es que acaso esto es la vida: repetir y repetir las faltas
de ortografía de los genes de los ancestros hasta que, si tienes suerte, un día
los enmiendas apenas.
Autorretrato de este escribidor. |
Y ¿qué es lo que yo he querido decir con la mudez de esta “H”?
Acaso que busco una mujer para amarla bien, ahora que sé amar las piedras, las nubes y los árboles; que me equivoqué, que sé que
estoy condenado y que no me rindo; que conozco una salida, acaso sólo la mía, pero es simple suficiente y buena.
Y supongo que saberlo, que
masticar estos pobres bocados, es lo que a veces me pone, modestamente, tanta luz en los ojos…
Y ahora os dejo, que tengo
que ponerme a escribir a mi madre de estas cosas.